LA GRAN BATALLA DEL EXILIO
Por Néstor Carbonell Cortina


Fueron los romanos quienes le dieron nombre al destierro ("exsilium"), y fueron ellos quienes, para prevenir el olvido de la patria, solían llevar consigo, como perenne recordatorio, un puñado del terruño amado donde yacían las cenizas de sus antepasados.

Como los romanos de la Antigüedad, los exiliados cubanos nos hemos aferrado al simbolismo de los recuerdos para que no perezcan nuestras tradiciones ni decaiga nuestra rebeldía. En ese noble empeño, hemos a veces atizado discordias y cometido lamentables excesos. Pero en toda lucha por la libertad es preferible que se avive la militancia entre olas encrespadas de pasiones, a que se apague lentamente en el mar muerto de la indiferencia.

Casi todo el mundo reconoce y admira los éxitos de los desterrados cubanos en el campo profesional y empresarial, así como en el artístico, literario y académico. Pero no son muchos los que aplauden y apoyan su lucha denodada contra un régimen totalitario que ostenta estos dos récords: la más larga e implacable tiranía que ha padecido las Américas (40 años sin tregua), y la que ha provocado el éxodo del mayor número de exiliados políticos. Con sus descendientes directos, los exiliados de origen cubano suman hoy casi dos millones, o sea, cerca del veinte por ciento de la población insular.

Para nuestra sorpresa y desgracia, la geopolítica ha entorpecido la lucha azarosa del exilio. Por más de treinta años, el caso de Cuba quedó enquistado en la Guerra Fría. A fin de no provocar otra confrontación después de Bahía de Cochinos y de la Crisis de los Cohetes, las dos superpotencias coincidieron en mantener el "statu quo" en la isla. Bajo ese virtual protectorado, Washington únicamente alentó o toleró, por un tiempo, alfilerazos al régimen de Castro para tratar de frenar sus desafueros, pero no permitió ningún esfuerzo serio para desestabilizarlo o derrocarlo. El exilio cubano quedó prácticamente maniatado.

Esta situación no ha cambiado sustancialmente, aun después del desplome de la Unión Soviética. Washington sigue renuente a hacer o a permitir nada que pueda precipitar el cambio en Cuba. Aplica, con desgano, la terapia a fuego lento de un embargo cada vez más poroso, que no excluye conversaciones paralelas sobre un posible entendimiento con Castro.

Por otra parte, Europa, Iberoamérica y el Vaticano abogan por un mayor intercambio diplomático y comercial con Cuba para que Castro, libre de presiones externas, acceda a una apertura. Olvidan que los únicos tratos que acepta el tirano son de una sola vía: la que le traiga beneficios al régimen, sin limitar el poder omnímodo. Su técnica de negociación sigue el patrón de los soviéticos de antaño: lo mío es mío, y lo tuyo es negociable. Y mientras gana tiempo tomándole el pelo hasta el más pintado, contempla impasible, a lo Nerón, cómo el país se desintegra, se prostituye y se derrumba.

Ante este cuadro pavoroso, el exilio cubano no puede sentarse a esperar que surjan imponderables o que llegue el coágulo terminal. Tiene que sobreponerse al abatimiento, aguzar la inteligencia y tomar la iniciativa. Tiene que librar como pueda la batalla definitiva: la que acelere el fin de la agonía del pueblo cubano e impida que se frustre o mediatice su plena libertad.

Conscientes de este reto, las fuerzas dispersas del exilio militante tratan de coligarse y de encontrar puntos de convergencia en los principios. Loables son estos esfuerzos, aunque la unificación sea incompleta y aunque las tácticas sean disímiles. Lo importante es definir el objetivo central de la lucha, que no es sólo contra los hermanos que aherrojan a Cuba, sino contra todo intento de continuar la tiranía con reformas maquilladas, piñata nicaragüense repartida y equipo marxista-oportunista de relevo.

Afirman con acierto los líderes del destierro que para establecer un Estado de Derecho en Cuba hay que desmantelar el aparato totalitario, dejar sin efecto la Constitución comunista y convocar lo antes posible a una Asamblea Constituyente. Pero no dicen (algunos) qué Constitución debe regir durante la provisionalidad. ¿Será la que imponga por decreto la junta que emerja después de Castro? Si se desea ponerle fin a la usurpación y evitar nuevos descalabros, hay que restablecer las partes aplicables de la Carta Magna legítima de los cubanos -- la de 1940 -- que no ha sido abrogada por el pueblo, sino suspendida por la fuerza. Tiempo habrá después para actualizarla o reformarla por los canales apropiados.

Pero no bastan principios y estructuras para unificar y galvanizar al exilio. Se requiere un programa de acción muy definido que complemente todo lo bueno que, aisladamente, se esté haciendo en los distintos frentes.

En el campo de la publicidad, no sólo hay que seguir denunciando la supresión de los derechos humanos en Cuba y demandando la libertad de todos los presos políticos. Precisa rebatir con hechos y estadísticas el mito de los grandes logros revolucionarios en la educación y la salud pública. Hay que recabar la tecnología adecuada (avión C-130) para impedir que Castro continúe bloqueando las transmisiones a Cuba de TV Martí. Urge publicar en los principales periódicos de Europa y América una advertencia de los riesgos que corren los que, en contubernio con la tiranía en Cuba, trafican con propiedades robadas y explotan condiciones inhumanas de trabajo. Y hay que lograr que personajes de relieve internacional, como Margaret Thatcher, Jeane Kirkpatrick, Mario Vargas LLosa, Jean-Fran¸ois Revel y Lech Walesa, entre otros, firmen un documento de altura en contra de todo entente con el régimen de Castro y a favor de la libertad de Cuba.

En el frente congresional, interesa ampliar el respaldo al formidable triunvirato cubanoamericano en Washington, no sólo para impedir que se revitalice la tiranía con transfusiones financieras, sino también para lograr que se le otorgue a la oposición en Cuba la misma ayuda que recibió el movimiento de Solidaridad en Polonia. Y en el frente diplomático, es imperativo elevar el perfil del destierro en el Vaticano, las cancillerías y los organismos internacionales, y evitar que la Cumbre de Iberoamérica, programada para el año próximo en La Habana, convalide la tiranía con el silencio cómplice o el abrazo infame.

De cara al futuro, hace bien el destierro en preparse para participar en la renovación política, económica y moral de Cuba, estudiando los aciertos y errores de Europa del Este, y movilizando los recursos técnicos, financieros y humanos que se requieran. Pero no debe el exilio soslayar su deber primario en estos momentos, que es estimular y apoyar la resistencia cívica dentro de Cuba, y obtener el concurso de los que, estando en posiciones de influencia y de mando, pudieran inclinar la balanza en favor del cambio.

A ese fin, hay que contrarrestar el temor al exilio que les ha infundido Castro con el espectro de la revancha y el espanto del desalojo. Con sinceridad y urgencia, precisa revivir la fe y la confianza del pueblo secuestrado. Hay que reiterarle que los exiliados no regresarán a Cuba con ánimo de venganza, sino con sed de justicia. Su obsesión no será recobrar, sino emprender, reconstruir y sanar. Dígase una y mil veces que a los cubanos de las dos orillas podrá separarlos el mar, pero los une un hermoso cielo, que no es de nadie sino de todos los que ansían vivir sin odio, sin miedo y con libertad.


FIN



Éste y otros excelentes artículos del mismo AUTOR aparecen en la REVISTA GUARACABUYA con dirección electrónica de:

www.amigospais-guaracabuya.org