EL PRECIO DE LA LIBERTAD

Por Néstor Carbonell Cortina


Poco después de que la CIA confirmara que Fidel Castro padecía del mal de Parkinson en una etapa bastante avanzada, funcionarios norteamericanos anunciaron, con ominoso tono, que Cuba había sido incluida en la lista de países en que se preveía inestabilidad en los próximos dos a cinco años. El anuncio pareció reflejar una honda preocupación, como si la inestabilidad fuese lo peor que pudiera suceder en la isla cautiva.

En situaciones normales, cuando reinan la libertad y el derecho, la inestabilidad suele ser un fenómeno regresivo y pernicioso que debe evitarse. Pero cuando impera, como en Cuba, el vil estrangulamiento de un pueblo, lo que más debe preocupar no es la inestabilidad precursora de la libertad, sino la estabilidad continuadora de la opresión. Es esa estabilidad, mantenida con patente de impunidad durante casi medio siglo, la que le ha permitido al régimen de Castro matar, robar, destruir y esclavizar a sus anchas dentro de la isla, y agredir, espiar, subvertir y calumniar fuera de ella, sin mayores consecuencias. Y es esa estabilidad la que aspiran a preservar los usufructuarios del poder que fraguan la sucesión, y los que piensan pactar con ellos para satisfacer ambiciones de mando o afanes de lucro.

Para que Cuba entre de nuevo en la órbita de la democracia representativa, habrá que desmantelar y liquidar el régimen que la sojuzga y degrada. Y esto sólo se logrará desestabilizándolo previamente cuando el pueblo pierda el miedo y aproveche cualquier fisura para imponer su voluntad.

Eso fue lo que aconteció en la heroica Polonia – país que, gracias al movimiento de resistencia cívica llamado Solidaridad y al apoyo del extranjero, pudo quebrar y eventualmente eliminar el yugo comunista. Y eso fue lo que, con mayor o menor grado de explosión popular, sucedió después en los otros países de Europa Central y del Este, y en la propia Unión Soviética. En ninguno de esos países el régimen totalitario abdicó el poder espontáneamente. En algunos, como Rumania, se requirió de la violencia armada, y en los demás, el furor de la ciudadanía, harta de vasallaje, tuvo que encresparse en oleaje multitudinario para poder arrasar el inicuo despotismo.

El Muro de Berlin no cayó por sí solo; fueron manos crispadas de furia y dolor las que lo agrietaron y derribaron. Y si Georgia y Ucrania, tras sus respectivas revoluciones postcomunistas rosa y anaranjada, figuran hoy entre las democracias emergentes, fue porque sus líderes, imitando a los polacos y a los checoslovacos, incitaron a sus pueblos a que hincaran en tierra su irreductible dignidad.

Examinemos brevemente lo que aconteció en Polonia, que fue lo que provocó la reacción en cadena que dió al traste con el bloque soviético y les insufló valor y esperanza a todos los que añoraban la libertad. El 12 de diciembre de 1970, cuando el régimen comunista de Gomulka decretó un aumento significativo en el precio de los combustibles y la comida, los obreros de los astilleros de Gdansk se declararon en huelga y protestaron valientemente. Tras la brutal represión del ejército, 28 obreros murieron, 1200 fueron heridos y 3000 arrestados, sin contar las bajas en otras ciudades cercanas. Esta protesta obrera, repetida en 1976, culminó en otra mucho mayor en Gdansk en 1980, sólo que ésta contó con el apoyo adicional de los intelectuales anticomunistas y no se limitó a demandar mejores condiciones de vida. Exigió también respeto a los derechos humanos, apertura política y libertad.

De esta alianza surgió el movimiento de Solidaridad que lideró Lech Walesa. No lograron en 1980 todo lo que ansiaban; solamente el derecho a constituir sindicatos independientes. Pero aprovecharon esta coyuntura para transformar a Solidaridad, en unos doce meses, en un movimiento de resistencia cívica de carácter nacional que contó con diez millones de afiliados. Esta enorme ofensiva de la sociedad civil dió lugar a la imposición de la ley marcial en diciembre de 1981, y con ella vinieron las persecuciones implacables, los arrestos masivos y los asesinatos alevosos.

Los tanques aplastaron a Solidaridad, pero no la destruyeron. Persistió la lucha en la clandestinidad y continuaron las presiones, internas y externas, hasta que el régimen de Jaruzelski, ahogado económicamente, desmoralizado y sin la perspectiva o el deseo de una intervención militar soviética, accedió finalmente en 1989 a celebrar unas elecciones parcialmente libres. Éstas le dieron la mayoría parlamentaria a los candidatos de Solidaridad e hicieron posible la designación del católico anticomunista Tadeusz Mazowiecki como Primer Ministro de la nación – preludio del triunfo presidencial de Walesa.

