EL RESCATE DE SANGUILYpor Ricardo Nuñez Portuondo Había sufrido la Revolución Cubana serios reveses, cuando alguien le preguntó al general Ignacio Agramonte por las armas que contaba.
--Mayor, le dijeron, ¿con qué armas vamos a pelear? Y la sombra de Ignacio Agramonte, erguida en cada conciencia libre, continúa señalando el camino a los cubanos. Los cubanos que aman verdaderamente a Cuba no apartarán de la memoria la figura del Mayor Agramonte, apellidado por su valor y su nobleza con el sobrenombre de Bayardo. Los hechos de Agramonte demostraqron la superior eficacia de la verguenza sobre la materialidad numérica de las armas. Un día le dicen que la columna enemiga, con más de trescientos infantes y alguna artillería, conduce prisionero al General Julio Sanguily. El Mayor Agramonte se empina sobre el potro de guerra. A lo lejos, por la fértil llanura del Camaguey, avanzan los soldados enemigos. El general Agramonte hace una rápida selección de treinta y cinco jinetes. Son treinta y cinco cubanos, que la admiración de la posteridad vería como "treinta y cinco arcángeles, nimbados por la consigna y enardecidos por la esperanza", según diría un poético tribuno. Eran treinta y cinco cubanos dispuestos a cumplir con el deber. --Alli, en aquella columna, les dijo Ignacio Agramonte, va preso el General Julio Sanguily. Es necesario rescatarlo, vivo o muerto, o quedar todos allí. La llanura resonaba como un tambor, golpeada por los cascos de la caballería. A la cabeza de sus treinta y cinco jinetes, dando la cara al enemigo, el Mayor Ignacio Agramonte daba el ejemplo, como hacen siempre los jefes merecedores de serlo. Todos avanzaban con los machetes en alto. Los treinta y cinco machetes rebrillaban al sol como treinta y cinco relámpagos de gloria. El enemigo trató de formar el cuadro cerrado, calando las bayonetas para oponerse al alud que les alcanzaba. El cuadro no tuvo tiempo de organizarse. Los caballos ya derrumbaban, con enérgica pechada, la pared de hombres que se les interponía. Los machetes habían envuelto sus brillos en un rojor de sangre, mientras el espanto abría claros en torno del general cautivo. A través de la confusión y la sorpresa, los jinetes habían aravesado la columna, llevándose en el anca de un caballo al General Julio Sanguily, otra vez entre cubanos. Quitándose el sombrero, Sanguily levantó el brazo y prorrumpió en un grito jubiloso: --Viva Cuba Libre! Los jinetes corearon el "viva!", sin preocuparse del fuego graneado con que el ejército en derrota estaba reponiéndose del asombro. Una bala atravesó la mano de Sanguily. El sombrero cayó a tierra. Pero nada impidió que el General Sanguily regresara al campamento de los libertadores, junto al Mayor Agramonte y sus treinta y cinco jinetes. ¿Cómo había logrado Ignacio Agramonte arrebatar la presa a una columna de trescientos soldados aguerridos? ¿Con qué armas? ¿Con qué fuerzas? A las preguntas ya había respondido el Bayardo: "Con la verguenza de los cubanos!" Desde entonces, el rescate del General Sanguily es una de las páginas inolvidables de la Historia de Cuba. Recuerda la hazaña del venezolano Páez, en las Queseras del Medio, cuando fingió que huía del enemigo, diez veces más numeroso, para gritar de pronto a su caballería llanera: "Vuelvan caras!" Y en el brusco viraje aniquilar y destrozar la hormigueante legión de perseguidores, que se trocaron inmediatamente en perseguidos. Hoy, como ayer, para luchar contra la tiranía, para oponerse a un régimen de oprobio, no ha de medirse la fuerza por el número de los soldados, sino también tomar en cuenta la justicia de la causa, que es la que da a los hombres el vigor de la dignidad ultrajada. Las tiranías no parecen comprender que las armas siempre terminan por serles inútiles, hasta volverse contra los mismos que las emplean para defenderlos. Sus hombres carecen de ese mágico secreto de Agramonte: las armas de la verguenza. FIN Ricardo Nuñez Portuondo
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