EL REDESCUBRIMIENTO DE LA CONSTITUCIÓN DEL 40Por Néstor Carbonell Cortina Muchos me han preguntado qué me movió a publicar ahora los Grandes Debates de la Constituyente Cubana de 1940. Uno de los motivos fue contribuir a ilustrar a los jóvenes cubanos de ambas orillas que poco conocen de lo bueno y fecundo de la Cuba antes de Castro. Lo que no ha sido deformado por el régimen comunista, con mentiras esparcidas dentro y fuera de la isla, ha sido aviesamente silenciado. También he querido refrescar la memoria de aquellos mayores que sólo conservan un recuerdo neblinoso de lo que fue la obra cumbre de la República. Al leer los debates, tanto los pinos nuevos como los añosos podrán descubrir o redescubrir un capítulo brillantísimo de nuestra historia. En ese capítulo, cubanos representativos de todos los partidos políticos, tendencias ideológicas y capas sociales superaron violentos antagonismos para elaborar una Constitución, que, aun con sus defectos, fue una de las más progresistas y equilibradas de su época. Por algo la prestigiosa Comisión Internacional de Juristas de las Naciones Unidas reconoció que la Carta de 1940 "se caracteriza por traducir un raro equilibrio entre las estructuras republicanas, liberales y democráticas y los postulados de justicia social y promoción económica." A través de los debates, puede el lector no versado en leyes asomarse a la Constituyente del 40, en plena y creadora ebullición, sin tener que adentrarse en el tupido bosque del frío articulado. Con un poco de imaginación, puede uno escuchar, entre otros, a estos convencionales: Coyula defendiendo la invocación a Dios, Guas Inclán apoyando la igualdad racial, Chibás rechazando las confiscaciones, Hernández de la Barca oponiéndose a la pena de muerte, Rey Perna manteniendo la irretroactividad de las leyes civiles, Mañach exaltando la educación privada y religiosa, Zaydín abanderando la libertad de prensa, Álvarez de la Vega proscribiendo los partidos totalitarios, Cortina proponiendo el régimen semiparlamentario, Márquez Sterling agilizando con maestría los debates. No faltaron en las sesiones contrapunteos chispeantes con los comunistas, como éste. Casanova: "¿Cree [el Sr. Roca] que podría manifestarse en el parlamento de Rusia con la libertad con que se produce aquí?" Ferrara: "Sí, pero una sola vez." Blas Roca: "Yo podría decir [allí] todas estas cosas." Núñez Portuondo: "Pero en español, no en ruso." Aparte del valor histórico que tienen los debates y la Carta del 40, éstos cobran relevancia hoy en que, ante el desgaste progresivo del tirano, muchos se preguntan qué Constitución debe regir en una transición verdadera, no amañada, después de Castro. Digo esto, porque habrá seguramente un intento inicial de sucesión sin amplia apertura. Hay quienes piensan que lo mejor o más realista sería enmendar la Constitución de Castro reformada en 1992. Pero, ¿cómo democratizar una Constitución que no otorga derechos sino concesiones revocables, que subordina el ejercicio de las libertades a los fines comunistas, y que consagra en su propio articulado el estado hipertrófico que todo lo controla y todo lo decide? ¿Cómo estructurar la transición tomando como base un engendro totalitario que simboliza la tiranía? Eso no es realismo, sino continuismo. Hay otros que plantean la urgente necesidad de convocar a una Convención Constituyente. Pero esto lleva tiempo, porque antes habría que pacificar el país, desmantelar el aparato represivo, organizar los partidos políticos y sentar los cimientos de un estado de derecho. Sin esa infraestructura y período de sedimentación, la Convención podría degenerar en la anarquía o incubar un nuevo despotismo. Las asambleas y consultas populares no siempre persiguen fines democráticos. Napoleón se valió del plebiscito para legitimar su imperio, y Hitler lo utilizó cuatro veces para barnizar y remachar su tiranía. Tampoco resolvería el problema una nueva Constitución sin mandato nacional e impuesta por decreto. Si queremos ponerle fin a la usurpación en Cuba y asegurar una transición democrática, la única Carta Fundamental con visos de legitimidad que ofrecería garantías a todos los ciudadanos, incluyendo a los funcionarios civiles y militares comprometidos con el régimen, es la Constitución de 1940. No todos sus preceptos serían aplicables, pero los derechos individuales y muchos de los sociales servirían de base constitucional hasta que los representantes electos del pueblo cubano decidan si quieren actualizar la Carta del 40, corrigiendo sus defectos, o sustituirla por una nueva. La mejor manera de iniciar el tránsito a la democracia sería proclamando en el Capitolio Nacional que el paredón infamante y las turbas frenéticas no son fuentes de derecho, y que la única autoridad legítima para abrogar o reformar la Constitución del 40 es la urna libre. Tal vez tuvo presente este principio René Gómez Manzano, el líder de la disidencia interna que con mayor detenimiento ha estudiado distintas alternativas constitucionales, cuando afirmó que "si las únicas opciones posibles [durante la transición] fueran las de mantener el texto supralegal que exhibe actualmente el gobierno comunista o restablecer la Constitución de 1940…, apoyaría sin la menor vacilación la segunda variante." ¿Será un sueño enarbolar en la transición la Constitución del 40 como fórmula democrática de concordia nacional? Quizás lo sea. Pero no olvidemos que toda acción proviene de una idea, y que toda idea nace de un sueño. FIN Néstor Carbonell Cortina
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