DOS HÉROES

por Marcelo Fernández-Zayas


Sentado sobre la arena contemplaba el amanecer. Gustaba ver salir el sol junto al mar. Era cuando el cielo se aclaraba tenuemente sobre el horizonte marino. Las olas dejaban de ser invisibles y adquirían blancas formas de espumas acariciando las arenas de las playas. Las primeras gaviotas, fugaces, volaban mudas sobre el mar, tímidas e indecisas como si el amanecer no fuera a convertirse en realidad. De pronto, aclarecía un poco más y asomaba un semi círculo de sol en la lejanía, donde el mar y el cielo se abrazaban. Después transcurrían cinco minutos de éxtasis e infinita paz. Y el diario milagro ocurría: ¡Amanecía en las playas de La Habana!

Ya el sol mostraba su arrogante y cálida presencia de Astro Rey. Las aves marinas convencidas ya del amanecer chillaban y jugaban en el cielo. Las olas besaban con impudicia las desnudas piernas y espaldas de las arenas. En el horizonte se veían las velas blancas de los barcos de pescadores que regresaban. En este momento el joven Gustavo se quitó los zapatos y caminó sobre las húmedas arenas, dejando huellas que pronto iban a ser borradas por el agua. En el aire había olor de sal y yodo. Regresó en busca de su auto con los zapatos en la mano.

Hacía tres años que Gustavo visitaba las librerías de libros viejos buscando ediciones agotadas de ejemplares de historia cubana. Después, los mandaba a encuadernar en cuero rojo con letras doradas. Poco a poco fue construyendo su biblioteca. Poco a poco fue adquiriendo profunda conciencia de su nacionalidad.

El pueblo cubano siempre luchó por mantener su propia identidad: no quiso ser español ni estadounidense. Fue una lucha en contra de la geografía distante de España y la cercana de Estados Unidos. Una constante batalla contra el dominio extranjero. Cuba es un pueblo vestido de risas con un espíritu serio y profundo. Desde muy temprano en sus anales la juventud cubana estuvo a la vanguardia de su destino. Tejiendo entre bromas y sangre su triste y heroica historia.

La Habana en 1960 era una ciudad que esperaba, divertía y se radicalizaba diariamente. Era una época de definiciones. La juventud de la isla se encontraba enardecida, dividida y presta a luchar. La moral de Cuba se había transformado. Todos querían divertirse antes de la inminente tragedia de la guerra civil. Día a día los amigos iban desapareciendo; unos rumbo al exilio esperando regresar después con las armas en la mano; otros para los campos de entrenamiento de las milicias revolucionarias. Todos querían disfrutar de música, aventuras y amores antes del conflicto. Vivían la vida al crédito de la suerte. Los hoteles y centros de diversiones no daban abasto. Se bailaba y amaba de día y de noche. Los amantes se despedían con la duda de no verse más.

De día y noche eran las reuniones partidarias, todo en secreto. Los que conspiraban en contra del gobierno y los que estaban defendiéndolo. La ciudad hablaba con cuidado y eufemismos. Muy pocos mostraban sus cartas en centros de trabajos o estudios. Los servicios de inteligencia del mundo operaban calladamente, pero en forma incesante en toda Cuba. Por las noches la dinamita opositora y los paredones de fusilamiento opinaban cruelmente de la política nacional. Mientras tanto los jóvenes dispuestos a morir pedían que sus parejas se definieran en una cama. Los más tradicionales se casaban; los otros hacían el amor con frenesí en forma casi abierta. Había que "vivir el momento" antes de la batalla y la posible muerte.

Gustavo Rivas era uno más que vivía tenso, agobiado y en peligro. En menos de un año todo había cambiado en su existencia. Vivía la doble vida de los conspiradores. En lo exterior asistía a la Universidad tratando de terminar sus estudios. Pero, en realidad se preparaba para otra guerra más. Tenía veintidós años, pero la experiencia de uno el doble de su edad. Empezó a los dieciocho como un estudiante revoltoso de la oposición y terminó como terrorista y guerrillero. Cuando creía que iba a tener un respiro, en 1959 al triunfo de la revolución, se dio cuenta que éste sólo era un alto al fuego y que la lucha continuaba. Se sentía traicionado y sin otra salida que la guerra. Veía con resentimiento que los apáticos y desentendidos de la lucha anterior eran los más radicales defensores de la cruel revolución.

