EL TEMIBLE PROCESO DE SALIR DE CUBA LEGALMENTE Una terrible odisea que no es nueva desde la implantación del totalitarismo comunista, el sadismo oficial era manifiesto. © 1968-1998 por Ralph Rewes. Todos los derechos reservados por Ralph Rewes 1968. CUANDO UNO SE ATREVE Bajo la supuesta legalidad socialista, los hombres menores de 27, ciudadanos cubanos o extranjeros residentes o nacionalizados no pueden viajar fuera del país por encontrarse sujeto a las regulaciones del servicio militar obligatorio. El mismo día que cumplí esa edad presenté mi planilla al Departamento de Emigración. Podría pensarse que haciendo las cosas por la ley, no habría represalia. Se equivocan. Forzados a cambiar sus trabajos regulares por labores en el campo, la mayoría decidió arriesgar persecución y comenzar pequeños negocios. Las opciones eran mínimas y había que alimentar a la familia. Sin embargo, no tardó mucho en que comenzaran a satisfacer las demandas crecientes del mercado con pasteles, galletas, pan de maíz, pasta de guayaba, tomates encurtidos, ciruelas verdes añejadas con tal arte que sustituían a las desaparecidas aceitunas. Cosa que el gobierno lograba hacer. La empresa privada, por muy débil que sea, fácilmente vence a la planificación socialista proveyendo al consumidor más eficientemente que el estado con todos sus todopoderosos recursos. Estos empresarios incipientes les comenzaron a dar dolores de cabeza a los funcionarios, ya que pocos denunciaban a sus proveedores. El mercado clandestino se les fue de la mano y el Partido terminó con esto de la única manera que sabe prácticamente arrestando a todos los solicitantes de salida del país. Todos los que habían solicitado visas de salida fueron llamados a la estación de policía más cercana. Para evitar tumultos (las apariencias son muy importantes en el Comunismo), se les citaba en pequeños grupos. La policía les entregaba formularios de solicitud de trabajo con una declaración a firmar que leía: «Acepto la oferta de trabajo del Estado voluntariamente. También entiendo que si rehúso, al hacerlo renuncio a mi salida del país.» Los rumores que se corrían eran que los que se quedaran en Holguín y trabajar en la construcción no iban a ser bien tratados. Por ello, me decidí a cortar caña de azúcar al campo, a Guasimitas, un lugar ni muy lejos ni muy cerca de Holguín. TRABAJO FORZADO VOLUNTARIO Guasimitas era una granja. Hubiera lucido común, si no fuera por las cercas con alambres de púas. El paisaje era hermoso, como correspondía a la campiña cubana. Las barracas eran limpias y nosotros no éramos muchos al menos así pensamos los que llegamos allí bien temprano en la mañana. Nos sentamos en la hierba a esperar. Nadie sabía nada cosa muy corriente en el socialismo. Los campesinos de la granja, habiéndonos confundido con una brigada comunista nos preguntaron por el nombre. Brigada ¡Voy Abajo! les contestamos, burlones. El almuerzo que esperábamos con hambre canina (no habíamos desayunado) nos revolvió el estómago: arroz con carne rusa enlatada. La carne rusa era prieta, grasienta y olía tan mal. Tenía que ser carne de oso, sin dudas, no podía ser de vaca. Éramos ciento cuarenta hombres al caer el sol, y aún seguían llegando por el camino solitario que venía del paradero del tren, a unos 3 kilómetros de allí. A medianoche, todavía seguían llegando. Ya las hamacas se tocaban unas con las otras. APIÑADOS Y ERIZADOS El sargento llegó a las cinco de la tarde y nos habló de los pases para visitar la familia, una vez al mes. Si «nos portábamos bien» quizá cada quince días. Nos advirtió que si el telegrama llegaba y no estábamos ni trabajando ni con pase, el viaje se cancelaba. Al principio, trabajamos tanto como queríamos. Después impusieron jornadas de ocho horas. Primero, trabajábamos sin supervisión. Desde el tercer día, un soldado armado vigilaba el campo donde cortábamos la caña. La mayor obsesión era la hora de las comidas una