DOCTRINA GRAU CONTRA LA AGRESIÓN ECONÓMICA


Introducción de José A. Adán


El Presidente Ramón Grau San Martín, el hombre que en los 130 días de su gobierno revolucionario. que iniciara el 10 de septiembre de 1933, puso a Cuba en el SigloXX, rescatando su soberanía y promulgando una legislación que los subsiguientes gobiernos no pudieron desconocer, y que devino en el cuerpo fundamental de la Constitución de 1940, se mantuvo fiel a sus principios y jamás dudó en asumir su defensa.

En 1947, en Río de Janeiro, Cuba había planteado su tésis "Doctrina Grau Contra la Agresión Económica", presentada por el jefe de la delegación cubana Dr. Guillermo Belt Ramírez. No se discutió, argumentándose que no era la oportunidad para discutirla.

A principios de 1948, el Secretario de Agricultura de los Estados Unidos, violando convenios comerciales con Cuba, alteró la cuota azucarera de Cuba, lo que produjo un serio incidente con el Embajador Cubano en Washington Dr. Guillermo Belt Ramírez, cuya actitud fue respaldada por el Presidente Grau.

En abril de 1948, se inició la Novena Conferencia Internacional Americana, en Bogotá, Colombia, la que fundó la Organización de los Estados Americanos-OEA, además de firmar un convenio básico de cooperación económica. Cuba aprovechó la oportunidad para presentar de nuevo su "Doctrina Grau Contra la Agresión Económica", que como en Río de Janeiro presentó el Jefe de la Delegación Cubana Dr. Guillermo Belt Ramírez. Éste tuvo que ausentarse y el Dr. Ernesto Dihigo y López Trigo lo sustituyó en el cargo.




Propuesta de la Delegación de Cuba sobre AGRESIÓN ECONÓMICA.
Discurso del delegado cubano Dr. Ernesto Dihigo


NOVENA CONFERENCIA INTERNACIONAL AMERICANA

Por segunda vez, en menos de un año. Cuba presenta a la consideración de la comunidad panamericana el problema de la agresión económica. La primera fué en Río de Janeiro, durante la discusión del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, subscrito en 1947, donde se estimó que no era aquélla la oportunidad de discutirlo, dada la índole de los trabajos que se realizaban. La segunda es ahora, en esta Novena Conferencia Internacional Americana, en la que, a más de estarse discutiendo el Pacto Constitutivo de la Organización de los Estados Americanos, también se va a firmar un convenio básico de cooperación económica.

Mucho lamento que deberes propios de su cargo de Embajador de Cuba en Washington, impidan la presencia aquí del doctor Guillermo Belt, quien ha sido el más esforzado paladín de este problema; y que esa circunstancia eche sobre mis hombros la tarea de plantearlo y defenderlo ante la Comisión, lo cual trataré de hacer en la mejor forma posible dentro de mis modestas condiciones.

La cuestión que presentamos no es, como se verá, una innovación radical. No implica la adopción de un concepto que surja ahora por vez primera, sino que constituye simplemente una etapa natural en el progresivo desarrollo de principios interamericanos hondamente amagados en la conciencia de nuestros pueblos y establecidos de modo firme en nuestro derecho internacional.

Si abarcamos con una mirada comprensiva el conjunto del Sistema Interamericano, veremos que sus características más salientes son: primero, la solidaridad continental; y segundo la no intervención. Puede que esta última es condición precisa de la primera, pues no pueda haber solidaridad sino sobre la base de una sincera confianza y un absoluto respeto mutuo.

El principio de no intervención surgió desde muy temprano. La doctrina proclamada por el Presidente Monroe en 1823 es su primera manifestación, aunque en forma unilateral y con visión extracontinental, pues tendía a evitar" la ingerencia de Europa en el Continente recientemente liberado; y poco más tarde, en 1825, fue perfilada, con un alcance más preciso, por el Libertador Bolívar cuando, al dar sus instrucciones a los delegados del Congreso de Panamá, habló de "resistir todo principio de intervención en nuestros negocios domésticos."