El físico de Gustavo era compacto y fuerte como un boxeador. Tenía buena estatura sin ser muy alto. Pelo negro, mirada intensa y nariz griega recta. Sus carnosos labios cubrían parejos dientes. Sus manos parecían pertenecer a otro cuerpo, eran de dedos finos y largos más inclinadas al piano que al fusil. En su voz fuerte había un tono firme. Su mirada reflejaba la determinación de los héroes o mártires.

No culpaba de lo que sucedía en Cuba ni a soviéticos ni a estadounidenses. Se culpaba junto a su pueblo, a su cultura y tradición. Los culpaba por ese amor a los caudillos; a los "machos" de uniforme; a creer en palabras no en realidades. Cuba, al igual que toda Latinoamérica, era un país en busca de un mesías: una tierra prometida y fértil a cualquier dictador. Se veía magia y destino en la palabra revolución. Se creía que las soluciones domésticas se podían importar en forma de constituciones y doctrinas ajenas. Se prefería a las vírgenes de cuerpo aunque fueran polutas en el alma. Se cultivaban las soluciones rápidas.

Cuba siempre fue una carta a jugar en el tablero político internacional. Y, muchas veces, era carta jugada antes que comenzara el juego. El enfrentamiento entre Washington y Moscú no era por mejorar el destino de la isla sino consecuencia transitoria de una rivalidad entre el Este y el Oeste. Le correspondía a los cubanos exudarse del recipiente en que habían caído. Una trampa celosamente vigilada por dos animales ajenos a su fauna: el águila y el oso.

Guillermito Alvarado era un muchacho inteligente y un artista que prometía. Había nacido en Santa Clara en una casa muy pobre y había tenido que abandonar los estudios para trabajar en lo que pudiera encontrar. Pero, a pesar de su pobreza había avanzado en su educación yendo a la escuela por las noches y tomando clases de pintura. Sus amigos y hermanos se burlaban de él diciendo que la pintura era cosa de blancos. Guillermito siguió con sus clases de pintura aunque también creía que para un mulato pobre las cosas le iban a ser más difíciles. A la sazón contaba veinte años, pero era puro como niño de primera comunión.

Él era un hombre de media estatura y más bien delgado. Piel clara y algo rosada de mulato jabado; ojos achinados y expresivos; pelo ligeramente ensortijado de color castaño; cara sonriente y nostálgica; pelos en el mentón que prometían barba rala con el tiempo. Su físico era tan endeble que parecía no poder cargar más que sus pinceles de pintor. Reía con risa de infante avergonzado.

Políticamente Guillermito no estaba muy convencido de que la revolución iba a cambiar mucho las cosas para la gente de color, para él Fidel Castro era un blanco que no creía mucho en los negros. Guillermito estaba consciente de su raza negra todo el tiempo. Cuando vio a los soldados del Che Guevara entrar en Santa Clara se dio cuenta que entre ellos no había ni un negro. Por lo tanto decidió esperar lo que traía la revolución. Su corazón le aconsejaba júbilo, pero su vieja sangre de síntesis racial le dictaba cautela. Guillermito creía que él representaba por mulato y artista lo mejor de dos razas y culturas.

Los ricos y la clase media abandonaban a Cuba por centenares diariamente. Eran viajes al Norte, un centenar de millas de distancia física, pero una vida o una generación en lo histórico o emotivo. Los que no simpatizaban con la revolución comunista cubana expresaban su sentir en periódicos clandestinos y en la radio extranjera. Los revolucionarios condenaban estos actos pidiendo muerte al grito de: ¡Paredón! El único delito que éstos habían cometido era recordar al gobernante que había violado las reglas del juego. No podía explicarse como un pueblo compasivo en lo individual podía ser tan cruel en lo colectivo.

Se hablaba incesantemente de una invasión de estadounidenses para derrocar al régimen. Por las calles se veían hombres y mujeres en uniformes militares; unos del Ejército Rebelde y otros de milicianos. Por otro lado, quieta y clandestinamente costureras de la isla, de todas las clases sociales, hacían brazaletes y emblemas para los soldados que formarían el ejército invasor. Todo el mundo estaba definido de un bando u otro: no había neutrales. En Cuba no existía el color gris.

