TIRANÍA, DEMOCRACIA Y LEGITIMIDAD

Por Néstor Carbonell Cortina


Distinguidos compatriotas, dentro y fuera de Cuba, creen haber encontrado en la llamada Constitución del régimen de Castro de 1976, reformada en 1992, la base legal para demandar que se consulte al pueblo, mediante un referéndum, sobre ciertas reformas democráticas. La intención es respetable; el objetivo es loable, pero el procedimiento es cuestionable. Y las implicaciones preocupantes.

Digo esto sin petulancia ni ira divisionista, con estudio y propósito constructivo. Soy de los que lamentan sinceramente que una iniciativa que lleva el nombre venerable de Varela y que cuenta con el respaldo de personas y organizaciones dignas de aprecio, esté viciada de origen y pueda sentar un precedente funesto.

Invocar una Constitución ilegítima para alcanzar la legitimidad es, a todas luces, un contrasentido, y pretender ejercer derechos al amparo de una Constitución que implícitamente los niega, no deja de ser un absurdo. Ni la Constitución de 1976, ni la reforma de 1992, dimana de la voluntad del pueblo expresada libremente por conducto de sus legítimos mandatarios. Ambos documentos fueron elaborados y aprobados bajo un régimen que sostiene que la "pluralidad de ideas" es la que emana del "partido único (comunista) como fuerza dirigente superior de la sociedad y del estado." Así se explica que el texto constitucional de base haya sido aprobado por el 96% de los ciudadanos con "derecho al voto"-alquimia electoral perfeccionada por los sistemas totalitarios, que no toleran el disentimiento ni las desviaciones ideológicas.

En cuanto al supuesto derecho a demandar que se consulte al pueblo sobre posibles reformas democráticas, cabe formular algunas observaciones de rigor. De acuerdo con el artículo 88 g) de la Constitución de 1992, los ciudadanos, en un número no menor de 10,000, pueden presentar iniciativas de leyes (incluyendo peticiones para celebrar referéndums). Pero presentar una iniciativa de nada sirve si no es aprobada por los turiferarios del régimen que integran la Asamblea Nacional del Poder Popular (artículo 75). Y en caso de ser aprobada, le corresponde al Consejo de Estado que preside Castro "disponer lo pertinente para realizar referéndums" (artículo 90).

Por lo tanto, la proyectada demanda de 10,000 firmantes de que se consulte al pueblo no es, en realidad, un derecho exigible, sino una simple y peligrosa petición al mandamás. Lo cierto es que el referéndum sólo se aprobaría si le conviene a Castro y bajo las condiciones que éste determine, es decir, manteniendo intacto el aparato totalitario, como lo hizo para lograr el apoyo casi unánime a su Constitución.

Interesa aclarar que un referéndum o un plebiscito no es siempre deseable. Cuando lo celebran gobiernos democráticos, como el de De Gaulle, o gobiernos autoritarios que ofrezcan garantías y se sometan al veredicto popular, como el de Pinochet en su fase final, la consulta suele ser provechosa. No así en los casos de déspotas que utilizan el plebiscito para dar apariencias de legitimidad o para tratar de justificar su permanencia indefinida en el poder. Napoleón Bonaparte lo utilizó en 1802 para convertirse en emperador. Napoleón III siguió su ejemplo. Lo mismo hicieron los dictadores europeos del pasado siglo, incluyendo a Hitler, y algunos en nuestra América.

Se dice que en Cuba no se correría ese peligro porque Castro nunca accedería a un referéndum democratizante, ni siquiera amañado. Se argumenta, en cambio, que la movilización de los disidentes para recoger las firmas, al amparo del artículo 88 g) de la Carta de 1992, colocaría al tirano a la defensiva y le impediría tomar represalias contra los firmantes porque esto entrañaría una violación de su propia Constitución. No hay que entrar a discutir la tesis peregrina de que Castro se inhibiría por pruritos legales, ya que la arbitrariedad en Cuba ha sido, desgraciadamente, constitucionalizada.

En efecto, la Constitución que rige de facto en la patria cautiva, y que invoca el Proyecto Varela, no otorga derechos ni protege a nadie. Lo que da por un lado lo contradice o anula por el otro. Así, por ejemplo, la Constitución afirma estar inspirada en "el ideario de Martí" y, a la vez, en su antítesis: "las ideas político-sociales de Marx, Engels y Lenin." Reconoce en algunos casos la propiedad (socialista), pero autoriza la "confiscación de bienes como sanción por las autoridades." Crea tribunales de justicia, pero "subordinados jerárquicamente a la Asamblea Nacional del Poder Popular y al Consejo de Estado." Le otorga a la Asamblea Nacional "potestad constituyente y legislativa", pero establece que los elegidos bajo el sistema del partido único pueden ser "revocados de sus cargos en cualquier momento." En fin, "reconoce a los ciudadanos libertad de palabra y prensa," pero "conforme a los fines de la sociedad socialista."

Si alguien pusiese en duda la aseveración de que la Constitución de Castro no otorga ninguna protección ni da ningún derecho, yo lo invitaría a que leyese el artículo 62, que dice textualmente: "Ninguna de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo. La infracción de este principio es punible." ¿Y quien interpreta este artículo y señala lo que es "asociación ilícita," "propaganda enemiga," "acto contra la seguridad del estado," si no es la cúpula del partido comunista controlada por el tirano?

He ahí, a mi juicio, la mayor peligrosidad del Proyecto Varela: legitimar tácitamente una Constitución espuria; esparcir la ficción de que el régimen imperante en Cuba reconocería derechos ciudadanos; dar la impresión de que se podría celebrar un referéndum democrático sin antes desmantelar el aparato totalitario. Y aunque el Proyecto no cristalice ahora, se estaría sentando, con proponerlo, un precedente aciago para la transición después de Castro.

Las ideas tienen trascendencia; los símbolos tienen relevancia, y los procedimientos debidos (lo que los anglosajones llaman "due process") no son nimiedades legalistas. De ellos dependerán, en lo posible, la pacificación de la Cuba que emerja del vasallaje y el tránsito ordenado y justo a la legitimidad.

Si se quiere invocar algún texto constitucional para galvanizar la oposición en la isla en demanda, no de un referéndum controlado por Castro, sino de un estado de derecho y de plena libertad, invóquese la última Carta legítima de los cubanos, la de 1940, que el tirano prometió restablecer. Invóquese, si se quiere, a mayor abundamiento histórico, las Constituciones de Guáimaro, Baraguá, Jimaguayú, La Yaya, y la de 1901. Invóquese la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero no se enarbole hoy, ni se pretenda aplicar mañana, la malhadada Constitución de 1976, reformada en 1992, porque esa es Carta Magna de tiranía, patente de usurpación, y símbolo de indignidad.


FIN


Néstor Carbonell Cortina


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