A lo largo del siglo XIX, las Repúblicas Americanas, con vicisitudes varias internas y exteriores, fueron afirmando su personalidad. En el orden doméstico, sufrieron conmociones políticas que a veces obscurecieron el ideal democrático, pero de cada una de las cuales salieron con una más firme convicción en el mismo. En el aspecto exterior, algunas padecieron, inclusive invasiones de otros países, que el indomable valor de sus hijos logró, en definitiva, rechazar. En las misma relaciones entre los Estados Americanos no faltaron agresiones violentas de unos contra otros.

Sin embargo, en medio de esos vaivenes, nunca se eclipsó por completo el sentido de la solidaridad continental, el cual, por lo contrario, fué afirmándose paulatinamente y cristalizó en cierto modo al crearse, al final de la centuria, la Unión Panamericana.

En esa misma idea de solidaridad, unida a las de seguridad continental y de respeto a las soberanías de todos los Estados de este Hemisferio, se inspiró pocos años después la doctrina Drago, como reacción contra los ataques de que fue víctima Venezuela en 1902, y que constituye una clara condenación de la agresión en su forma más obvia: la armada. En la nota del Canciller Argentino de diciembre 29 de 1902, se advierte no sólo la preocupación por la integridad territorial de los Estados Americanos, sino también por la soberanía y por la libertad de acción de los Gobiernos de América, al considerar que tales procedimientos de violencia contra "una entidad soberana" comprometerían su existencia misma, haciendo desaparecer la independencia y la acción del respectivo gobierno.

A esa etapa de no intervención extracontinental sucede la aplicación del mismo principio en las relaciones interamericanas. No es éste el momento ni la ocasión de referirme a la serie de hechos que, al violar el principio- ya latente pero aun no formulado-de nuestro derecho Internacional, contribuyó a robustecer los anhelos de su pleno reconocimiento. Ellos son, demasiado conocidos por cuantos me escuchan. Basta recordar que, fracasado en la Mixta Conferencia, celebrada en La Habana en 1928, alcanzó su consagración en Montevideo en 1933, en la Séptima Conferencia, donde se aprobó la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados, cuyo Artículo 8 dice que: "Ningún Estado tiene derecho de intervenir en los asuntos internos ni en los externos de otro."

No puede olvidarse el hecho, muy importante, de que entre ambas reuniones se había iniciado la política del Buen Vecino proclamada por el Presidente Roosevelt, la cual, al fomentar la mutua confianza entre las naciones de nuestro hemisferio, dió vigoroso impulso a la conciencia de la solidaridad continental. Pueden recordarse las palabras del señor Cordell Hull con ese motivo: " ... .bajo el régimen del Presidente Roosevelt, el Gobierno de los Estados Unidos se opone, tanto como cualquier otro gobierno, a toda ingerencia en la libertad, la soberanía o en otros asuntos internos o procedimientos de los gobiernos de otras naciones."

Establecido así, en su forma más simple y escueta, el principio no podía escapar il proceso evolutivo de toda norma de derecho; esto es, al gradual desarrollo le sus elementos constitutivos y a la lenta fijación de su alcance verdadero. Y al efecto, tres años más tarde, en el" Protocolo Adicional Relativo a No Intervención" acordado en la Conferencia Interamericana de Consolidación de a Paz, reunida en Buenos Aires en 1936, se dice en el Artículo 1:

' Las Altas Partes Contratantes declaran inadmisible la intervención de cualquiera de ellas, directa o indirectamente, y sea fuere el motivo, en los asuntos interiores o exteriores de cualquiera otra de las Partes.

' La violación de las estipulaciones de este artículo dará lugar a una consulta nutua, a fin de cambiar ideas y buscar procedimientos de avenimiento pacífico."