El mundo estaba polarizado y al parecer infecundo. Sólo existían dos ciudades que parían diosas libertarias: Moscú y Washington. O te aliabas con una o con la otra. El que pensaba como nativo era calificado como desviacionista o imperialista. Los que apelaban a la razón eran considerados locos por el mundo en pugna. Esta era la realidad del mundo en 1960.

Guillermito se había unido a las milicias revolucionarias de Santa Clara. El no hacerlo hubiera sido una autocondena de traición. Los blancos pobres y "gente de color" eran cartas jugadas. Santa Clara es una ciudad en el centro de la isla a 300 kilómetros al Este de la Habana. Ciudad vieja de antigua tradición liberal. Sus calles estrechas y limpias se mostraban prósperas, pero tristes. Sus habitantes compraron todo lo que estaba en venta en los comercios recién confiscados por el estado-- sobre todo velas y latas de sardinas. Eran éstos productos que auguraban huracanes o tragedias. Curiosamente, Cuba no cultivaba mucho el maíz que era el alimento habitual de indoamérica. En Cuba el maíz auguraba hambre y desolación. El maíz y su harina eran sinónimos de miseria. La sardina importada era el alimento de las emergencias. Más que alimentos las sardinas traían esperanzas.

En las escuelas de adoctrinamiento de las milicias Guillermito aprendió el manejo de las armas. Y se dio cuenta que había nacido para pintor no para soldado. No disfrutaba el olor del aceite y el frío acero de las armas, cosa que gustan a los que a los que las aman. Tampoco imaginaba, cuando esgrimía su fusil, ver un soldado yanki en la mirilla, sino causar dolor y una mancha letal roja escarlata en un pobre desconocido. Veía a los esperados invasores como personas a educar sobre pintura y los males del racismo. Los visualizaba como hombres que arrojarían los fusiles y se pondrían a contemplar sus cuadros de paisajes tropicales. El joven pintor sabía que pensaba como una abominación revolucionaria: un mulato pacifista. En las sociedades totalitarias los artistas tienen que pensar como el gran mecenas: el estado.

El comandante Gustavo tuvo que pasar a las fuerzas clandestinas opositoras a la revolución. Había sido reactivado en las fuerzas armadas y puesto al mando de un batallón de limpieza de "bandidos" en las montañas del Escambray en la provincia de Las Villas. Se negó a fusilar a los campesinos rebeldes opositores al gobierno, a sus antiguos aliados, y tuvo que desertar. Inmediatamente lo condenaron a muerte por traición. Los hombres y mujeres que un año atrás había que liberar eran fusilados si no aceptaban los términos de las nuevas libertades. Habían cometido el delito de pensar como campesinos, una clase retrógrada. Ellos no habían cruzado fronteras políticas; estas fronteras habían cruzado sobre sus cabezas y los encontró del lado enemigo.

Pasaba largas horas a solas en su escondite de La Habana pensando y esperando. Esos días de espera fueron de meditación, agonía y metamorfosis. Poco a poco, dejó de deleitarse con el olor de su pistola Brownin 9 mm. Es más la trasladó de debajo de la almohada a una gaveta del escritorio. Se acostó y pensó en Cuba, sus habitantes y sus empeños en influir en el resto del mundo. Cuando los políticos cubanos llamaban a una reunión callejera decían: "vamos a mostrar al mundo lo que pensamos". Cómo si el mundo estuviera solamente atento a lo que sucedía en Cuba. Era como si el pueblo no se resignara a vivir en aquel pequeño recipiente insular. Pensó que los cubanos creían que habían nacido con la misión de abandonar la isla y esparcirse por el mundo en son de conquista. Cuba era un país que había hecho del delirio una doctrina política. En fantasías vio al barbudo antillano encabezando a los hunos asiáticos en la figura de Atila; vestido de Juana de Arco enarbolando una cruz; cabalgando como un general francés por las heladas estepas rusas; con cara de Pancho Villa montado sobre su caballo el Siete Leguas; con recortado bigote de Hitler arengando al pueblo alemán. Pensó en su militarismo. Pensó en su oratoria delirante, pensó en... y quedó dormido.

