¿QUO VADIS, VENEZUELA?

Por Néstor Carbonell Cortina


A los ocho meses de haber llegado Fidel Castro al poder, en la cresta del paroxismo popular, terminé un trabajo titulado "¿Hacia Dónde Vamos?" El preámbulo de ese ensayo lee así:

"Hace aproximadamente ocho meses que la nación cubana se halla como en el vórtice de un huracán. No ha habido, en este período, ni un solo instante de tranquilidad y sosiego. Todo ha sido transformación, vértigo y constante movimiento."

"¿Qué alcance tienen las medidas revolucionarias? ¿Qué fin persiguen? ¿Son el producto de la improvisación-inevitable a veces en épocas convulsas-o responden, por el contrario, a un plan preconcebido y rigurosamente estructurado? Dicho de otro modo: ¿Vamos a la deriva, dando bandazos, a merced de los caprichos y de las pasiones de los jerarcas revolucionarios, o vamos con intención aviesa, pulso firme y rumbo definido, proa al totalitarismo?"

El hecho de haber acertado, desgraciadamente, en mi pronóstico sombrío, no me da derecho a pontificar ahora, con tono magisterial, sobre lo que podría acontecer en Venezuela. Aunque viví con mi familia dos años en la patria de Bolívar, y algo sé de su historia colonial y contemporánea, no me las doy de zahorí, ni de gurú, ni de experto en cuestiones venezolanas.

Por otra parte, la génesis y desarrollo inicial del proceso revolucionario cubano bajo Castro y del venezolano bajo Chávez no son iguales. Las circunstancias que originan o caldean los movimientos históricos nunca se repiten con total identidad. Castro luchó contra una dictadura para restaurar la democracia, pero trocó el sufragio libre por su omnímoda voluntad. Chávez trató de derribar a un gobierno democrático, pero canjeó el fusil artero por un baño de legitimidad. Castro prometió restablecer la Constitución legítima de Cuba, pero la mutiló por decreto hasta lograr su extinción. Chávez juró sepultar la Constitución "moribunda" de Venezuela, y convocó para hacerlo una constituyente sin oposición. Castro no tuvo que liquidar instituciones ni ejércitos, ya que todos se desplomaron increíblemente a sus pies. Chávez sí tiene que lidiar con organismos diversos, pero ellos, en su descrédito, no constituyen ningún revés. Castro implantó el paredón de fusilamiento como ley señera de su revolución. Chávez no ha recurrido a represalias violentas, pero azuza a las turbas para esparcir intimidación.

Sí, hay factores o matices que diferencian los dos procesos, pero hay también tendencias afines que colocan a la revolución venezolana al borde del absolutismo frenético que atrapó a Cuba. La prédica taladrante y masiva que hoy emana de Caracas, (similar a la de Castro al escalar el poder), parte de la premisa de que todo lo hecho antes de la revolución es malo; de que todo lo que proviene del "establishment" pasado es corrupto. No creo que haya muchos venezolanos que nieguen la existencia de graves lacras y desigualdades sociales que hay que corregir. Pero martillar incesantemente consignas inflamatorias que exageran los males y condenan el pasado en bloque, sin atenuantes ni distinciones, es una manera de condicionar los reflejos de la población a lo Pavlov para hacer tabla rasa de la república y sus tradiciones. Es justificar todo género de experimentos de ingeniería social, sin debate ni confrontación. Es paralizar a los recalcitrantes, reales o sospechosos, con la amenaza de ser acusados de cómplices de un pasado aborrecible y corrupto.

Mas esta campaña no se queda en palabras. De las consignas a los hechos no hay más que un trecho. En Venezuela, bajo la hermética cúpula del poder, se elaboran listas secretas para remover de sus puestos y encausar, por incompetentes y corruptos, a cientos de jueces, oficiales y empleados públicos de todos los niveles. No es objetable, claro está, la formulación de cargos contra funcionarios venales, con las debidas garantías procesales. Pero destituciones en masa, basadas en úkases fulminantes de comités de salud pública o de otra denominación suelen ser la antesala de purgas revolucionarias para sembrar el terror y tiranizar el mando.

Opinan algunos que la revolución venezolana cuenta con amplio mandato popular para desarrollar sus objetivos radicales. Lo cierto es que sólo recibió una pluralidad de votos, es decir, menos de la mayoría de los electores. Esto basta, en algunos casos, para formar gobierno, pero no basta para suplantar todo el pacto social consagrado en la Constitución y rediseñar la República. Ni aún con pleno respaldo mayoritario puede una constituyente democrática usurpar los poderes del Estado, anulando la judicatura y suprimiendo el Congreso. Las elecciones son fuentes de derecho, pero no son patentes de despotismo. Las democracias se rigen por los dictados de las mayorías, pero con el debido respeto a los derechos de las minorías. Las revoluciones populares, aún aquellas que se someten al veredicto del sufragio, pierden su autoridad cuando cercenan el pluralismo y violentan las leyes dignificantes de la naturaleza humana.

Decía el patricio cubano Manuel Sanguily que "impunemente no se violan jamás las leyes naturales, que son más altas, mejores y más fuertes que todas esas leyes humanas, erróneas o pasajeras, esculpidas por el Estado en sus tablas de bronce, que pesan a menudo sobre los pueblos como inmensa lápida mortuoria de un inmenso sepulcro de vivientes."

Si la revolución venezolana, que alboreó para muchos como áurea esperanza, no rectifica su inclinación totalitaria y respeta las leyes naturales de que hablara Sanguily, me temo que se plantearían pavorosas interrogantes, ¿Atizaría la revolución, en su demagogia, el resentimiento social y las bajas pasiones que generan la lucha de clases? ¿Se sometería el sistema de propiedad privada y de libre empresa a las intervenciones arbitrarias de un Estado colectivista? ¿Se coartaría, directa o indirectamente, la libertad de asociación y de prensa so pretexto de mantener el orden público y defender la soberanía nacional? ¿Se completaría la militarización rigurosa de la política o la politización dogmática de los militares? ¿Se abrirían en el país esos surcos de odio y de sangre que desembocan indefectiblemente en la cárcel, el exilio o el cementerio? En fin, llegaría la revolución, en su desenfreno, a desbordarse más allá de sus límites territoriales, formando un triángulo subversivo de acero con el sátrapa del Caribe y los colombianos guerrilleros?

Quiera Dios que nada de esto acontezca: que sea sólo una pesadilla de insomnes alarmistas. Roguemos por que la revolución venezolana encuentre su cauce democrático para promover la cordura y el desarrollo económico y social bajo un Estado de Derecho anclado en la libertad. Y esperemos que el joven líder revolucionario, que aspira a ser bolivariano, recapacite y siga los consejos del Libertador al deponer sus poderes dictatoriales ante el Congreso de Lima en 1825: "Proscribid para siempre, os ruego, tan tremenda autoridad. ¡Esta autoridad que fue el sepulcro de Roma! Fue laudable, sin duda, que el Congreso, para franquear abismos horrorosos y arrostrar furiosas tempestades, clavase sus leyes en las bayonetas del ejército libertador. Pero ya que la nación ha obtenido la paz doméstica y la libertad política, no debe permitir que manden sino las leyes."

He ahí el dilema de la revolución venezolana en su hora estelar: abrazar la libertad con el desprendimiento de Bolívar, o caer en la opresión con la bajeza de Castro.


FIN



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