cola de media hora a veces para que el cocinero nos diera un poco de potaje de frijoles negros, arroz empegotado y, con suerte, un boniato. Ya para aquel entonces habíamos comprendido que la carne rusa que despreciamos el primer día era una rara exquisitez. Sin embargo, las bandejas apenas si necesitaban fregarse. Los huevos fueron nuestra salvación. «Un día tendremos que levantarle un monumento al Huevo Desconocido,» bromeó alguien. Los huevos eran fáciles de conseguir en bolsa negra, se pasaban de contrabando en la granja con facilidad y cocidos servían de moneda. Las bromas nos levantaban la moral. De vez en cuando, un chiste de humor negro nos recordaba la situación en que nos encontrábamos, como el del primo que mandaba desde Miami una carta con una cuchillita Gillette dentro (cosa muy acostumbrada porque las que había en Cuba, PATRIA O MUERTE, les decían lágrimas de hombre, porque hacían llorar a la víctima). La carta decía el cuento: «Ahí te mando una cuchillita, mi primo, si la situación se hace insoportable ¡córtate las venas!» FUERA DE LA GRANJA-PRISIÓN Me empezaron a dar fuertes ataques de asma a la semana de estar allí. Tan fuertes fueron que el mismo soldado que nos cuidaba, asustado de verme ahogando, me a la oficina del Partido a cinco kilómetros de allí. Caminé los cinco kilómetros casi sin respiración. Al verme, el secretario autorizó mi viaje a Holguín inmediatamente tan lastimoso era mi aspecto. El médico del hospital me prohibió hacer trabajos fuertes y me dio un certificado para el departamento de policía. LA RECOGIDA DE ENFERMOS Muchos los enfermaron, demasiados para el Partido que decidió enviar a los enfermos a trillar café en las mesas de un antiguo Nite Club, el Casana. Los enfermos ganarían 3 centavos por cada libra de café trillado (es decir, por cada libra de café limpio). Hay que aclarar que allí nadie fingía enfermedad. Los certificados médicos emitidos por los doctores del gobierno tenían, además, que aprobarse por la dirección del hospital y por el supervisor del Partido Comunista. La trilla, al igual que Guasimitas, nos daba la sensación de estar en una ratonera. Una invasión, real o inventada, y nos liquidaban a todos acusados de traidores. En la trilla, se separaban los granos de café buenos de los defectuosos y podridos. Los granos buenos se exportaban a Italia y Francia. Los podridos se dedicaban al consumo interno de la isla. CUANDO LA SUERTE AYUDA Cuando el Partido consideró el número de enfermos era intolerable, devolvieron al campo un buen número para que se «curaran allí.» El nuevo lugar tenía el tétrico nombre de La Tumbita. Yo me encontraba en la lista de los que iban a partir al día siguiente. Con el ánimo en el suelo, me dirigía a casa, cuando me topé con un primo que corría a mi encuentro diciéndome que me había llegado el telegrama de salida. «¡No jodas, viejo!» le dije. «Éste no es el momento para bromas.» No era broma. El inspector de emigración estaba haciendo el inventario de nuestras pertenencias. ¡Era verdad! Nos dieron dos semanas para arreglarlo todo. Lo primero era darnos de baja de la libreta de racionamiento de la comida, la ropa y el calzado. No podíamos seguir beneficiándonos del socialismo. Luego había que presentar una carta al Banco Nacional, en la que se verificaba que no habíamos extraído dinero de nuestras cuentas desde el momento en que presentamos la planilla. El Comité de Defensa de la Revolución tenía que declarar por escrito que no habíamos vendido ningún artículo de nuestra propiedad. Mi padre rehusó la salida, creyendo que aquello no iba a durar mucho. Mi madre y yo nos presentamos a la oficina de emigración para un interrogatorio de dos horas sobre lo que nos impulsaba a abandonar la isla. Cuando se cansaron de hacernos preguntas, pusieron todos los papeles en un sobre, lo sellaron y nos lo entregaron. «Para que los presenten al momento de la partida en Varadero.» HACIA EL TÚNEL Cuatro días