Guillermito gustaba la placidez de las márgenes de los ríos. Visitaba el río Ochoa en la salida de Santa Clara y se ponía a observar el paisaje. Este era un riachuelo, íntimo y perezoso. Siempre se podía arrojar una piedra y alcanzar la orilla opuesta. En los estertores de las tardes sus aguas adquirían un tinte verdoso que las hacían misteriosas e insondables. A lo lejos, en un algarrobo, un sinsonte despedía la tarde con un trino lastimero como si llorara por la muerte de un amigo. Un pato multicolor abandonó el agua con un chillido sin eco. Se veía por entre las ramas de un caobo el sol en triste fuga. La poza de La Majagua en el río Ochoa contaba con muchas muertes de ahogados. Guillermito pensó como pintor y vio las azulosas caras de las víctimas; el color naranja del sol poniente; el verde claro de las escurridizas aguas. La noche comenzaba a caer y una temprana luna creciente empezaba a coquetear en el cielo. Regresó a su casa descalzo con los zapatos en las manos.

Los explosivos tenían diferentes características. La dinamita plástica era moldeable, se podía cortar con un cuchillo y, unas pocas onzas, con un detonador de lapicero que se injertaba en la misma, causaban gran explosión. Plástico y detonador, graduado a treinta minutos, se colocaban en una caja de cigarrillos vacía y se arrojaban debajo de automóviles u otros objetivos. Los cartuchos de dinamita se introducían en un tubo de acero con tapa horadada para la mecha que dependiendo de su largo demoraba la explosión. Las bombas caseras se hacían combinando el minio y el aluminio con detonador de mecha. Las granadas de mano se introducían en vasos de cristal y se les quitaba la espoleta, se colocaban en cualquier parte y cuando se rompía el vaso ocurría la explosión. Estas cosas las enseñaba Gustavo que usaba el nombre de Guzmán en su vida clandestina.

Las bombas eran las armas preferidas de los terroristas cubanos, las mismas no eran para matar cuerpos sino para infundir miedo en las almas. Nada más terrible que estar cerca de donde explota una bomba. El estallido ensordese primero y levanta humo y polvo en el lugar de la explosión. Después se siente un agudo zumbido en los oídos y un sentido de vacío en el aire. El mundo parece detenido en el reloj y hay una parálisis general, de pocos segundos, mientras que el aire lleva el acre olor de la dinamita. Esto era recordado por Guzmán con su cabeza hundida en la almohada. Los miembros de las células de acción y sabotaje, eufemismo para los terroristas, eran fusilados horas después de apresados. Sin embargo, abundaban los terroristas. Algunos practicaban el terrorismo por obligación revolucionaria, otros por vocación. Estos últimos eran reconocidos fácilmente por Guzmán en sus clases. Tenían la boca ensalivada y brillante de sólo hablar del tópico; los ojos con pupilas dilatadas y acariciaban tiernamente sus armas de destrucción. Guzmán los despreciaba intensamente. Eran personas que en las únicas causas que creían eran las que les proporcionaba el malvado placer del terror. Pero, eran un mal necesario, recordaban al pueblo que el gobierno era impotente.

El año 1961 comenzó en Cuba al ritmo de la dinamita y el paredón. Todos esperaban en Cuba la invasión yanki. No era asunto de sí, sino de cuándo y dónde; él por qué ya había sido explicado por gobierno y oposición. Gustavo, convertido en Guzmán, había cambiado de pensamiento, pero no de destino. No creía en el Comandante ni su lucha de clases, tampoco creía que su derrocamiento iba a parar la violencia que reinaba en Cuba. Sabía que su generación pertenecía a las generaciones perdidas que hay en todos los países. No creía en el totalitarismo imperante por ser este una doctrina de odios atávicos y reaccionarios, parapetada en una trinchera de supuesta igualdad; era una doctrina propicia a caudillos despiadados. ¿En qué era lo que él creía? En una sociedad donde no hubiera restricciones al pensamiento humano. ¿Existía esta sociedad?, Si no existía pudiera intentarse su creación en Cuba, pensaba. Creía, como muchos de sus compatriotas, que la palabra cubano era sinónimo de creación y milagro político.