Ya aparecen en este texto dos elementos nuevos. Por una parte, el de que la intervención se podría ser directa ni indirecta; y por otra, que la violación del principio daría lugar, si no a una sanción, sí a un procedimiento de arreglo entre los contendientes; esto es, a la etapa que, en la evolución de las normas sobre defensa del derecho, subsigue a la de la justicia por mano propia y es interior, en términos generales, a la de la justicia administrada por un órgano de la colectividad.

No cabe duda de que bajo la idea de la no intervención late con vigor la de la agresión a la soberanía. No es agresión solamente la invasión de un territorio, sino también lo es cuanto tienda a menoscabar la soberanía del Estado. Sin detenemos a demostrar cosa tan evidente, bastará recordar el Artículo 6 del Tratado de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro, que ordena la inmediata reunión del órgano de consulta, "Si la inviolabilidad o la integridad del territorio o la soberanía o la independencia política de cualquier Estado Americano fueren afectadas por una agresión que no sea ataque armado..."

Este precepto, que por decisión de la Comisión de Iniciativas de la presente Conferencia acaba de ser incorporado al Pacto Constitutivo, consagra la intangibilidad de la soberanía, esencia de la cual es actuar con libertad absoluta y no sufrir coacciones de ninguna especie procedentes de otro Miembro de la comunidad. Pero contiene, además, otro elemento de especial relieve: el de que la agresión puede no ser un ataque armado, sino de índole diferente.

La idea de la agresión ha venido desarrollándose paralelamente a la de no intervención. Ya en la Conferencia de La Habana se declaró que: "Toda agresión se considera ilícita y por tanto se declara prohibida." Y en otras posteriores se ha debatido el tema y se ha tratado de definir, aunque sin éxito todavía, el concepto de agresor.

Y no podía ser de otro modo; porque entre ambos conceptos, intervención y agresión, hay un íntimo nexo, que cada vez se hace más patente. Como ha dicho un autor, "Agresor no es el que viola las fronteras geográficas, sino las fronteras jurídicas." Y añadimos nosotros, agresor no es sólo el que con sus ejércitos invade el territorio de otro Estado, sino también el que, olvidando el respeto a la soberanía de ese otro Estado, intenta violentarla mediante coaciones que subyuguen la libre expresión de su voluntad, que es esencia misma de la soberanía.

Hay entre una y otra forma la misma distinción reconocida, desde hace más de 20 siglos, en el campo del derecho privado, entre la vis absoluta, o sea, la violencia física, y la vis compulsiva, o violencia moral. Todos los aquí presentes saben de sobra que primero se reconoció la violencia física como vicio de la voluntad porque, por su propia naturaleza, se percibió a gravedad más fácilmente por la conciencia jurídica de la comunidad, y porque su forma material de producirse engendró más rápidamente la alarma entre los hombres. Pero, tan pronto el derecho comenzó a espiritualizarse, hacia los dos últimos siglos antes de Cristo, se comprendió que no era suficiente la condenación de la violencia física; que había otra forma de violencia más sutil, y por lo mismo más peligrosa, pero no menos apta para afectar la voluntad de individuo, y era la amenaza moral, la coacción psicológica, que destruye la libertad del hombre y coarta su libre determinación. Este es la violencia moral, concretada en forma de amensa de un mal. La sociedad, hace más de 2.000 años, repitió el principio de coactus voluit, sed tames voluit (coaccionado quiso, pero quiso); y proscribió la violencia moral de las relaciones entre los hombres.

