Y SIN EMBARGO, PERVIVE

Por Néstor Carbonell Cortina


El señor Jorge Sanguinetty, en su artículo El Fetiche de la Constitución de 1940 publicado en El Nuevo Herald el 3 de octubre pasado, comenta uno mío y se refiere encomiásticamente a mi libro Grandes Debates de la Constituyente Cubana de 1940, cortesía que agradezco.

Sin embargo, el señor Sanguinetty arremete contra la Carta del 40 y contra la República que, según él, "nunca existió," y pregunta "¿qué fascina tanto de la Constitución del 40 que impide a muchos pensar más crítica y creativamente?" Precisa aclarar que a la Carta del 40 no le han faltado analistas sosegados que reconocen, como yo, sus defectos; defectos corregibles que no eclipsan sus aciertos. Pero no creo que haya muchos demócratas cubanos que, ante el naufragio patrio sin asideros, se empeñen en "enterrarla" como "fetiche."

Fascina la Constitución del 40 porque con su promulgación se cerró una década de convulsiones y se logró un consenso nacional en torno a una Carta considerada como fórmula democrática y progresista de equilibrio social. Fascina porque, bajo su égida, Cuba con sus baches prosperó y se crearon instituciones fundamentales como el Banco Nacional, el Banco de Refacción Agrícola e Industrial, la Sala de Garantías Constitucionales y Sociales, y el Tribunal de Cuentas, entre otras. Fascina porque ni los tanques ni los paredones lograron erradicarla totalmente de la conciencia ciudadana.

La Carta del 40 fue el leitmotiv de la oposición contra Batista, y, tras la vil estafa de Castro, aglutinó al Frente Revolucionario Democrático, galvanizó al clandestinaje, inspiró a la Brigada 2506, y hoy la invocan simbólicamente, como entronque con el pasado y puente hacia el futuro, figuras respetables del exilio y de la disidencia en Cuba.

Se alega en el artículo mencionado que la Carta del 40 impide el desarrollo de la economía de mercado por ser demasiada nacionalista e intervencionista. Pero aun con algunos excesos, la Constitución hizo posible que Cuba antes de Castro figurase entre los tres países de Latinoamérica con el más alto estandard de vida. Y como apuntara el prestigioso profesor Theodore Draper, el ingreso per cápita de Cuba en 1958 era casi tan alto como el de Italia, y bastante más alto que el de Japón.

Si la Constitución del 40 fuese colectivista, Castro, quien prometió restablecerla, no se hubiera apresurado a aniquilarla. Y si fuese contraria a la economía de mercado, los representantes en el exilio de todos los sectores de la producción no estarían abogando por restaurarla. Lo cierto es que hay pocas Constituciones en el mundo que aventajen a la del 40 en la protección y defensa de los grandes puntales de la libre empresa: el derecho a la propiedad privada (garantizado al máximo en el artículo 24), la santidad de los contratos (consagrada en los artículos 22 y 23), y la independencia de las instituciones privadas de previsión y cooperación social (salvaguardada en el artículo 279).

Y si analizásemos todos los derechos individuales que sirven de coraza contra las intervenciones abusivas del estado, veríamos que los artículos de la Carta cubana (20 al 40) son más categóricos que los postulados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Las Constituciones no son documentos de academia, sino pactos sociales que reflejan la conciliación de criterios divergentes. La Constitución norteamericana fue un "bundle of compromises" entre los Federalistas y los antiFederalistas. La cubana también lo fue, y el balance que en ella se logró, sin ser perfecto, evitó los extremos del laissez faire anárquico y del intervencionismo asfixiante.

Imputarle a la Constitución de 1940 el desplome de la República sería tan absurdo como culpar a la Constitución de Weimer de la caída de Alemania bajo Hitler. Las Leyes Fundamentales, por buenas que sean, de poco sirven si fallan las agencias humanas encargadas de interpretarlas, ejecutarlas y cumplirlas. Para superar los fallos y las crisis, los pueblos requieren de maduración y tiempo. Inglaterra, con su célebre Carta Magna y convenios posteriores, tardó más de seis siglos en consolidar su monarquía parlamentaria, pasando por la decapitación de Carlos I, la dictadura de Cromwell, La Gloriosa y los burgos podridos. Y Estados Unidos, con su flamante Constitución enmendada 27 veces, tardó casi 180 años en otorgarles plenos derechos a todos sus ciudadanos, sin distingos raciales, pasando por una guerra civil con 600,000 muertos.

Concluyo estas reflexiones reiterando que la Constitución de 1940 puede y debe jugar un papel importante en la transición democrática después de Castro. Es nuestra única Carta legítima, no abrogada debidamente, que puede ponerle fin a la usurpación y servir de puente con garantías para todos. Algunos de sus preceptos serían inaplicables, pero habría los suficientes para pacificar y levantar el país, y sentar las bases institucionales necesarias para celebrar elecciones pluripartidistas.

Cuando llegue ese día, los mandatarios del pueblo cubano decidirán si quieren actualizar y reformar la Carta del 40 o "enterrarla" y sustituirla por otra. Que cada quien opine como quiera sobre estas opciones. Pero si el objetivo es la democracia, sólo hay una forma de zanjar el debate: con los votos en una Cuba libre.


FIN



Éste y otros excelentes artículos del mismo AUTOR aparecen en la REVISTA GUARACABUYA con dirección electrónica de:

www.amigospais-guaracabuya.org