Mi Padre Está SoloBy Ralph Rewes © 1999 by Ralph Rewes
Mi padre está solo. Mi madre, su compañera de toda una vida murió hace poco. Mi padre está solo. No es porque no tenga a nadie. Le quedan sus hijos. Le quedan sobrinos. Pero estar solo en su caso, como en el caso de muchos exilados, es algo más que falta de compañía. La pérdida de su esposa es la pérdida de miles de recuerdos compartidos durante décadas. Ya no tiene con quien confrontar y verificar esos recuerdos. Sí, porque los recuerdos hay que reactivarlos confrontándolos con aquellas personas que vivieron con uno lo que antes eran experiencias. Sin ellos, no podemos tener una imagen más real del cine de barrio, del parque central, de la tiendecita de la esquina. Sí, podemos hablar con alguien del cine de barrio, del parque central, de la tiendecita de la esquina, pero nunca podemos encender esa chispa que ilumina los recovecos del cerebro donde se guardan esas imágenes. El que compartió una experiencia te dirá cosas como «Ah, pero se te olvidó cómo olían las lunetas» o «¿No te acuerdas del patatico gruñón que recogía los tiques a la entrada? ¿Qué será de él?» Y tú con gran satisfacción a lo mejor podrás decirle: «Lo vi hace un mes. Está viviendo en Tampa.» El no poder hablar de recuerdos compartidos es la peor soledad. Y esa soledad abunda en el exilio. En el pueblo de uno, las paredes de las casas y los muros , aunque se caigan a pedazos sobre la acera polvorienta, y los árboles se sequen en veredas y caminos , y los arbustos crezcan desproporcionadamente en los canteros del parque central, siempre quedan los moldes que constantemente van haciendo imágenes holográficas en nuestra memoria. Uno necesita de verlos y volver a ver, como cuando se ve una película o un programa de televisión que nos llenó de satisfacción una y otra vez. Uno necesita de volver a ver aquellas cosas que una vez nos hicieron felices, con esa felicidad tan limpia que se siente cuando uno es joven. Papá está solo. Ya no puede ver nuevamente su finca, ni la casa donde vivió tantos años, ni a la mujer de toda una vida. Aunque mi madre ya hacía tres años que la caduquez le había arrebatado el raciocinio, ella tera odavía como el proyector que le pasaba las películas de antaño y lograba el milagro de hacerle vivir a él, aquellos tiempos que se van desapariendo según desaparecen los que los comparten. De vez en cuando en momentos de lucidez mi madre le decía: «¿Te acuerdas de los melones de la finca?» Y él rememoraba la roza sembrada de sandías, o melones de agua como decían en Cuba. Y veía las mesas preparadas para las visitas de los domingos, mesas repletas de fuentes de corazones de melón sin semillas (porque el resto se les daba a los cerdos para que engordaran) a las que mamá nos acostumbró a comer. Y él se reía. Con ella no estaba solo. Ella era compañía porque estaba en esos recuerdos y era ella como una llave que frecuentemente le abría un portón hacia la campiña cubana, los enormes árboles de mamoncillos a la entrada de la finca. Y él vivía de nuevo las tardes de lluvia, los rayos cayendo sobre palmas, y volvía a sentir esa melancolía tan fuerte del campo cubano cuya tristeza era tan devastadora que a más de uno indujo al suicidio. Mi padre está solo. Ya no tiene a aquella con quien se sentaba en taburetes recostados a la pared de la casa a hablar de su juventud (recuerdos que sólo ella podía revalidar). Y aunque nosotros le podemos hablar de lo extraña que le parecía a todo el mundo aquella casa híbrida que construyó en su finca. Sólo ella podía activar las memorias y las discusiones que dieron como resultado una residencia moderna (hasta para su tiempo con sus paredes de dos colores diferentes, closets, repisas incrustadas en la pared, amplísima cocina con una gran mesa en el centro y la cocina en sí separada de la pared), pero… por capricho de papá, con techo de cana — porque era un aire acondicionado natural, según él, que detestaba el techo de hormigón. Cuando aquellos que comparten nuestros recuerdos porque hubieron de compartir nuestras experiencias, se alejan o desaparecen de nuestras vidas, nos vamos sintiendo más solos, hasta llegar a una soledad casi insoportable, donde en nuestra memoria tenemos recuerdos que sólo nosotros podemos ver. Ya no hay nadie que nos corrija si estamos errados en esas perspectivas. Mi padre está solo. Y añora poder ver y conversar con un amigo de antes, quizás hasta un enemigo. Pero su fortuna de vivir mucho — 95 — es la desgracia de haber dejado atrás a casi todos los conocidos de juventud. Mi padre está solo. Sin llaves que abran la memoria de su pasado juvenil. Sus recuerdos, sin activar, se van borrando de su mente. Con cada día que pasa, está más solo. Sin amigos de correrías, sin su amor de toda una vida, sin patria, sin esperanzas. Mi padre está solo — esperando por Dios.
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