EL DOMADOR

por Marcelo Fernandez


Dedicado a mi amigo Miguel Uría Rey. Juez justo y gran inspirador.

Era mañana de neblina baja. Los potreros se vislumbraban apenas. Las cabezas de los caballos parecían flotar mágicamente sobre la neblina. El sol comenzaba a levantar y a esclarecer la niebla y penumbras. El domador se subió a la cerca del potrero con un jarro de café en la mano. Y, miraba atentamente a los caballos que pastaban adquiriendo formas completa sobre la hierba.

Llevaba el hombre sentado más de media hora sobre la talanquera, observando un caballo en el potrero, que comía alejado de la cerca. La bestia tenía un color negro brillante que casi reflejaba el sol. Alzaba quince manos en la cruz, un corcel de finos músculos, patas gráciles, cuerpo esbelto y angosto, ligero, orejas medias e inquietas y mirada desafiante que ocultaba su nobleza. Enseñaba su alcurnia mostrando alto y arqueado cuello. Cabeza de frente abultada que se volvía cóncava hacia el pequeño hocico que cabía en una mano. Ojos grandes y separados: la figura de un indiscutible caballo árabe. El animal era arisco, nervioso y espantadizo. Los pocos que habían intentado montarlo habían terminado arrastrados por los suelos, mordidos y pateados gravemente. Nadie podía acercarse al caballo sin que este se parara en dos patas y lo atacara o se alejara en veloz marcha. Era tan rápido que lo llamaban Relámpago. La tierra despedía el peculiar olor que deja en el aire un chubasco sobre un suelo muy seco, cuando el hombre se retiró.

La hacienda, grande y llana ocupaba un fértil valle atravesado por un serpenteante río de quietas aguas. Los caballos abundaban y se veían pastando en potreros de geométricos rectángulos. La casa principal de la hacienda era una villa mediterránea con patio interior de una burbujeante fuente de mármol que refrescaba sus alrededores. Tenía muchas habitaciones que permanecían cerradas mirando el patio. El lugar era limpio, despedía inmensa paz, pero silencioso como un convento de clausura. De vez en cuando se veía atravesar el patio un sirviente vestido de blanco que flotaba más que caminaba por la desierta villa. Frente a la casa, en medio de un círculo verde de recién cortada hierba, se alzaba la figura en mármol de un vaquero sobre levantisca cabalgadura que podía llevar la firma de Frederick Remington.

El dueño de la finca la Estatua, Miño Fajardo, era un médico rico y retirado, aunque no era viejo, que se dedicaba exclusivamente a sus dos grandes aficiones: la cría de caballos y a oler, más que tomar, coñac francés envejecido. Lo primero era una incontrolable pasión; el tomar coñac era una acción moderada que no llegaba a vicio. Podía decirse que era algo que practicaba como un exquisito ritual de entretenimiento. Miño, aunque poseía bellos caballos se había empeñado desde hacía dos años en montar, pasear y acariciar al indomable Relámpago, pero había sido en vano: el brioso caballo rechazó al dueño y los jinetes que intentaron amansarlo. Corcel y dueño reinaban la hacienda en mundos separados.

La madre de Relámpago fue un regalo de un compañero médico de Venezuela. Este galeno había hecho amistad con Miño hacía años, cuando ambos estudiaban en la universidad, y viajaba a visitarlo cada dos años para hablar de medicina, caballos y jugar al billar. El médico venezolano era un estudioso practicante del billar. Lo jugaba en forma magistral, científica y competía en torneos internacionales. Un día se apareció en la Estatua con una yegua negra de regalo para Miño. Hermosa potranca andaluza con una genealogía que envidiaría un monarca europeo. La yegua fue bautizada con el nombre de Princesa y era esbelta e inteligente, pero tímida y nerviosa como una mariposa. El venezolano la recibió como regalo de un rico portugués que era su paciente. El médico pensó que Princesa merecía mejor dueño que un hombre solterón que salía del quirófano y pasaba a una mesa de billar hasta que lo rindiera el sueño. Y decidió dársela a su amigo Miño.

