Partió hacia el Azul Por José Sánchez-Boudy Sus amigos de antaño, desde Cuba, desde que recorrïa la Calle Obispo o Santos Suárez, donde vivió su niñez, con sus sueños a cuesta le llamaban, llenos de cariño: "El flaco Mijares". Todos, en la Asociación de Reporteros, que frecuentaba, lo abrazaban diciéndole: "¿Cuál es la última Flaco? Al pintor eterno, a José Marïa Mijares. Con él nos sentábamos en la Bodeguita del Medio, en los leones del Prado, a los que nos gustaba, sobre todo la noche y la Bohemia; en el Café Senado, en el café Europa, en la barra, refrescando el mediodïa con una cerveza y algunas veces nos llegábamos con Carlitos Bautista a la Calle de Trocadero hasta la casa de Lezama Lima, en los tiempos que La Habana era la ciudad mágica, la ciudad prodigiosa, donde en cada esquina habïa un ensueño y una canción. Al pintor universal le gustaba mucho, caminar por Trocadero, porque le encantaba los viejos "secretaire", esos muebles del diecinueve que tanto se admiraban en Cuba y que se exhibïan en las casas de Antigedades del barrio. Desde allï, el grupo de bohemios, nos ïbamos al Bar Blanco a tirar una parrafada. Miren detalladamente sus pinturas y verán esos "secretaire", porque la pintura de Mijares, del Flaco, fue un canto perenne a la patria que tanto amó. Un dïa nos dispersamos. Se acabó la pintura libre y los juicios en la Audiencia de La Habana. Mi mundo de criminalista, el mundo azul de Mijares, el mundo de cada uno de nosotros desapareció aquel primero de enero. Un dïa me encontré a Mijares frente a la "Casa de Hierro", allá en la Calle Obispo. "Se acabó el azul", me dijo desconsolado. De aquï hay que irse, Kiki Pedraza, que coincidió con nosotros y que venïa de la Audiencia vieja asintió. Era finales de enero del 59. Mijares no se referïa al color del cielo, ni a su pintura, porque de ella nunca desapareció Cuba ni el azul; aquella Cuba que dejó en un cuadrito pequeñïsimo que le regaló a Wilfredo Fernández, que murió en España y que aquï, en los primeros tiempos de su llegada, estaba siempre metido en su casa, hablando de poesïa y ensayos y, que si mal no recuerdo, le hizo a Mijares uno muy enjundioso. No se referïa sólo al color azul que habïa ido a comprar. Ya, en el exilio, me recordaba aquel dïa y enfatizaba: "¿viste cómo se perdió en Cuba el azul? Por eso lo conservo en mi pintura". Porque siempre soñaba con regresar al barrio de su niñez, a su casita, con portalito, de San Bernardino y Dureje, en Santos Suárez, donde se sentaba, de niño, con su mamá Leopoldina, de quien guardo, entre mis papeles, muchas de sus poesïas. Y oir cantar a su padre, que aunque trabajaba en los ferrocarriles, en su juventud estuvo de tenor aficionado, cantando aquï y allá, las viejas canciones de Tito Schipa, Princesita de ojos azules y labios de grana. Le gustaba siempre hablar de aquella tienda. Y un dïa descubrï el por qué aquï, en el Exilio. Mirando un perro dálmata que se me parecïa en las pinturas de Mijares; a los Bosch, en aquellos cuadros campestres del famoso pintor. Pero de pronto, atisbando al can recordé los perros dálmatas que los propietarios de "la Casa del Hierro" soltaban, por la tarde, en la azotea del establecimiento, y uno los contemplaba mirando para Obispo o Compostela. Mijares habïa llevado sus rostros a sus pinturas. La última vez que lo vï, fue allï mismo, con Mariano, que ya estaba integrado. Yo me marché. Y de pronto, viviendo en Carolina del Norte, me llamó Cristina Cárdenas y me dijo: "Mijares está en Miami. Como estás tanto alli ve a verlo. Y me aparecï en su casa. A su lado estaban Leopoldina, la mujer bella de sus cuadros: su mamá, y Lucila, y el perro que él tanto amó, Talito, del que hay miles de anécdotas. Como el que lo sustituyó, el Veronés, que formaba tremendas griterïas, como decïan, Osiel, Roque o Fernández Sabio, maestro de la crónica policïaca y ese escultor también eterno: Tony López. Tremenda algarabïa de ladridos cuando uno decïa que se iba. El perro nos conminaba a quedarnos y pasarle la mano a su pescuezo. Allï estaba Tony López escultor, eterno como él. Su amigo del alma. Creo que le compré los dos primeros cuadros que pintó en el exilio. Le regalé uno a Cristina un gran afecto de mi familia, y dïas después recibï un cuadro con un campesino que tenïa en la mano un montón de caña recién cortada que habïa adquirido Miguel del Valle, otro de sus amigos, de los que siempre le fuïmos fieles. Tuvo la suerte, cuando quedó viudo de casarse de nuevo, en un momento difïcil para su salud. La hoy su señora, lo sacó del hueco, y Mijares, nuestro querido Flaco, pintó en los últimos años de lo más deslumbrante de su vida. Con el calor de Juan Manuel Salvat, personal, que tanto hizo por él, de los amigos de las peñas sabatinas en la Librerïa de nuestro Gordo de Oro se fortaleció contra el inmenso dolor de haber dejado su barrio; las calles habaneras. Y volvió a recuperar aquel don del cielo que le permitió pintar un cuadrito en la parte trasera del auto de Manolito Salvat cuando lo llevaba a su casa. Y con compatriotas, literatos y poetas, dejó al inicio de su exilio sus pinturas en una revista que financió Salvat; histórica: El flaco Mijares: pintor de la Cuba Eterna. Pintor universal. FIN
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