Esta noción ya está incorporada en nuestro derecho internacional. Por la Convención sobre Derecho y Deberes de los Estados, aprobada en la Séptima Conferencia, celebrada en Montevideo en 1933, nuestros pieblos se comprometieron a: ".. .no reconocer las adquisiciones territoriales o de ventajas especiales que se realicen por la fuerza, ya sea que ésta consista en el uso de las armas, en representaciones diplomáticas conminatorias o en cualquier otro medio de coacción efectiva." Adviértase cómo aparecen dos nuevos elementos:

primero la repudiación no sólo de las adquisiciones territoriales, sino también de cualquier otra ventaja: segundo, que la violencia no es sólo la que se ejerce por medio de la fuerza física, sino así mismo la moral, consistente en presiones diplomáticas o en cualquier otro medio de coacción efectiva. Esto equivale al reconocimiento y simultánea condenación de la violencia moral dentro de las relaciones interamericanas.

Es incontestable, señores, que una de las formas en que la coacción moral puede presentarse con caracteres más apremiantes es la económica; esto es, la adopción por un Estado de medidas de esa índole que, siendo aptas para producir en el agredido un mal grave y perturbador, lo constriñan a acceder a lo que por su libre voluntad no otorgaría.

Ese hecho tiene hoy un gravedad enorme, y habrá de tenerla mayor en lo futuro. Por un largo proceso económico, político y técnico, las naciones que forman la comunidad internacional han ido entrelazando y combinando sus respectivas economías de tal modo que no puede pensarse en la independencia económica de ninguna de ellas, sino que su interdependencia es en términos generales, un hecho incontrovertible. Ninguno de nuestros países puede bastarse a sí mismo por completo, si quiere mantener y mejorar el nivel de vida ya alcanzado, si quiere continuar disfrutando de los beneficios de la civilización. En numerosas conferencias mundiales e interamericanas se han hecho esfuerzos por coordinar las economías de las diversas regiones para beneficio de los hombres. No citaré más que la recientemente celebrada en La Habana sobre comercio y empleo, y esta misma en que ahora estamos, en la que se elabora el convenio básico sobre cooperación económica interamericana.

¿Qué significa esa afán de armonizar las producciones nacionales? No otra cosa que el reconocimiento del hecho de que dependemos los unos de los otros, en mayor o menor medida, y de que esta interdependencia es la que puede dar lugar a una agresión de tipo económico. Claro está que ciertos países estarán más expuestos que otros; pero todos pueden ser víctimas, unos no recibiendo productos que necesitan importar, y otros no pudiendo exportar sus productos básicos a sus mercados naturales o usuales productos de los cuales vive principalmente su población.

Como ha dicho el actual Canciller de Cuba, señor Rafael González Muñoz, en reciente folleto titulado, la "Doctrina Grau", en el que estudia este problema : " Todas las naciones son vulnerables a este tipo de agresión, pero aquellas cuyas ecomomías son incipientes o descansan teóricamente en una producción limitada o no diversificada, lo son con más razón todavía, puesto que el ataque a uno de sus productos básicos puede repercutir sobre la totalidad de su estructura económica. Es, por lo tanto, preocupación fundamental de nuestra época el encontrar fórmulas que proscriban las prácticas que puedan causar tan graves perjuicios..."

Así lo comprendió hace años Colombia cuando, en la Octava Conferencia Internacional Americana, reunida en Lima en 1938, presentó un Proyecto de Tratado de Liberalización del Comercio Interamericano y de No Agresión Económica, uno de cuyos considerandos decía así".. .la agresión económica produce perturbaciones en las relaciones políticas de los Estados y desvirtúa el verdadero sentido de los principios de no agresión y de arreglo pacífico de las diferencias internacionales". En el Artículo V del mismo proyecto, se establecía que: " Las Altas Partes Contrátantes declaran solemnemente que condenan la agresión económica en sus relaciones mutuas y que renuncian al empleo de todo método coercitivo de carácter económico como recurso para crear situaciones especiales, para influir en las divergencias que surjan entre ellas o para definir tales divergencias."