Los caballos andaluces de los cuales descienden los Lippizanners de Viena son notorios por su inteligencia y buen paso. Aprenden rápido y son valientes aunque dóciles. De ellos derivan muchas variedades de caballos de fama mundial. Pero, los más conocidos de sus descendientes son los de la escuela de jinetes que fundó el Archiduque Carlos de Austria en 1580 en la villa de Lipizza. Se le atribuye al General George Patton haber salvado en Viena esta variedad equina al final de la Segunda Guerra Mundial. Por mucho tiempo los caballos andaluces no podían ser exportados de España y Portugal por prohibición real. Sobre ellos los conquistadores se abrieron paso en América.

Pronto, como por destino, un aristócrata inglés se vio envuelto en serio accidente automovilístico y Miño fue llamado a operar al forastero. Varias horas en la mesa de operaciones y un programa de rehabilitación de meses devolvió al inglés a su vida normal. Ya se había olvidado el médico de su paciente, cuando se apareció en su oficina el Embajador de Inglaterra con dos regalos: una caja de botellas de viejo coñac francés y una invitación a Princesa para que recibiera servicios de monta de una lista dónde escoger de caballos de fama mundial. Princesa retornó de Inglaterra preñada por el famoso Arab King, uno de los caballos más codiciados del Reino Unido.

Lucio Ríos abandonó, esta vez, la talanquera cuando se ponía el sol con una libreta de notas y la mirada perdida en el horizonte. Era un hombre alto, delgado y fibroso de lento caminar. Usaba su castaño cabello a mitad del cuello debajo de las orejas. Calzaba botas tejanas a media pierna; grueso bigote rojizo, cara huesuda y angular, como tallada en cuarzo y piel curtida al sol. Un pañuelo por el cuello ocultaba su nuez. Coronaba su cabeza un negro sombrero de ala ancha tipo cordobés. El peón de la finca que lo acompañaba le preguntó: ¿Cuándo va el señor a montar a Relámpago? Lucio, lo miró sin verlo, no contestó su pregunta y prosiguió caminando hacia una de las habitaciones de huéspedes de la casa de Miño Fajardo. El sirviente se retiró confundido y atemorizado.

Penetró en la habitación, se quitó la camisa y se secó el sudor del cuerpo con ella; la envolvió en fino papel de cera y la guardó delicadamente en un armario. Su desnudo torso mostraba definidos músculos que se movían bajo la apretada piel cual serpientes bajo telas. Su vientre era plano, fibroso y hundido. Por las rendijas de la cerrada puerta entraron quedas notas musicales. Flotó en el aire la tonada de un piano, el hombre se aclaró la garganta, aguzó el oído y la reconoció, diciendo Mozart; prosiguió a bañarse con melancolía en el rostro; el agua corrió en su piel como azogue por un cristal.

Miño estaba en su biblioteca oliendo lentamente una copa de coñac de delicado aroma, mientras que mojaba ambos extremos de un puro con el licor de color ámbar claro. Miró a su reloj esperando la llegada de su abogado. El médico tenía manos de dedos largos con uñas limpias e impecablemente cortadas. Mediana estatura, recio cuerpo, cara soñadora de oscuros ojos almendrados, rostro pecoso y cabellos negros partido al lado izquierdo. Media hora después, a las ocho de la noche, los dos conversaban plácidamente mientras Miño continuaba oliendo el licor que despejaba sus fosas nasales. El alcohol no había descendido en la copa.