Las pinturas de Guillermito no mostraban casi nunca el color rojo, preferían el azul celeste. Una vez cuando niño se cortó un pie con un vidrio de botella y pintó una figura con la sangre. La madre lo castigó y él prometió no pintar más en rojo. Pero, para otros la ausencia del rojo tenía un oculto significado político que lo hicieron sospechoso. Conociendo que no usaba el rojo, un miembro del Partido le preguntó que si había pintado algo con rojo revolucionario, la respuesta de Guillermito fue que la revolución no se expresaba en colores. Ajeno estaba el pintor que su respuesta le causaría problemas políticos.

En la ciudad de La Habana el cerco a Guzmán se iba cerrando. Escapó de ser apresado y se trasladó a Jagüey Grande en la provincia de Matanzas a esconderse con algunos colaboradores.

Mientras tanto el pintor viajó a la vecina ciudad de Cienfuegos a exhibir algunos de sus cuadros. El 17 de abril de 1961 Cuba reportó que estaba siendo atacada por una invasión de exiliados que había desembarcado por la costa centro sur de la isla en un lugar conocido por Playa Girón. La respuesta cubana fue apresar a todos los sospechosos de pensamientos contrarrevolucionarios. Al mismo tiempo que movilizaba tropas para combatir a los invasores.

Guillermito se presentó al cuartel de milicias más cercano en la ciudad de Cienfuegos como era su deber. No huía del encuentro aunque no estaba de acuerdo con la guerra. Su batallón fue uno de los primeros que entró en combate contra los invasores. Por otro lado, Guzmán y sus amigos viajaron con pocas armas al cercano lugar del desembarco para unirse a los rebeldes invasores.

El camión en que viajaba Guillermito fue atacado por aviones enemigos en medio de unos pantanos pereciendo casi todos sus ocupantes. Éste, sorpresivamente, escapó con una herida superficial en un hombro y buscó refugio en los pantanos. Sintió el miedo de la batalla. Una indescriptible sensación de vacío en los testículos que sube por el cuerpo algunas veces en forma de escalofrío. No había transcurrido una hora del ataque cuando oyó fuerte batalla en la carretera que él había abandonado. Después absoluto silencio interrumpido solamente por el canto de los pájaros. De pronto, sin saber cómo, Guillermo se vio frente a frente con un desconocido que portaba un fusil. Los extraños se miraron y midieron de pies a cabezas. Eran peligrosos porque sentían miedo. Guzmán no estaba en uniforme, pero empuñaba un fusil belga FAL y bandoleras con cargadores. Guillermito iba con uniforme de la milicia y estaba armado con una metralleta checa.

¿Por qué no dispararon uno contra el otro? No supieron explicarselos. Fueron dos días de intensas conversaciones, hambre y sed. Un viejo pacifista de 21 años definiendo a uno nuevo de 23. Hablaron de política, arte, historia y mujeres. Hablaron con la sinceridad de los que esperan la muerte. Descubrieron que estaban unidos por mucho y separados por poco. Pensaron, tal vez para animarse, que el resto de Cuba era como ellos. Hablaron de Dios y discutieron sobre Él. Guillermito dijo no tener instrucción religiosa, pero pensaba que si esta vida estaba llena de misterios debería existir otra con respuestas.

A lo largo de la carretera a unos cincuenta metros se oía intenso fuego de ametralladoras. Algunas veces podían distinguir los uniformes de los soldados de los dos bandos a lo lejos. El hambre y la sed vencieron al miedo y la prudencia e intentaron ir a la carretera en busca de agua y comida. Decidieron rendirse a cualquiera de los soldados que vieran y abandonaron sus armas. Se preguntaron en macabra broma que querían sobre sus tumbas.

Gustavo dijo: un libro de historia. Guillermito pidió un pincel.

Apenas se habían hecho visibles en la cinta de asfalto cuando recibieron una lluvia de balas de ambas facciones. Guillermito pensó en un río verde en un atardecer y un cuadro azul celeste y pidió ayuda a la Abuela Mamita y abandonó la vida. Gustavo exhaló por medio de burbujas de sangre en el pecho.

Hoy se honra entre los héroes cubanos de Playa Girón en Cuba, los que murieron defendiendo la patria, la memoria del joven pintor y de su acompañante el comandante.


9 de octubre de 2000
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