Esta propia gran nación que hoy nos ofrece generosa hospitalidad , y por cuyas tradiciones democráticas y valores morales e intelectuales siento honda admiración, reprodujo su tesis en el seno del Consejo Interamericano Económico y Social, que preparó el proyecto de convenio básico. Allí también se pronunció en forma análoga la Delegación de Chile. Es cosa clara que si no se proscribe la agresión económica, no podrá llegarse a una completa armonía en los sistemas económicos de América. Ante el temor de que tal agresión ocurra, cada nación tratará de desarrollar todas las formas de producción, para bastarse a sí misma en la mejor forma posible.

Secuela de ello la lucha de aranceles para proteger artificialmente determinadas industrias. Ningún país querrá correr el riesgo de que, después de haberse dedicado a producir lo más adecuado según sus condiciones físicas, confiando en el normal desenvolvimiento del comercio intercontinental, un buen día se encuentre sumido en un caos económico por diferencias políticas o de otra índole con otro Estado.

El proyecto de Cuba 1 que ha sido presentado no sólo para el convenio básico, sino también como un artículo para los derechos y deberes de los Estados, enfoca la agresión económica en forma más concreta que el proyecto colombiano. He aquí su texto:

"... ningún Estado Americano podrá aplicar unilateralmente a otro medidas coercitivas de carácter económico que constituyan una represalia o que tiendan a forzar la voluntad soberana del Estado a que se apliquen."

Analicemos brevemente su contenido.

En primer lugar, se establece que la medida proscrita no puede ser aplicada unilateralmente, y tal cosa es consecuencia forzosa de normas vigentes. Las medidas económicas contra un país determinado son una forma de sanción aplicable a un Estado rebelde por la colectividad, de acuerdo con el Artículo 41 de la Carta de las Naciones Unidas y el 8 del Tratado de Río de Janeiro. No hay duda, pues, que la aplicación colectiva es lícita; pero ese mismo reconocimiento de la legalidad de la medida aplicada por el órgano de la comunidad entraña, a contrario sensu, la ilicitud de la medida unilateral. Las medidas económicas coercitivas son ya, en el derecho internacional, una forma de sanción para quien se rebele contra el orden jurídico mundial, una pena impuesta a quien haya cometido un delito; y ellas, en consecuencia, no pueden ser aplicadas más que por el órgano investido de potestad punitiva, esto es, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o el órgano de consulta dentro del Sistema Interamericano, del mismo modo que, en el campo interno de cada Estado, éste no puede permitir al simple individuo que se arrogue la facultad de imponer a otro las penas o medidas establecidas en el Código Penal.

En segundo lugar, el proyecto cubano se refiere al caso en que las medidas económicas se utilicen como forma de coacción. No considero necesario insistir mucho sobre este punto. Creo haber demostrado ( aunque realmente no necesitaba hacerlo, dada la cultura de quienes me escuchan): primero, que la no intervención es hoy principio cardinal del Sistema Interamericano; segundo, que la intervención puede manifestarse no sólo en forma de invasión armada ( vis absoluta), sino también en la de coacción contra la libre manifestación de la soberanía (vis compulsiva), y tercero, que la coacción puede adoptar la modalidad de la medida económica y la gravedad de ésta, habida cuenta de la creciente interdependencia de las economías nacionales ( agresión económica).

Por tanto, como lógico desarrollo de ese principio, y contribuyendo así al progresivo desarrollo de nuestro derecho internacional, podemos reconocer de manera explícita, y concreta, que la agresión económica en este aspecto es contraria a los principios del panamericanismo.