Ríos tiene fama de ser un buen domador y maestro de caballos, dijo el abogado. Viene con las mejores recomendaciones del Club Ecuestre Argentino, entre otros. Nunca lo he visto personalmente, pero me dicen que es un hombre alto, delgado, silencioso, de unos cuarenta años y médico veterinario. Sé que sus honorarios son muy caros, pero garantiza su trabajo y, cosa que es difícil de creer, me comentan que no usa fuerza con los animales, algo que complació al médico. ¿Cómo los enseña, no sé? Creo que muy pronto lo sabremos, respondió Miño, vendrá a reunirse con nosotros en unos minutos dijo, mientras continuaba oliendo la copa de coñac como si estuviera empeñado en consumir el licor por vía nasal. El abogado, hombre impaciente, miraba nervioso al médico jugar con la copa en sus dedos sin beber de ella. Leve venganza de la medicina sobre las leyes en lucha contra la espera.

Estaba el hombre frente a una pared viendo fotografías de caballos y personas. Usaba un ceñido pantalón de monta gris oscuro, lustrosas botas negras y pulcra camisa blanca de mangas cortas. Sus desnudos antebrazos mostraban músculos como cuerdas de violín a punto de vibrar. Aceptó una limonada, que le ofreció un sirviente, aclaró su garganta, y pasó a sentarse con Miño y su abogado. Por un momento bebieron en silencio mientras el domador tenía la mirada fija en un retrato de la pared y el médico preguntó, ¿Cómo debo llamarlo amigo: Señor o Doctor Ríos? El aludido, como viniendo de un sueño, respondió jovialmente, las dos cosas son verdades, pero prefiero mi nombre Lucio.

Supongo que querrán saber algo de mí. Fui hijo de un diplomático cubano casado con una argentina y me crié y eduqué en Austria donde estudié veterinaria y música. Desde pequeño me interesaron los animales, especialmente los caballos. Mi abuela cubana, Mamita, me regaló mi primer caballo cuando tenía diez años con una advertencia, "no le pegues cuando no lo entiendas; obsérvalo y él te enseñará su mundo: la fuerza no es puerta al corazón sino al miedo". Y, ahora me dedico a domar a los dueños, para que enseñen después a sus caballos, dijo Lucio sonriendo. En realidad mi trabajo consiste en educar a las personas en cómo actúan y piensan estos animales. Tarea que puede ser muy fácil o difícil. Es ayudarle al humano a crecer dos patas más en el cerebro para que entiendan a los caballos. Los animales son menos inteligentes, pero más consistentes que las personas en sus hábitos.

Uso mi método de COCARPA: comida, caricias y palabras para los caballos. Y, el entendimiento de los reflejos y el temperamento humano para los dueños. Es hacerle saber y recordar a las personas que sus emociones viajan de sus cabezas al caballo vía las riendas, manos, piernas y voces. Sin saberlo, cuando sentimos y reaccionamos estamos enviando señales al animal. Los confundimos y asustamos con nuestros mensajes cuando somos bruscos o inconsistentes. Todo lo que sentimos lo damos a conocer al caballo. Cuando me dicen "a mi caballo no le gustan los negros, los chinos o los indios", les digo: revisen sus sentimientos al respecto, sus manos o piernas les están dando señales al caballo de cómo piensa el dueño. Como usted es médico el trabajo será más fácil. Sólo recordarle de vez en cuando el método que está usando. Usted mismo será quién entrene a Relámpago. Yo permaneceré en las sombras cuidando que los ejercicios salgan bien.

