La Farmacia de Arturito Por José Sánchez-Boudy Hoy, los de la vieja guardia, los del Exilio Histórico, los que llegamos a Miami cuando Miami no era y en el downtown las tiendas estaban llenas de figuritas de porcelana para turistas y de radiecitos de pilas, y de todo tipo de objetos turísticos hechos con caracoles de colores, cuando pasamos por la farmacia de Arturito –del Dr. Arturo Díaz Artíles-, el hogar de los villaclareños y de los primeros exiliados que llegaban y le gritaban a Arturito desde la puerta: “Arturito, ¡como me duele el oído! ¿Qué le echo?” “Arturito, ¡y la Emulsión de Scott” ¿Tienes aceite de hígado de bacalao? “Hace mucho frío y el niño necesita reforzarse para no coger catarro”. Etc. etc. Y así se volvían a vivir fuera de la patria los días felices en que el corazón se trataba con cocimiento de jazmín de cinco hojas; y la conjuntivitis, con hojas de vicaria.. Teníamos los mejores médicos del mundo. El mejor sistema mutualista del mundo. La Quinta Covadonga era un paraíso de jardines.. Pero en muchas familias, junto a nuestra avanzadísima medicina, seguía la creencia en las viejas fórmulas de la “medicina natural”, que rememoraba los tiempos en que todo el mundo se moría “de un aire”. Abuelito estaba entero, y empezó de pronto a ponerse flaquito.. Figúrate, lo cogió un aire y se murió”. Tenía un cáncer, un cangrejo –en lenguaje popular, que rebajaba con el choteo el terror al tránsito final; con humor. Tenía un tremendo cáncer en el pulmón. Arturito –como aún le decimos- con el carió que supo ganar en su farmacia de Santa Clara, el Dr. Arturo Díaz Artiles, abrió una farmacia en cuanto llegó al exilio. Y la convirtió en un punto obligado del exilio. Tanto se popularizó que nos citábamos “en la farmacia de Arturito”. Y los que estaban por los fríos y venían a Miami, en el verano, al citarse hablaban así: “Llego el miércoles y nos vemos en la farmacia de Arturito, okey”. “Chico, eso está pegado a la farmacia de Arturito, en la calle ocho”. “Todo el mundo sabe dónde está”- “Oye, allí tienen jabón de Castilla para lavarse la cabeza, y de Marsella”. Y todavía hay cubanos que afirman que el champú acaba con el pelo. Que hay que lavarse la cabeza y usar, como hacían en la barbería de Radio Centro, aceite de oliva; pero que sea Sensat extra virgen “el insuperable, el de siempre”. Hay quien se acordaba de las pastillas Valda y de la Glostora, y de unas píldoras de Witt, si mal no recuerdo, para el tratamiento del hígado: “yo estaba triste siempre por la tarde, y era el hígado. Tomé unas pastillas Witt que vendían en la Farmacia Sarrá y en Taquechel, y ¡a volina el papalote! Silvita, Hortensia y Richard, sí, Hortensia Arredondo y Silvia Ferreiro. Sí, Richard Casanova (q. p.d.) reían con aquella alegría de la Cuba que todavía no añorábamos como ocurrió después, porque creíamos que la vuelta estaba en la esquina. Santa Clara entera, que empezaba a llegar, se reunía allí y hablaba del entierro del burro Perico, al que un canallón le dio cerveza un día, y cogió, el pobre burro, tremendo “jalao”. Cuando se murió hubo duelo en Santa Clara. Hasta hubo quien propuso que se parara la retreta de aquella semana en el parque Leoncio Vidal, que tenía –cosa rara en Cuba- una glorieta en medio del mismo donde tocaban los fines de semana las bandas del ejército y la municipal. Aquel parque, como todos los de Cuba, que he analizado en mi libro “Filosofía del cubano y de lo cubano”, con los jóvenes y todos los hombres caminando por la derecha, y las mujeres, aquellas que eran flor de la mariposa por bellas, caminando por la izquierda. Y que a las nueve de la noche quedaba desierto, con alguna tertulia furtiva, sintiendo el inolvidable vacío del silencio en la noche cubana… Allí, frente al parque, se levantó un hotel gigante, creo que se llamaba El Gran Hotel, y que me dijeron la última vez que pasé por Santa Clara, que era de Orfelio Ramos, el dueño de las guaguas. En la esquina del edificio un luchador cubano pelaba, a punta de tijeras, mientras hacía el cuento de cómo las tropas mambisas habían llegado al medio del parque. “El tiro –decía- estaba pululo”. De pronto, -surgió, al poco tiempo- casi junto a la farmacia, había abierto El Casablanca, con Paco el lonchero, y Juanita; y la señora de Primitivo Rodríguez, y hasta esposas de médicos; porque había que levantar ligero. El Exilio Histórico comenzaba a hacer el Miami monumental que hoy tenemos, con su esfuerzo. Pepe, un hermano, su propietario, lo creo. Acaba de morir. El Dr. Planas, bayamés ilustre, hijo de aquel mambí legendario que fue el coronel Planas, abrió la Minigalería. Los que habíamos conocido en la Aduana de La Habana, de la que era jefe veterinario, le llamábamos “Marmolito”. Por la noche, de la farmacia de Arturito, una tertulia formada por el famoso caricaturista Roseñada, dueño del Zig-Zag; el pintor Lésver de Quirós, compositor y creador genial, con Casas, que ha dejado a Cuba en sus flamboyanes y arenas de Varadero, que recogió la quietud cubana de sus caminos de tierra colorada, contaba anécdotas de cuando, a la salida de Matanzas, chocó el carro de los bomberos; y de cuando el famoso bandolero Arroyito se fugó de la cárcel. Y del río, de aquellos sitios junto a él, donde se podía echar una siesta como ido del mundo. Y el Abra del Yumurí que se veía desde la casa de los Echemendía. ¿No es así, Moraima? Chils, el humorista, hacía chistes, y Arazosa, que me dejó uno de los mejores paisajes de Trinidad en su pintura eterna, profesor que fue de la Escuela de San Alejandro.. Hoy aquella esquina de luz, con el Centro Vasco, está oscura. La farmacia, el Casablanca cerrado. Por la noche impera el silencio… Pero flotan los recuerdos de unos cubanos, hoy en el Señor y aún haciendo, con su recuerdo, Patria. La memoria histórica de la verdadera Cuba Eterna. FIN
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