antes del vuelo a Miami, salimos de la estación de ferrocarriles de Holguín, adonde fueron cerca de cuarenta amigos a despedirnos. Nosotros, como congelados, ni nos atrevíamos a manifestar los sentimientos. Mi madre se echó a llorar al dejar su casa. Papá nos acompañaba para despedirnos en Varadero. El tren, herméticamente cerrado, pues la FIAT los había fabricado para aire acondicionado, ahora roto, se había convertido en un horno. Los niños gritaban y lloraban, sofocados y hambrientos. En 14 horas de viaje no vendieron nada de comer. El agua estaba tibia y daba ganas de vomitar. Ya en Matanzas, tuvimos que hacer una cola de cinco horas bajo el sol, para que un taxista nos llevara a Varadero. Al llegar a Varadero, otro problema: el gobierno había ordenado a sus oficinas de turismo no darles alojamiento a los gusanos que se iban del país, a los mismos que años más tarde recibieran con los brazos abiertos para cogerles los dólares que llevaban. «¡Que duerman en los parques!» decían. Detectar a los que se iban era fácil. Para alquilar una habitación con el INIT (Instituto Nacional de la Industria Turística), había que presentar carné estudiantil u obrero y ésos se les quitaba a quienes se iban. Mamá se veía tan cansada, tan viejita. Parecía que iba a desmayarse de un momento a otro. La noche y el día en el tren habían sido demasiado. Las emociones eran muchas. Un frío helado me aterrorizó: llegué a pensar que quizá no pudiera resistir todo aquello. La separación de las amistades, de su esposo, de su casa. Tan patético era su aspecto que una empleada, compadecida, nos dijo: «Espérenme afuera.» Salió, sin que nadie la viera, y me dijo: «Yo sé de una casa que alquila cuartos a los que se van.» Conseguimos una habitación por tres días. Yo dormía en el suelo en el colchón. Papá y mamá sobre una frazada en los muelles de la cama. A las seis de la mañana, nos poníamos en la cola del restaurante cercano para desayunar. Ya a las diez, papá y yo nos turnábamos para la cola del almuerzo, y a las tres de la tarde para la de la comida. Ésas fueron nuestras «vacaciones» en la Playa Azul de Varadero. A LAS PUERTAS DEL TÚNEL Todas las noches más de doscientos taxis hacían una cola enorme frente al Aeropuerto Internacional de Varadero. No permitían que los que se fueran caminaran. El taxista empleado del gobierno cobraba $25 por la espera. El nuestro, después de llevarnos y tomar su posición, nos aterrorizó con una frase: Hay tiempo de sobra. Voy a comer. Regreso antes de que abran a la diez. Hubiéramos querido rogarle que no se fuera. ¿Y si le pasaba algo y no volvía? ¿Y si nos quería coger el dinero? Había que pagarle con antelación y ya lo habíamos hecho. No tardó mucho en llegar un soldado y, con muy malas formas, nos dijo que, frente al taxi de nosotros había un espacio vacío que había que llenar. «Tienen que mover esa máquina pa'lante,» nos gritó. Tratamos de explicarle que el chofer se había ido a comer y que nosotros no teníamos la llave para hacer arrancar el auto. A mí no me digan na. Arréglenselas como puedan, pero muévanlo antes de que yo vuelva por aquí. Como por arte de magia, de todas partes salió gente a ayudarnos a empujar la máquina del taxista. A la diez de la noche, encendieron todas las luces del parqueo. Y el chofer del taxi nuestro no aparecía. Los automóviles comenzaron a moverse y nosotros, parados. Detrás ya comenzaban a sonar los cláxones. El auto inmediato a nosotros nos pasó adelante. Otro auto más adelante no arrancaba. Una mujer comenzó a dar gritos. Fue entonces cuando vimos llegar al chofer, con un palillo de dientes en la boca. Diez minutos más tarde, después de dejar a mi padre, que el taxista debía asegurarse de que no fuera con nosotros, llegamos mamá y yo a la entrada. Unos soldados, gritándonos a voz en cuello, nos apresuraron a que pasáramos. Así comenzaba la pesadilla más larga que mi madre y yo hemos pasado juntos en toda nuestras vidas. EN