El abogado se sintió confundido y dijo, ¿Creía que usted era un domador? Lucio sonriendo respondió, efectivamente lo soy. Pero, usted por lo que paga puede obtener más de mí. ¿Qué prefiere? , ¿Alguien que le enseñe a sacar lo que más pueda de la inteligencia de su animal o simplemente uno que lo amanse para que pueda montarlo y matar el espíritu del caballo: el precio es lo mismo? El médico, curioso y entusiasmado, pidió una explicación. Después vino la eterna pregunta: ¿Quieren realmente los animales a las personas? El veterinario pensó antes de responder. "Si el cariño se manifiesta en complacer a los dueños, sí, ellos quieren a los humanos. Pero, los animales, a la larga, terminan entrenando a las personas a que hagan lo que a ellos les da placer. No es romántico, pero es verdad. Los humanos necesitamos mucho cariño y los animales saben darlo como parte de sus deseos de dominarnos. Lo fascinante de la relación entre animales y personas es que es un juego abierto: a ver quién domina a quién por medio del cariño. Un juego de poder con armas de amor. Muchas veces pienso que las relaciones entre los humanos siguen las mismas reglas. Sin embargo, algo que no puedo definir es, cuando el animal y el dueño se compenetran tanto que pasan a ser uno parte del otro, cesa el ánimo de dominar".

Temprano en la mañana Lucio y Miño se encontraban en el corral pequeño del potrero, que estaba separado por una talanquera de un corral mayor. Relámpago se hallaba en el corralito nervioso y agresivo. Ambos hombres vestían ropas de faenas. Lucio usando la misma camisa del día anterior, pero con pantalón kaki de montar, limpio y bien almidonado. Las rosadas uñas de las manos del médico brillaban aunque sin estar esmaltadas. Lucio recordó las prédicas de un profesor universitario: ¡Nadie con manos descuidadas puede ser buen veterinario! Miró, instintivamente sus manos que mostraban uñas bien cortadas, pero opacas.

Hoy, habló Lucio, vamos a enseñarle al caballo cuál es su nombre, y que éste es bueno porque le da libertad y comida. Y pasó a sacar unas mazorcas de maíz de una alforja y dio varias de ellas a Miño. La lección consiste en repetir su nombre en voz alta cuando le abramos la puerta del corral mayor y después le tiremos unas mazorcas. Los peones le gritarán y lo espantarán; y nosotros le daremos salida y comida como premio. Esta es la lección más difícil, tomará unas horas de práctica por varios días. Cuando terminemos traiga la misma camisa, sin lavar, para la próxima faena. El caballo tiene que asociar nuestras voces y olores con protección y comida, esta es la CO de comida y COCARPA. Los dos sentidos que más usa el caballo son el oído y el olfato. Lucio abandonó el corral dejando al médico con Relámpago repitiendo el ejercicio. Recuerde Miño, el viento en la espalda, el caballo al frente y la comida en la mano. Y, el domador dejó al médico con su caballo.

A los pocos días ya el corcel paraba las orejas cuando oía su nombre y comía de las manos del médico las mazorcas. Los animales son como las personas siempre buscan el placer, sentenció Lucio al médico mientras tomaba limonada por la noche en el comedor. ¿Toca algún instrumento musical? Sí, respondió Lucio, algunos de cuerdas, pero la música es para fines de semana y vacaciones. Es algo que me envuelve, transporta e inmoviliza. ¿Es usted casado Lucio?, preguntó el médico mientras olía su copa de coñac, respirando a plenitud. El domador dijo quedamente, soy viudo y tengo una hija como usted. Miño se revolvió en su silla y preguntó: ¿Cómo sabe que tengo una hija? Imaginé que tuvo o tiene una hija cuando vi el retrato de la muchacha en la pared que se parece mucho a usted. Pero, el retrato está tan alto y sólo que, por discreción, no me atreví preguntar por ella, parecía como si estuviera en un altar o tal vez muy alejada de usted.

El médico bebió un sorbo del licor y comentó queda y tristemente, murió muy joven en un accidente, después abandoné todo; su madre, mi familia, mi profesión y me retiré o enclaustré, cómo quiera usted llamarlo, en esta finca. Comprendo, su dolor respondió Lucio y ambos hombres se ausentaron en meditativo y largo silencio.

