LA HORA CERO DE LA VERDAD

Por Néstor Carbonell Cortina


Las ruinas humeantes de las Torres Gemelas y los cuerpos calcinados por la explosión son testimonios de lo peor y de lo mejor de la especie humana. Allí convergieron la vileza de los que cometieron el horrendo crimen, y el altruismo de los que cayeron devorados por las llamas tratando de salvar vidas.

No es novedad el terror como método brutal de violencia indiscriminada para intimidar, sojuzgar y exterminar. Atila lo aplicó al asolar las Galias; Robespierre lo consagró en su Comité de Salvación Pública; los nihilistas del siglo XIX lo elevaron a la categoría de sistema, y los regímenes totalitarios en Europa, Asia y en nuestro propio patio lo perfeccionaron como técnica de yugulación.

Lo que tiene de novedoso y espeluznante el terrorismo contemporáneo es que sus tentáculos y fuentes de financiación, entrelazados a veces con el narcotráfico, son globales; su engranaje conspiratorio-militar es amorfo, evasivo y difuso; sus bases de operación, resguardadas por Estados cómplices, son multicontinentales, y su potencial de destrucción, magnificado por la tecnología y por contingentes de suicidas, es cataclísmico.

¿Qué es lo que engendra el terrorismo actual? ¿Qué mueve, por ejemplo, a los militantes de Al Qaeda, Hamas, Hezbollah, ETA, IRA y a los narcoguerrilleros comunistas de la FARC? Hay diversidad de factores étnicos y querellas históricas que galvanizan a cada grupo. Pero por encima de las diferencias que tipifican su fanatismo ideológico, político o religioso, hay un común denominador de resentimiento social, de envidia y de odio implacable a los valores de Occidente y a la superpotencia que, con sus defectos, los simboliza. Este sombrío y elástico maridaje de conveniencia, inflamado por el antiyanquismo, se nutre también del combustible subversivo que emana del movimiento contra la globalización y de sus corrientes tributarias como el Foro de Sao Paulo.

Pero lo que le ha dado mayor ímpetu al terrorismo contemporáneo, más que el odio que lo procrea, ha sido la impunidad que lo estimula. Es decir, la posibilidad de amenazar, aterrar y atacar reiteradamente sin que la reacción sea lo suficientemente fuerte y efectiva para eliminar o anular los elementos de agresión. Son bien conocidas las consecuencias funestas del apaciguamiento a Hitler. Y todavía se está pagando, con sangre, dolor y convulsión, la interminable impunidad de Castro-máximo líder del terrorismo y la subversión en tres continentes.

Estados Unidos, blanco principal de casi todos los movimientos terroristas internacionales, subestimó el peligro que éstos representan. Habiendo emergido victorioso de la Guerra Fría, y confiando excesivamente en su supremacía económica, técnica y militar, Washington consideró que el terrorismo era un fenómeno preocupante, pero no una amenaza directa al país. Por eso no suprimió ni atemperó las restricciones que maniataron a sus servicios de inteligencia e inmigración y les restaron efectividad operacional. Por eso no tomó las medidas adecuadas para fortalecer la seguridad interna contra el terrorismo foráneo.

Este gran país no le prestó mucha atención al peligro de la llamada guerra asimétrica de los terroristas, ni aun después que la secta Aum Shinrikyo lanzó gases venenosos en cinco trenes subterráneos en Tokío, matando a doce personas e intoxicando a más de cinco mil. Esta miopía llevó al Pentágono a afirmar, bajo la influencia de una espía de Castro, que el régimen cubano, poseedor de la tecnología e instalaciones necesarias para el bioterrorismo y la guerra electrónica, no constituía una amenaza estratégica para Estados Unidos.

De cara al Oriente Medio, el error más grave de Washington y sus aliados fue haber detenido en Iraq el avance arrollador de sus tropas sin antes acabar con la Guardia Republicana que sostiene a Saddam Hussein. En lenguaje taurino, se rejoneó al miura sin liquidarlo. La impunidad del tirano de Bagdad, en su contínuo desafío a Estados Unidos y a la O.N.U., incitó a Osama bin Laden y a sus cohortes y padrinos a llevar a cabo diversos actos terroristas, incluyendo los ataques dinamiteros a las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, al World Trade Center (primer atentado), y al barco USS Cole, con un saldo de más de 250 muertos. Tibia y teatral fue la reacción del gobierno de Clinton, dando a entender que, frente a esos hechos barbáricos, Estados Unidos sólo lanzaría algunos misiles, pero no comprometería ninguno de sus soldados.

Tras la hecatombe del 11 de septiembre y el trágico despertar de este noble y valeroso pueblo, mucho ha cambiado. Se irguió el coloso, transido de dolor y presto a combatir, como aconteció al producirse el ataque artero a Pearl Harbor. El Presidente Bush, con plenos poderes, respaldo mundial e impresionante despliegue de fuerzas, inició una campaña multidimensional para capturar a los culpables y eliminar los centros de incubación, suministro y exportación del terrorismo. Quiera Dios que esta campaña, cuyo primer frente es Afganistán, no se frustre con arreglos transitorios u operaciones a medias. Para lograr el objetivo final, hay que llegar a erradicar, con el apoyo de elementos nativos, las madrigueras letales del terrorismo y la subversion, incluyendo las que anidan los regímenes criminales de Bagdad y La Habana.

Ha llegado la hora de la acción coordinada, sostenida y resuelta. No se trata de revancha, sino de legítima defensa. No se ansía vengar a los muertos, sino evitar nuevas víctimas. Es deplorable la guerra, pero no habrá paz sin luchar. Es riesgosa la defensa de la libertad, pero más lo es la agresión de quienes la hieren con total impunidad.


FIN



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