Las remembranzas de la Cuba Eterna

por José Sánchez-Boudy


Hoy he estado en el programa de Agustín Tamargo y ambos hemos recordado la Cuba del Ayer; aquella en que no había nada más igual a un liberal que un conservador. La Cuba en que Miguelito Suárez le prestaba su avión a Chibás para que éste fuera a decir horrores de los auténticos. Las ideas políticas no tenían nada que ver con la hermandad que estaba sobre ellas.

Era la Habana de las tertulias; la del Carmelo; la de los Aires Libres; la de los Cafés aledaños al Cementerio de Colón. La Habana de los restaurantes de los "Cuatro Caminos", hoy destruidos; La Habana del Pacífico; del Café Raúl; de la Sopa China en la fonda de los paisanos llamada La Caridad. En el Mercado Unico. La Habana cuya única preocupación era si hablaría "Don Rafael del Junco" en la novela radial. La Habana del jonrón de Sagüita; de las canciones eternas de a vitrolas; de las cervecitas en el Brindis Bar a la salida de la pelota. La Habana del "!ataja…!" con el ladrón delante y el policía detrás, en la Plaza del Vapor.

Esta es La Habana que vivimos todos. Una Habana hoy destruida pero pronta a renacer, porque los que nos morimos por tierras extranjeras hemos dado todos nuestro aliento para que viva, nuevamente, como toda la Patria. Como los dio el Cabo, que la vivió con todos nosotros. La que él disfrutó en las noches de Miami; en el Parque de la India y de La Fraternidad; en la Casa de la Ortodoxia, en el Palacio de los Yesistas. La Cuba paradisíaca en la que él, por Pinar del Río, buscaba tesoros de piratas y creía que como aquellos mogotes la Cuba resistiría todos los ciclones.

Se llamaba Faustino Doger y le decíamos "El Cabo", porque un día, en una trifulca, cuando el kilo de las guaguas, lo detuvo un vigilante y le dijo: "Lo detiene el sargento Matamoros", y él le contestó: "Tú no me detienes; tú serás sargento pero yo soy cabo; el cabo, mi hijito, Doger". Ese nombre lo acompañó a la eternidad y ha quedado entre los que tanto lo apreciamos. Era hijo de sirios. Venía del campo cubano, donde se crió junto a la tierra colorada que lo manchó para siempre, y oía a su padre, ya cubanizado, cantar aquello de: "allá en la Siria / hay una mora…"

El Cabo vivió La Habana que pintó Mercedes Santacruz en su libro sobre ella; bebió el paisaje de Pinar del Río que dejó para la posteridad aquel ancianito que caminaba despacio por Nueva York, soportando su tristeza y su destierro, pensando en el tabaco de su tierra y cómo liberar a su patria, en el Nueva York de Martí, que habla de él; de Cirilo Villaverde. El Pinar del Río de las tendederas sobre el tabaco; del río Guamá, y del Barrio de Cervantes inundado como lo dibuja ese ensayista de la Cuba Eterna Hernández Chiroldes.

El Cabo, cuando no tenía que laborar, se iba a la Plaza Cadenas donde los estudiantes estábamos tertuliando enfrente de la Escuela de Derecho o en su cafetería, y se ponía a hablar de periodismo y de gramática, pero siempre volvía al color del oro de aquellos tesoros cuya búsqueda fue su obsesión, con un aparato de su propia invención; que vio un día sobre la Bahía de Cabañas y tuvo que exclamar. "Estoy buscando en la tierra escondido el oro de Frances Drake, cuando está en el cielo de mi patria".

Estábamos ahora en la Tertulia del Pub, de la que ya sólo quedamos unos pocos que fuimos a acompañar al Cabo a la tierra americana que lo cubre provisionalmente que lo cubre provisionalmente, porque él quiere regresar a ese oro del cielo de Cabañas, a esa tierra colorada de Pinar del Río; a esos olores de Alacranes, el entorno del poeta Moncho Norniella sobre el que pronto haré una estampa. Porque él quiere regresar a ese paisaje matancero del que me habla en una carta el Dr. Osberto Fernández, de Tampa, aferrado como todos nosotros al caimán eterno, del que halamos con todas las fuerzas hasta que logremos rescatarlo de la bestia roja que trata de devorarlo.

La Tertulia del Pub está vacía de viejos parroquianos. Pero llegan otros. Tertulianos como esos que se reúnen en la del Versailles, o en otras a través de todos los rincones de la ciudad de Miami, rememorando la esquina donde esperábamos a la pepilla, haciendo posta por horas hasta que pasara; aquella esquina de la niñez y de los tiempos de "pepillos"; aquella esquina donde algunos, cuando pasaba la chiquilla que los ponía a temblar le balbuceaban: "Niña, aunque no lo creas te acabo de ver y ya te quiero". Y la muchacha hacía un gesto de desprecio como diciéndole: ¿"No te das cuenta que estás muy malo?"

Todos los días se va alguien. Vengo del entierro del Dr. Leonardo Fernández Marcané, el amigo del alma, el experto enorme, con Lacret, en Napoleón Bonaparte, y con el que fui a ver los campos de batalla donde Wellington paró a Napoléon, y aquellas casitas de Zaragoza donde la España bravía demostró, como demostramos nosotros, que no se puede contra la fe enorme en las verdad, en el triunfo y en la Cuba Eterna; esa que Leonardo; que el Cabo; que Carlos Bautista; que Roque; que todos los cubanos llevamos pegada a la piel y que nos llevaremos, como tantos amigos, a la Eternidad gritando: "Hoy muero yo, pero la Patria sigue viviendo". ¡Viva Cuba Libre!



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