REINAR DESPUES DE MORIR por Mario J.Byrne La frase que da título a este artículo se asocia , al menos entre los enterados de la literatura española y la historia de Portugal, con el efímero reinado sobre los portugueses de alguien que tenía el mismo apellido de los Castro y que vivió y murió en el siglo catorce. Estoy hablando de Inés de Castro, una dama bellísima que fue amante de Pedro el Justiciero, rey de Portugal, cuya trágica historia recogieron varios dramaturgos, tanto en España como en Portugal (Camoens, Juan Ruíz de Alarcón, entre otros). Tenía otra cosa en común con los Castro que hoy padece Cuba: su origen gallego. Había nacido en Galicia región que entonces, como ahora, estaba sometida a Castilla. La pobre Inés, llegó a Portugal acompañando, como dama de honor, a Constancia Manuel, princesa castellana junto a la que se había criado en el castillo de Peñafiel, cerca de Valladolid. Constancia estaba prometida al príncipe Pedro de Portugal, pero éste, al ver a las dos, de la que se enamoró perdidamente fue de Inés. Siendo como era el príncipe, se casó con la primera e hizo su amante a la segunda. Inés vivía en un palacio en Coimbra, cuando Constancia, después de parir un hijo endeble, se murió en otro parto. El rey Alfonso, que temía la influencia de Castilla en la corte portuguesa trató de convencer a su hijo para que desistiera de sus proyectos matrimoniales con Inés. Al no lograrlo, pues Pedro estaba realmente enamorado, decidió quitarla del medio. Por algún motivo, probablemente por los ruegos de sus nietos, ya que Inés le había dado varios hijos a Pedro y éstos eran unos niños pequeños, no tuvo valor para hacerlo él mismo y delegó en tres cortesanos para que hicieran el trabajo sucio. Estos sicarios se aparecieron en el palacio donde vivía Inés de Castro junto con sus hijos y la degollaron. Pedro, al morir su padre subió al trono y, después de vengarse de dos de los asesinos de Inés en la forma más espantosa (el tercero se escapó a Francia) decidió desenterrarla y, diciendo que se había casado legítimamente con ella, la sentó en el trono, la coronó reina y obligó a la nobleza lusitana a rendirle pleitesía al cadáver. Esto último, aunque hay quien lo niega, fue objeto de un cuadro terrible del pintor Salvador Martínez Cubell, donde aparece el rey Pedro, sentado en el trono, con el cadáver de Inés a su lado, el príncipe heredero que era todavía un niño mirando intimidado la escena y los nobles, aún más intimidados, rodeándolos obsequiosos. Ahora resulta que hay otro Castro, también de origen gallego, que pretende seguir mandando en Cuba aún después de muerto. En este caso, por supuesto, no se trata de una historia de amor como la de Pedro e Inés, sino de odio. El odio que el dictador siente por los cubanos es tan grande que quiere seguir oprimiéndolos desde ultratumba. Los cubanos, claro está, después de cerca de cincuenta años obedeciendo órdenes están condicionados, como los perros de Pavlov, a salivar profusamente ante los caprichos del tirano. Pero esta vez es distinto. Aunque Castro todavía respire, como parecen indicar las fotos tomadas en el hospital donde está recluído , su aura de superhombre se ha venido abajo. El “caballo” se ha convertido en un penco miserable, cuyo fin está a la vista. Confinado a una cama, de la que probablemente no se levantará, está sin embargo decidido a hacer todavía todo el daño que pueda. Las explosiones de júbilo, perfectamente justificadas, de nuestro exilio deben verse acompañadas por una mayor dedicación a combatir ese régimen oprobioso y, sobre todo, por una mayor vigilancia. Nunca es una fiera tan peligrosa como cuando se encuentra acorralada y Castro lo está hoy, por la madre naturaleza. Debemos recordar que es en Miami donde Castro considera, con razón, que está el mayor núcleo de sus enemigos y que el terrorismo florece en un mundo, donde resulta sumamente fácil culpar a otro ( los musulmanes sin ir más lejos). Aunque parezca absurdo, no hay que descartar un último alarde castrista por perjudicarnos, ya sea física como políticamente. De su hermano, dipsómano y sedicente bisexual, tampoco puede dudarse nada. Este personaje repugnante, al que buena parte de la prensa norteamericana trata hoy de pintar como “pragmático” y acomodaticio, fue el mismo que fusiló, personalmente y sin juicio previo, a cerca de 100 hombres en las afueras de Santiago de Cuba en 1959 y, lo que realmente debía meternos los monos en el cuerpo, el mismo que tenía hasta hace poco años en su oficina del MINFAR, un mapa de los Estados Unidos donde aparecían las ciudades de este país que hubieran debido( según él) ser blanco de ataques nucleares cuando la "crisis de octubre". Lo anterior, por supuesto, es una advertencia, pero también una especulación. De lo que podemos estar seguros, es de que la memoria del Castro presente no será venerada por los cubanos, tal como Pedro de Portugal veneró la de Inés. Y si aquel rey construyó un hermoso sepulcro donde enterrar de nuevo los restos de su amada y otro para él, frente al de ella, supuestamente para que fuera Inés lo primero que viera al despertar de la muerte el día del juicio final, los cubanos del futuro, donde quiera que esté la carroña castrista el día de la redención de la Patria, la tirarán al basurero de donde nunca debió haber salido... Fort Lauderdale, 14 de agosto del 2006
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