EL TÚNEL Dentro del salón del Aeropuerto Internacional de Varadero, casi lleno ya, todo era muy distinto. Allí las voces de quienes nos atendían tenían una modulación agradable y cortés. Nos dieron jamón y leche. Acostaron a los niños en camas. ¿El motivo de tanta dulzura? Los diplomáticos de la Embajada Suiza estaban allí. Toda la dulzura del mundo no puede borrar la ansiedad de los rostros de los que esperan. Como a la media hora comenzaron a llamar a algunas personas, que supuestamente habían vendido algún objeto y el hecho se había descubierto a última hora. Ni allí había seguridad. Al decir la razón primero, todos quedaban paralizados y un egoísta instinto de salvación hacía alegrar a los que no llamaban, de no ser ellos las víctimas. Cuando aquellos infelices salían del salón dejaban atrás un aire tenebroso. En lugar de música indirecta, pusieron una grabación del discurso de Fidel Castro del 26 de julio. Era un toque cruel y desconsiderado con aquel grupo de personas nerviosas y soñolientas. A medianoche, las imágenes de las víctimas que perdieron su viaje se habían borrado de la memoria de los que esperaban. Habían comenzado a llamar a los pasajeros del primer vuelo, el de las ocho de la mañana. Uno por uno fueron desfilando, como en procesión, hacia el último interrogatorio que les harían las autoridades cubanas. El primer vuelo estaba compuesto por los núcleos familiares con niños o ancianos. A las dos de la madrugada, llamaron a la gente del segundo vuelo, el de las once de la mañana. Nadie había podido dormir, sólo los niños. Todo el mundo hablaba tonterías, insignificancias, como si subconscientemente quisieran evitar decir algo comprometedor: aún estábamos allá. Por fin nuestro turno llegó. Éramos los números 66 y 67. Corrimos con los papeles hacia donde se encontraba el oficial, quien inspeccionó la maleta, para ver si no nos habíamos pasado por encima de lo estipulado: un par de zapatos extra, tres camisas, dos pantalones, tres pares de medias, tres combinaciones de ropa interior. Este recibo nos dijo el oficial es para que reclamen el equipaje en Miami. Era como un sueño. Volvimos al salón. Al rato, otra prueba. La última tortura mental. Entró otro inspector de inmigración cubano y comenzó a mirarnos. Al azar, llamó a algunos de nosotros y se los llevó a un cuarto contiguo, donde los desnudaron completamente para un registro corporal. A las ocho aterrizó el primer avión. Traía un equipo de una cadena de televisión estadounidense. El espectáculo que montaron fue repulsivo para los que allí estábamos. Fotografiaron escenas «conmovedoras» preparadas, como la de la miliciana, «gentil y dulce,» ayudando a subir al avión a una ancianita. Pero, por muy furiosos que estuviésemos, nadie se atrevió a hablar había mucho que perder. LOS ÁNGELES SALVADORES Ahora tocaba a los inspectores americanos chequear nuestros papeles. El problema con ellos era de ortografía, spelling. Una letra cambiada, un error en el nombre y ya no se podía uno subir al avión. La víctima de esta nueva circunstancia tendría que quedarse en la tenebrosa casa piloto, una casa barricada donde esperaban los que tuvieran problemas con las autoridades norteamericanas. El tiempo entre la salida del primer avión y la llegada del segundo se sintió eterno. Podía pasar un accidente, un cambio de opinión de Castro y después de haber sufrido tantas penalidades, nos podíamos quedar allí. Estábamos casi a punto de perder la razón. Cuando las puertas de nuestro avión se abrieron, caminamos hacia ellas con pasos lentos. Nadie lloraba. Todos serios, nos sentamos, a esperar que entrara el último y cerraran las puertas. Ya faltaban sólo unos segundos. Pero parecían horas. Las puertas se cerraron ¡al fin! El avión comenzó a moverse ¡ya volaba! Alguien dijo: «Ya podemos respirar ¡gracias a dios, ya estamos fuera!» Ralph Rewes New York , August 24, 1969
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