MITOLOGÍA DE LAS REVOLUCIONES

Por Néstor Carbonell Cortina


Siempre despierta interés el tema de las revoluciones. éstas son fascinantes como transformaciones históricas para quienes las estudian a distancia, y traumáticas como convulsiones sociales para quienes las sufren en carne propia. Por algo decía Octavio Paz que "las revoluciones comienzan como una promesa, se disipan en violenta agitación, y se congelan en sangrientas dictaduras."

Este tema cobra realce en el libro Mito y Espejismo de la Revolución, que acaba de publicar un notable escritor de la nación cubana del exilio, Mario LLerena. El autor analiza a fondo el engendro castro-comunista a la luz de otros partos dolorosos de la historia.

Se ha escrito copiosamente sobre la revolución cubana, pero Llerena la enfoca en su libro con singular perspectiva. él señala lo que tiene de "sui generis" (producto de circunstancias propias), y lo que tiene de comparable con otros fenómenos revolucionarios, como el jacobino y el bolchevique.

En Francia, el oleaje popular que comenzó a encresparse con la toma de La Bastilla en julio de 1789, parecía una simple revuelta para corregir o frenar los abusos de la monarquía absoluta dentro de un marco constitucional. Pero este movimiento de enorme efervescencia, que engendró la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se fue desorbitando y pervirtiendo con el tiempo.

La revolución cubana se asemeja, en sus prolegómenos, a la francesa. Surgió como una rebelión contra los desafueros de la dictadura de Batista, no para suplantar el orden constitucional, sino para rescatarlo de la fuerza. El restablecimiento de la Constitución de 1940 fue el objetivo fundamental de la lucha, y a su consecución se comprometieron todos los líderes oposicionistas e insurreccionales, incluyendo a Fidel Castro.

Al igual que en Francia bajo Luis XVI, el movimiento de protesta y resistencia en Cuba se fue pervirtiendo y radicalizando, debido a la obstinación de Batista y a la miope abdicación, en favor de Castro, de muchos de los líderes oposicionistas moderados. Al desplomarse la dictadura y crearse un vacío de poder, se impusieron los más audaces y prevalecieron los más pérfidos y los más taimados. Así, pues, lo que comenzó como una rebelión reformista para corregir abusos, pasó a ser una revolución totalitaria para abolir los usos.

Las circunstancias que facilitaron dicha perversión incluyeron: la descomposición de la sociedad civil, debilitada por la crítica feroz y maleada por la violencia y la corrupción; la insólita rendición incondicional de las fuerzas armadas a la caída de Batista, y la propensión del pueblo al virus de la demagogia revolucionaria, que tuvo su caldo de cultivo en centros universitarios y cenáculos intelectuales de izquierda.

Los ciudadanos más reflexivos e influyentes del país, en su gran mayoría, no vieron grave peligro en las ráfagas iniciales. Acostumbrados a las "revoluciones" pasajeras de oratoria inflamada y gatillo alegre, (en las que Castro dejó sus tempranas huellas), pensaron que la nueva revolución sería parecida a los brotes anteriores: más retórica que real; más exaltada que calculadora y sistemática; más borrascosa que implacable y permanente. Y no fue así. Castro hizo del verbo incendiario una inmensa tea, y de la utopía revolucionaria una monstruosa e interminable realidad.

Todos estos factores contribuyeron al ascenso de Castro, pero lo que le permitió perpetrar la gran estafa fue su habilidad para confundir, ocultar y engañar. Los tiranos revolucionarios, desde Robespierre hasta Lenin, Mussolini y Hitler, han empleado la mentira para allanar los obstáculos y lograr sus objetivos. Pero ninguno como Castro negó en forma tan artera y categórica su ideología y sus designios, y ninguno se jactó tanto como él de haber embaucado a la nación.

De Robespierre, Castro tomó el terror revolucionario, sustituyendo únicamente la guillotina por el paredón de fusilamiento. Y de Hitler y Mussolini copió los actos multitudinarios para manipular a las masas, hacinadas como rebaño, y atizar las bajas pasiones que generan el odio, la envidia y el resentimiento.

Asimismo, Castro se valió como nadie del instrumento poderoso de la televisión para martillar sus consignas y fomentar el culto a su personalidad. Así pudo sugestionar y ablandar a la población, para después subyugarla.

No puede decirse con propiedad que Castro traicionó su revolución. Esta nació en enero de 1959 con molde comunista, y se desarrolló después con rigor estaliniano. Castro, sí, traicionó sus promesas de restauración constitucional y reformas democráticas, y traicionó a Cuba, sometiendo su soberanía a los dictados del imperialismo soviético.

La instauración del régimen de Castro es imputable, desde luego, a los cubanos -- cegados primero por el fuego fatuo de la prédica revolucionaria, y aletargados después por el mito geopolítico de las 90 millas, según el cual no podía perdurar una base comunista tan cerca de la Florida.

Pero aun reconociendo la plena responsabilidad cubana en este proceso, no puede eximirse de culpa a los Estados Unidos. éstos subestimaron la virulencia expansiva del castro-comunismo, y, al abandonar a los expedicionarios en Bahía de Cochinos, le dieron pie a la Unión Soviética para emplazar en Cuba armas estratégicas, que pusieron en peligro la paz mundial. El desenlace de la crisis de los cohetes, encuadrado en el pacto Kennedy-Khruschev, fue en verdad funesto. No sólo liquidó la resistencia dentro y fuera de la isla, sino que le permitió a Moscú utilizar a Cuba como plataforma estratégica para subvertir impunemente a tres continentes.

Muy caro han costado estos errores en vidas humanas, convulsiones sociales y destrucción de riquezas. Pero ya se aproxima el capítulo final de esta tragedia. A la revolución castrista le falta hoy credibilidad y fuerza para continuar su trayectoria inexorable. Sin los sueros artificiales de la Unión Soviética, el desgaste del régimen es progresivo, y el descrédito de su sistema, irremediable y total. Su único sostén -- el tirano envejecido -- comienza a tambalearse, y no podrá perpetuar su satrapía ni imponerle al pueblo cubano dinástica sucesión.

A pesar de las corrientes apaciguadoras que pretenden apuntalarlo, el régimen habrá de caer por "implosión" o explosión, por razones biológicas o causas artificiales. Entonces comenzará la titánica pero gratificadora tarea de la reconstrucción de Cuba, basada en los principios cardinales de democratización política, liberalización económica y regeneración moral, plasmados en la legítima Constitución de 1940.

En ese empeño, no pueden de nuevo los cubanos dejarse hechizar por utopías revolucionarias, tentaciones totalitarias o teorías extravagantes de ingeniería social. Sirva la trágica experiencia del presente de enseñanza, admonición y vacuna contra todo intento futuro de hacer revolución sin libertad, sin justificación y sin consentimiento.

La Cuba que emerja de las tinieblas del castro-comunismo sólo necesitará una revolución, en palabras de Martí… "la que no haga presidente a su caudillo, la revolución contra todas las revoluciones: el levantamiento de todos los hombres pacíficos, una vez soldados, para que ni ellos ni nadie vuelvan a serlo jamás.»


FIN



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