¿Cuál fue la postura de la Iglesia en Polonia y del Vaticano durante este proceso? Antes del advenimiento de Su Santidad Juan Pablo II, puede decirse que primó la “ostpolitik” de la tolerancia y el acomodo para sobrevivir. Pero a partir del histórico peregrinaje del Papa a Polonia en 1979 (el primero de tres), todo cambió. El Pontífice galvanizó a sus compatriotas con la prédica del “no conformismo.” Sostuvo que la paz sólo podía fundarse en el respeto a la dignidad del ser humano y en el derecho de la nación a ejercer su libertad. Les infundió fe a los apáticos y los instó a no tener miedo. Cuando los tanques trataron de liquidar a Solidaridad, la Iglesia pasó de la contemporización a la protesta y de la inhibición a la resistencia, ofreciéndoles refugio a los perseguidos, diseminando material de propaganda, y alentando a todos los feligreses. Esto le costó la vida al Padre Jerzy Popieluszke, mártir de la enhiesta cristiandad.

¿Y qué hizo la administración de Reagan? ¿Trató acaso de evitar la desestabilización de Polonia? Todo lo contrario: la estimuló y apoyó. Reagan y sus asesores consideraron que, para ganar la lucha contra el comunismo internacional, no bastaba la política reactiva de contención; había que tomar la iniciativa e intensificar las presiones para alcanzar la ansiada meta de liberación. Con ese fin, el Presidente firmó en 1982 y 1983 tres directivas de seguridad nacional muy confidenciales, que autorizaron la ejecución de medidas enderezadas a quebrar la economía de la Unión Soviética y a subvertir su imperio mediante la ayuda clandestina a los grupos internos que promovían la resistencia. Las prioridades fueron Polonia, Checoslovaquia y Afganistán.

En lo que respeta a Polonia, los Estados Unidos le ofrecieron a Solidaridad amplio apoyo financiero, logístico y de inteligencia para que pudieran reconstituir sus fuerzas, abatidas y fragmentadas bajo la ley marcial. La CIA pasó a ser, en gran medida, los ojos y oídos de Solidaridad. Por vías diplomáticas y clandestinas, llegaron a Polonia manuales de entrenamiento y fondos para fortalecer el “underground,” técnicas de desinformación y guerra psicológica, imprentas, libros, y equipos electrónicos de comunicación. Éstos les permitieron a los cofrades de Lech Walesa, cuando la resistencia parecía agotada, interferir programas radiales de la tiranía con el grito esperanzador de “¡Solidaridad Vive!”

He traído a colación estos antecedentes históricos, no porque crea que el caso de Cuba sea igual al de Polonia o al de los otros países que conformaron el bloque soviético. Las condiciones internas y externas son distintas. Pero hay algunas enseñanzas que pudieran ser útiles de cara al futuro de nuestra Patria.

Para efectuar el tránsito, con justicia y libertad, a un estado de derecho en Cuba, no bastará con la muerte de Fidel Castro, ni con la supuesta sucesión pragmática y conciliadora de su hermano – mito engañoso que yo llamaría el espejismo del raulismo. Será esencial el desmantelamiento del régimen y de su aparato totalitario. Esto quizás no se logre de un golpe, por lo que habrá que aprovechar cualquier fisura, no para negociar reformas cosméticas que legitimarían y prolongarían el continuismo, sino para extender la resistencia más allá de la heroica pero limitada oposición existente hoy en la isla.

Esa tenaz resistencia la mantuvieron los polacos, aun bajo la ley marcial, hasta forzar el reconocimiento de Solidaridad como uno de varios partidos políticos, y lograr la celebración de elecciones parciales con suficientes garantías. Y esa misma resistencia la esgrimieron los checoslovacos, siguiendo el camino allanado por los polacos. En la fase final, los abanderados de la “revolución de terciopelo” movilizaron a la sociedad civil y la mantuvieron virtualmente alzada durante seis semanas en la plaza de Wenceslao, hasta llegar a expulsar del poder al tirano Husak y sus secuaces e instalar en el castillo presidencial al insigne Václav Havel.

Más difícil será, probablemente, la alborada en Cuba. Requerirá, en todo caso, de un fuerte y sostenido empujón final de la ciudadanía envalentonada, gritando a todo pulmón: ¡BASTA YA! Esperemos que, llegado ese momento, el ejército, hasta ahora sumiso, se incline del lado del pueblo; que el episcopado, bastante cohibido, con honrosas excepciones, abandone su actual pasividad y respalde la lucha, y que Washington, semiparalizado por el temor a la inestabilidad en la isla, apoye resueltamente la liberación de Cuba, sin la cual no habrá ni paz ni estabilidad en este hemisferio.

Nuestro más férvido anhelo es que la redención de nuestra Patria se logre sin más derramamiento de sangre. Pero como sentenciara el Apóstol de nuestra independencia, “la libertad cuesta muy cara, y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio.”



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