LOS OCHO MANDAMIENTOS

por Marcelo Fernández-Zayas

Los mandamientos mosaicos son diez y de igual cumplimiento para los creyentes. Pero, en diferentes culturas unos priman sobre otros. Asumo que el primero es de universal orden: Amar a Dios. El segundo, si lo vemos en el orden cultural anglosajón es no mentir.

En la cultura cubana, el segundo es amar a la madre, se incluye de pasada amor al padre por tradición. Y, si hay que escoger entre ambos, la madre sale favorecida. El no mentir ni desear la mujer del prójimo es como si fueran de relativo cumplimiento en nuestra sociedad.

Mentir es como una medida defensa propia que lo descalifica de pecado cuando la situación lo requiere. De joven almorzaba en la escuela. Comíamos desaforadamente cual bestias. Algunos se levantaban de la mesa y repetían aduciendo que no habían comido antes. Un compañero, joven muy justo y veraz recriminó a los infractores diciendo que deberían ir a confesarse. Estos respondieron que cuando de hambre se trataba mentir no era pecado.

En Cuba admirar lujuriosamente una mujer se conocía como "vivirla". Mi escuela tenía capilla y muchas personas del vecindario oían misa los domingos en la mañana. A la misa asistía un joven matrimonio de recién casados, la mujer era de extraordinario belleza y tenía un cuerpo que era motivo de admiración. Muchos alumnos acudían a esa misa con el expreso propósito de vivirla. No creían romper la ley mosaica porque decían que sólo estaban contemplando el poder creativo de Dios.

Posiblemente el onceno mandamiento cubano era bañarse. El baño demandaba estricto cumplimento. Si lo hubieran añadido a los diez mandamientos y obligado a sacar uno de las tablas, el que enunciaba no desear la mujer del prójimo hubiera sido excretado.

En aquellos tiempos el capellán de los Maristas de La Víbora era el padre Gerardo Fernández, hombre en sus sesenta años, más conocido por Pitillo por su incesante fumar. Pitillo no resentía el mote y respondía a él prontamente. Era un hombre inquieto, de corta estatura, muy delgado, sabio, mundano, franco y directo al hablar. Confesaba muchas veces en mangas de camisas y en cualquier lugar donde encontraba tranquilidad.

Los muchachos que acudían a la confesión conocían el estilo del madrileño prelado. Empecemos, decía, por el sexto mandamiento. Cuando el confesado admitía fornicación, Pitillo preguntaba: ¿Mujer pública o privada? Si la respuesta era pública, seguidamente inquiría si se usó un condón o no. Su cara se enrojecía cuando oía que el pecador no había tomado precauciones. Inmediatamente, te espetaba que además de pecador eras un imbécil. Su furia se apaciguaba, continuaba la confesión y, al momento de imponer la penitencia, te ponía en cuarentena hasta que estaba seguro que no habías contraído enfermedad venérea alguna. Si lo contrario sucedía él tenía médico que te examinaba y curaba. Y, los gastos los pagaba el cura.

A su casa, un pequeño apartamiento en la barrida de Santos Suárez, acudían novios a los que sus familias no permitían estas relaciones amorosas. Una vez, la hija de un general, quedó en cinta y pidió ayuda al sacerdote. Pitillo fue a ver al militar y le anunció que sería abuelo. Este reaccionó diciendo que mataría a la pareja ofensora. La réplica de Pitillo fue de inapelable lógica. "General no vine aquí para que me anuncie una guerra, sino boda y bautizo".

Pitillo era un hombre de gran apego y amor por los jóvenes, lo volví a ver en España dónde oficiaba en una parroquia. Era muy pobre, pero dinero que llegaba a sus manos lo gastaba entre sus feligreses. Tenía un hablar culto, directo y folclórico. Dijo que se había ido de Cuba "porque todo el mundo tenía que mear por el pito de Fidel". Esta fue la primera y última vez que oí esa expresión. Pitillo fue el que me hizo consciente de que muchos cubanos no consideraban la mentira ni el codiciar la mujer ajena como un pecado. Eramos un país de ocho mandamientos.

Este sacerdote, hombre práctico en su apostolado empezó a trabajar con un grupo de prostitutas madrileñas. Eran muchachas de provincias que deambulaban las calles hasta las cinco de la mañana. Les obtuvo médicos que las curaran, monjas que les dieran albergue, personas que mejoraran su educación y abuelos que cuidaran de sus hijos. A otras les consiguió empleos y prosperó su apostolado. Tuvo que ausentarse de Madrid por dos semanas. A su regreso encontró el albergue de las monjas sin una muchacha.

Aprovechando su ausencia, la madre superiora había exigido a las jóvenes a asistir a misa a las cinco de la mañana. Y, todas habían abandonado el convento. Pitillo montó en cólera y le dijo a la monja. "Escuche madre antes se convierte una monja en puta, que una de mis muchachas en monja". Indudablemente, hubo más frustración que caridad en su vaticinio.

El sacerdote viejo y enfermo organizó un refugio para cubanos en Madrid que tuvo mucho éxito. Lo vi antes de morir, con su eterno pitillo en la boca, discutiendo las nueva disposiciones de la iglesia. Alguien le había dicho, en broma, que el Papa decía que masturbarse no era pecado. Pitillo respondió airado que mientras él fuera cura eso sería pecado. Que él había pasado una vida observando fielmente los preceptos y que ahora ya viejo no iban a cambiarles las reglas del juego. A la sazón era profesor de un seminario. Anunció al otro día a su sorprendida clase: que la masturbación era todavía un pecado.

Me imagino verlo por veredas celestiales, con su perenne pitillo en los labios, mano al hombro de un joven ángel advirtiendo que el pecado unido a la falta de cuidado era la máxima expresión de la imbecilidad humana. El recuerdo de Pitillo es imborrable.


FIN


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11 de Julio del 2000


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