El domador examinó detenidamente la montura que tenían preparada para Relámpago. Una obra de artesanía en cuero y plata hecha en México. Debajo de la montura ponga su camisa de faenas, dijo. Y dejamos la silla de montar en la puerta del pesebre para que la huela en su ausencia. Y se acostumbre a sentirlo cerca como cosa natural. Después, Relámpago, fue acariciado en el cuello por días, por el médico mientras le daba mazorcas de maíz. En esta etapa, dijo el domador, vamos a suspender la comida. Hay que enseñarle a responder a su voz y caricias. Siempre las caricias en el cuello para que lo premie, a pie y montado, sobre el mismo lugar, observó Lucio; esta es la CAR de caricias y COCARPA.

Aprendí en Viena, cuna de la sicología y la Escuela Española de Jinetes, que los que de verdad saben entrenar caballos son los que viven de ellos y para ellos. Los profesionales de circos e hipódromos no usan fuerza para enseñar. Las fustas de los jinetes en las carreras son inofensivas. Un sicólogo me dijo que las pequeñas fustas de los jinetes eran, entre otras cosas, para expresar la ansiedad de los mismos a los animales durante la carrera. Los árabes usan una fusta pequeña, de dos manos de largo, indolora con los camellos para indicarles lo que deben hacer, musitó Lucio a Miño mientras terminaba su limonada. Amaestrar es constancia, inteligencia, y paciencia, dijo el domador, dio las buenas noches y se ausentó.

Una cosa que tiene que tener siempre en cuenta, advirtió Lucio, es que el caballo no es culpable de que nos duela la cabeza, tengamos un mal día de negocios o que caigan rayos. Es más fácil culpar al caballo que montamos que, reconocer que hay realidades fuera de nuestro control. Siempre culpamos al más cercano o al que más queremos, de los azares de nuestras vidas.

Ya en la tercera semana del entrenamiento Relámpago se dejaba poner la montura, por Miño, y era premiado con caricias cuando le daban órdenes cortas con piernas o palabras. Miño se dedicó a cepillarlo a solas y a contarle sus más íntimos secretos al animal. Poco a poco hombre y caballo fueron uniéndose como en centauro. El centauro fue un nombre dado por los griegos a un fenómeno imposible de explicar: la compenetración del hombre y el caballo, pensó o habló el domador. En más de una ocasión Lucio vio al médico abrazado al cuello del animal llorando o expresando ternuras reservadas para humanos. Esta escena provocó en Lucio recuerdos ocultos que aguaron sus ojos y les evocaron a una Viena nevada y distante de olor a chocolate y a croissant bajo la manta de Mozart.

Las primeras veces que Relámpago fue montado por Miño se encabritó, protestó y cesaron las caricias y los premios de su voz. Después vinieron las recompensas con caricias por el cumplimiento de las órdenes de piernas y palabras. El domador nunca montó al caballo, diciendo que era mejor para no encariñarse con la bestia. Un día que el médico acariciaba a Relámpago éste orinó de placer. Lucio le explicó que el caballo le estaba confiando sus secretos. No lo traiciones revelando lo que le hiciste. Poco a poco el caballo terminaba complaciendo al dueño por un intercambio de palabras y cariños. Estamos llegando al final de PA de palabras y COCARPA, explicó el domador. Médico y caballo se unieron mucho. La bella bestia rascaba su cabeza contra la espalda de Miño hasta hacerlo perder el balance y reír de placer. Ahora eres tú quien le cuenta tus secretos, dijo Lucio. ¿Qué le dijo el médico a la bestia?

El médico se levantaba e iba al corral en busca del caballo y por horas conversaban de cosas ignotas. Lucio los observaba muy distante para no interrumpir el íntimo intercambio de sentimientos. Veía en sus fantasías cómo dejaban de ser dos para convertirse en un mítico centauro. Bien sabía el domador lo que estaba sucediendo. Sólo los que han tenidos animales íntimos conocen de estas cosas. Hombre y bestia se encontraban en comunión. Se adivinan pensamientos y sentires, se buscan con las miradas dándose ánimos para proseguir la atemorizante experiencia del azaroso vivir. Los animales llegan a conocer el verdadero sentir de los humanos y son leales a sus amigos.

