A EMILIO NÚÑEZ


New York, 13 de Octubre de 1880.

Sr. Emilio Núñez.
Mi bravo y noble amigo:

Recibo su carta de Septiembre 20. --¿Qué más reposo quiere Ud. para su alma--- ni qué mayor derecho a la estimación del censor más rudo--que haberla escrito a esas fechas, en el campamento de los Egidos?

Me pide Ud. un consejo --y yo no rehuyo la responsabilidad que en dárselo me quepa. Creo que estéril --para Ud. y para nuestra tierra-- la permanencia de Ud. y sus compañeros en el campo de batalla. No me hubiera Ud. preguntado y ya, movido a ira por la soledad criminal en que el país deja a sus defensores, y a amor y respeto por su generoso sacrificio, ---me preparaba a rogarles que ahorrasen sus vidas, absolutamente inútiles hoy para la patria, en cuyo honor se ofrecen.

No digo a Ud., --a pesar del respeto que el conducto de esta carta me merece--- todo lo que sobre la situación de nuestra tierra se me ocurre, porque ojos indiscretos y ávidos pudieran sacar de ello provecho. Pero, cualesquiera que fuesen los recursos con que aun pudiéramos contar los revolucionarios, y la importancia de las excitaciones que aún se nos hacen, y la posibilidad de mantener a la Isla, con gravísimo daño del Gobierno, en estado de guerra permanente, no pienso, por mi parte, que nos sea lícita, ni útil, ni honrosa esta tenaz campaña.

Hombres como Ud. y como yo hemos de querer para nuestra tierra una redención radical y solemne, impuesta, si es necesario y si es posible, hoy, mañana y siempre, por la fuerza; pero inspirada en propósitos grandiosos, suficientes a reconstruir el país que nos preparamos a destruir. Si todos los jefes de la Revolución no hallaron, en los dos años pasados, manera de trabajar de acuerdo vigorosamente; ni, en pleno movimiento revolucionario y durante un año de guerra, no fué este acuerdo logrado, no es natural suponer que ahora hubiera de lograrse, dominada, de nuevo, la guerra; presos o muertos sus mejores jefes; aislados y pobres, todos. Con lo que vendríamos, llevando a la Isla un nuevo caudillo, a hacer una guerra mezquina y personal,---manchada, probablemente, de deseos impuros, estorbada por los celos, indigna, en suma, de los que piensan y obran rectamente.

Lo que el General Vicente García pudiera hacer hoy, pudo ser hecho antes de ahora, y si entonces, o por celos o por flaquezas de la voluntad o remordimiento o falta de medios--que todo puede ser---no lo hizo, no es natural que intentara hacerlo hoy. La guerra, así reanudada, no respondería a las necesidades urgentes y a los problemas graves y generales que afligen a Cuba. He ahí por qué no acudo a ellos, ni aconsejo a Ud. que espere, como pudiera aconsejarle, a que tuviera de vuelta su respuesta.

Nuestra misma honra y nuestra causa misma exigen que abandonemos el campo de la lucha armada. No merecemos ser, ni hemos de ser tenido por revolucionario de oficio, por espíritu turbulentos y ciegos, por hombres empedernidos y vulgares, capaces de sacrificar vidas nobles al sostenimiento de un propósito --único honrado en Cuba---cuyo triunfo no es ahora probable.

Un puñado de hombres empujados por un pueblo logra lo que logró Bolívar; lo que, con España y el azar mediante, lograremos nosotros. Pero, abandonados por un pueblo, un puñado de héroes puede llegar a parecer a los ojos de los indiferentes y de los infames, un puñado de bandidos. Aconséjenle a Ud. otros, por vanidad culpable, que se sostenga en campo de batalla al que no tenemos hoy la voluntad ni la posibilidad de enviar recursos; pretendan salvarse de la censura que por aconsejarle que se retirase del campo pudiera venirles encima: yo, que no he de hacer acto de contrición ante el Gobierno español; que veré salir de mi lado, sereno, a mi mujer y a mi hijo, camino de Cuba; que me echaré por tierras nuevas o me quedaré en ésta, abrigado el pecho en el girón último de la bandera de la honra; yo, que no he de hacer jamás, ante los enemigos de nuestra patria, mérito de haber alejado del combate al último soldado, yo le aconsejo, como revolucionario y como hombre que admira y envidia su energía y como cariñoso amigo, que no permanezca inútilmente en un campo de batalla al que aquellos a quienes Ud. hoy defiende, son impotentes para hacer llegar a Ud. auxilios.

Esto dicho, ¿qué podré decirle yo de la manera con que lo lleve Ud. a cabo? De ser Ud. solo el que combate, yo le diría que buscase medios de salir de la Isla; pero Ud. no ha de querer dejar abandonados a los que tan bravamente le acompañan. Duro es decirlo y toda la hiel del alma se me sube a los labios al decirlo, pero si es necesario, estéril como es la lucha; indigno hoy, porque es indigno el país de sus últimos soldados, deponga Ud. las armas.

No las depone Ud. ante España, sino ante la fortuna. No se rinde Ud. al gobierno enemigo, sino a la suerte enemiga. No deja Ud. de ser honrado: el último de los vencidos será Ud. el primero entre los honrados.


JOSÉ MARTÍ

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