El último aspecto que nos falta examinar es el de la represalia, y tampoco requiere un razonamiento extenso. La represalia es la reacción de quien se siente agredido contra aquel a quien considera agresor, para infligir a éste algún mal en castigo por su ataque. Podrá decirse que la represalia es una forma de defensa que no debe negarse al Estado que se considere agredido. Pero, ¿ no es ésta la justicia por mano propia ? ¿ Y no estamos empeñados en que los Estados Americanos resuelvan sus diferencias por medios pacíficos? ¿ No nos esforzamos por superar esta etapa de las relaciones internacionales para entrar en la de la justicia colectiva? ¿ No hemos oído en una de las comisiones de esta Conferencia una serie de brillantes discursos en favor del arbitraje compulsivo y de la jurisdicción obligatoria de la Corte Internacional de Justicia? ¿ Son compatibles esas manifestaciones con la posibilidad de dejar en manos de cada Estado el derecho de represalia?

La Sociedad de las Naciones en primer término, las Naciones Unidas después, y la Organización de los Estados Americanos finalmente, constituyen esfuerzos por salir de la etapa de la justicia por mano propia y entrar en la de la justicia por la comunidad mediante su órgano correspondiente. Dentro de esta fase, es principio fundamental que no pueda el interesado hacerse justicia por sí mismo, ni aplicar al infractor medidas que la ley tiene reconocidas como tipo de sanción. Todo ello, sin necesidad de referimos al peligro que tal cosa inplica para el mantenimiento de la paz en el Continente.

Nada digamos de lo que significa la represalia analizada a la luz de la política del Buen Vecino, de la cual constituye una flagrante violación. Si un Estado se considera injustamente perjudicado por otro, debe de acudir a alguno de los medios pacíficos para resolver su conflicto, pero no arrogarse el derecho de imponer por sí mismo la sanción. Mientras ese principio no se acepte sin vacilaciones ni eufemismo, no entraremos en un mundo americano organizado conforme al derecho y la justicia, sino que continuaremos en las relaciones internacionales dentro de la que pudiéramos llamar "etapa intergentilicia", como con gran acierto observara, hace ya mucho años, Sir Henry Sumner Maine.

Si bien los Estados débiles, militar o económicamente, son los que con más facilidad pueden ser víctimas de la agresión económica, ninguno está a cubierto de la misma; y ella es arma que, en determinadas circunstancias, puede también ser empleada por los pequeños, como acertadamente dijo el Embajador Belt en el discurso que pronunció ante la sesión plenaria de la Conferencia, en el que calificó la agresión económica como último baluarte del intervencionismo.

No quiero abusar más de vuestra paciencia ni de vuestra benévola atención, pero no puede terminar sin adelantarme a algunas posibles objeciones. Se me dirá que en este problema forzosamente interviene el concepto de la agresión, muy difícil de definir; que será preciso también determinar cuando hay o no represalia, etcétera. Pero contestaré, si tal cosa se me argumentara, que la agresión no ha sido definida; que sin embargo, ya está reconocida en textos vigentes; y que el determinar si un hecho es o no agresión tiene que hacerse aposteriori, apreciando las circunstancias del caso. Mas lo que interesa es proclamar el principio, para que éste pueda comenzar a desenvolverse y perfeccionarse. La misma dificultad se presenta en la aplicación de las normas a que me he referido y en la de otras muchas más, que no por eso dejaron de ser aprobadas y son hoy preceptos en vigor. Tal cosa no puede alarmar a los juristas, que conocen muy bien el proceso evolutivo de la vida de las leyes.

Cuando surja el conflicto sobre si una medida es o no una agresión económica, debe resolverse por los medios pacíficos, tan caros a los países americanos; y la solución arbitral e judicial irá realizando esa fina labor interpretativa, a la que tan acostumbrados estamos los hombres consagrados al derecho.

Quiero terminar reproduciendo las siguientes palabras del Embajador Belt, en su discurso antes aludido:

"Con la condenación unánime de las amenazas y agresiones de carácter económico, esta Conferencia daría un paso firme y seguro hacia la eliminación de una de las principales causas de conflictos entre pueblos, eliminando, al mismo tiempo, uno de los obstáculos más difíciles de superar en el camino de la cooperación económica."

Novena Conferencia internacional Americana. Bogotá, Colombia. 1948.


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