El caballo árabe se caracteriza por su memoria, curiosidad, cariño y lealtad y por tener una vértebra menos en el espinazo. Muchas veces han recogido a su jinete del suelo en la batalla y llevado a manos amigas. En las tiendas de los beduinos duermen y se cobijan del frío y del sol junto a sus amos. Llegan a ser inseparables. Dicen estos viajeros del desierto que el caballo árabe es un guerrero sentimental.

El triunfo más grande de un espía sería conocer el pensamiento de los animales de las personas que él vigila. Los animales saben los verdaderos secretos de los humanos que se les acercan. ¿Quién no ha desnudado su alma frente a un animal? ¿Quién no se ha sentido celoso y traicionado cuando ve a su animal en manos de otra persona? ¿Pero, tomamos en cuenta los sentimientos de estas bestias? Es mejor decir que no nos quieren, racionar que lo que buscan en nosotros es sólo placer. Si admitimos que nos quieren complicamos nuestra existencia con otra pregunta: ¿Tienen alma inmortal los animales que queremos? Pregunta que asalta a las personas cuando estos mueren.

Lucio dormía, se viró en la cama e imaginó que tocaba un instrumento en la Sinfónica de Viena. Era un concierto dirigido por Amadeo Mozart y con una audiencia de dos personas: su esposa e hija, y más de un centenar de caballos que habían pasado por su vida incluyendo a Relámpago. En sueños se vio partiendo de la Estatua.

Un día Lucio montaba la yegua Princesa y Miño a Relámpago en el corral, cuando una avispa picó al médico en el brazo. Instintivamente éste haló fuertemente las riendas y el caballo se encabritó y lo tumbó. Desde el suelo, airado, Miño increpó al animal. Lucio movió su cabeza en desaprobación.

Esa noche el médico se disculpó de lo sucedido con el animal mientras olía apesadumbrado su copa de coñac y preguntó, distraídamente a Lucio ¿Usted cree que Princesa sea buena con Relámpago? Si está dispuesta a trabajar en conjunto, con el caballo y el dueño, tendrá éxito, sentenció Lucio. Mañana parto, no creo que debo cobrarle por cosas que usted sólo puede aprender. El médico bebió la copa de coñac y preguntó. ¿Sabe Lucio quién es Princesa realmente? Supongo, que se refiere a la madre de su hija, dijo aclarando la garganta. La montura de plata que usa con Relámpago, tiene una inscripción por debajo, en el cuero, que dice: Sigo siendo tu esposa. Princesa. A propósito, dijo el domador, antes de dormir pídale perdón a Relámpago y los dos podrán descansar mejor. Es tiempo de perdonar, perdonarnos y hacer paces. Yo he pedido mil veces perdón a los animales conque he trabajado, a personas vivas, muertas y a mí mismo. El soberbio y orgulloso Miño aprendió que el perdón se pide con el corazón no la boca. Relámpago otorgó el perdón y muy pronto empujaba al dueño y le daba pequeñas mordidas en la espalda y vientre que le hacían reír de cosquillas. El caballo bloqueaba el paso de Miño a la salida hasta que éste, rendido, le dio las buenas noches con suaves caricias en el cuello. Potro y dueño durmieron felices.

Al amanecer Lucio cabalgaba en un árabe moro azul. Saludó a todos con el negro sombrero y se alejó de la Estatua al trote. El peón de la hacienda comprendió por qué Lucio no había contestado su pregunta. El domador no había venido a montar a Relámpago: su misión era otra. El domador oyó un relincho de caballo, quiso creer que era Relámpago diciendo adiós, pero no volvió el rostro.

Por años el hombre y el caballo, Miño y Relámpago; la mujer y la yegua, Princesa y Princesa, recorrieron la Estatua cuando caía el sol.


FIN


24 de septiembre del 2000
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