Ocurrió en NavidadEran apenas las seis de la tarde. Las sombras de la noche se agazapaban detrás de un sol lánguido que se sumergía lentamente en el mar, tiñéndolo de ocre y fuego. Como lo hacía cada tarde, Ana María salió al amplio frente de la casa, al espacioso jardín profusamente engalanado con una gran variedad de flores que cuidaba con esmero. Había en él rosas de todos los tonos - desde las blancas y gualdas hasta las del más encendido rojo. Jazmines, gardenias, azucenas, siemprevivas y jacintos contribuían a su esplendor. Enredaderas multicolores cubrían las paredes, circundando los balcones en armonioso despliegue de gracia y simetría. Tímidas flores que abren sus sedosos pétalos al atardecer, impregnaban la fresca brisa nocturnal con su incomparable aroma. Ana María era joven y de facciones delicadas. Su cuerpo, grácil y bien formado, podría haber inspirado a más de un escultor. Apoyada sobre la puerta de la reja, miraba insistentemente hacia el lado este de la calle, como tratando de vislumbrar en lontananza a quien esperaba cada tarde con impaciencia. El viento jugaba con sus cabellos azabache, agitándolos caprichosamente. Brisas intermitentes envolvían apretadamente su cuerpo con las sedas de su vestido, realzando la firmeza de sus voluptuosos senos y la perfección de sus caderas. Escudriñando el horizonte con ojos entornados, divisó al fin la figura familiar del muchacho, con su guitarra enfundada, desplazándose en dirección a la casa. El corazón le dio un vuelco y sintió en su interior la felicidad que la invadía cada vez que lo atisbaba en la distancia. Lo había visto muchas veces, siempre después de las seis, caminar hasta la esquina y doblar hacia la avenida donde se detienen los autobuses que van al centro de la ciudad. A menudo intercambiaron saludos y en algunas ocasiones sostuvieron breves diálogos, pero ella ardía en deseos de adentrarse más en la vida del extraño que había despertado su interés y por quien ya albergaba sentimientos que sólo el corazón entiende. Era alto y esbelto, de cabellos obscuros, largos y bien cuidados. Parecía tener unos veinticinco años de edad Sus ojos intensamente negros y sus delgados labios carmín acentuaban la palidez marmórea de su rostro. Ostentaba un porte elegante. Rumoreaba la gente que era un bohemio, sin trabajo fijo y sin residencia conocida. Decían que se buscaba la vida tocando la guitarra en clubes nocturnos hasta las primeras horas de la madrugada y que dormía de día. No se sabía su apellido ni si tenía familia; solamente que su padres habían venido de Cuba y que se llamaba Ricardo. Ana María disfrutaba inmensamente los minutos esporádicos con él y escuchaba ensimismada sus relatos. Dijo que aprendió a tocar la guitarra desde muy pequeño y que la música instrumental lo subyugaba. Hablaba con respeto y entusiasmo de su ídolo, el maestro Andrés Segovia, virtuoso a quien desearía emular, y de su sueños de poder adquirir algún día una guitarra similar a la que él usó. Una tarde, casi al final de una charla breve y amena, Ana María hizo esfuerzos extraordinarios para vencer su propia timidez y alcanzó a decir con voz casi balbuciente: - “Me encantaría oír algún día cómo tocas la guitarra ... ¿Seria posible?” - “El próximo Jueves es la víspera de Navidad y estoy libre. Podría venir a esta misma hora, si me lo permites ...” Ana María despertó el Jueves como a eso de las ocho y entró al espacioso guardarropa de su dormitorio. Colocándose frente al espejo que la reflejaba de cuerpo entero, giró lentamente sin dejar de mirar su propia imagen. Esbozó una sonrisa de aprobación y empezó a deslizar sus manos sobre cada uno de los vestidos que colgaban de las perchas. Seleccionó uno con brillo, color añil, que le quedaba ligeramente ajustado. Con el vestido sobre un brazo, se inclinó sobre los compartimientos de plástico transparente en los que guardaba sus numerosos pares de calzado. Seleccionó unos en color blanco, de tacos bajos, que le dejaban al descubierto el empeine y las líneas donde comienzan los dedos. Eran las seis y media de la tarde. Ana María había estado a la espera, desde las seis, reclinada sobre la puerta de la reja. Ricardo se aproximó con paso apurado. Venía vestido de blanco, con pantalones muy ceñidos, camisa celeste parcialmente desabotonada, que dejaba ver parte de un torso vigoroso y cubierto de vellos. La blancura inmaculada de su chaqueta contrastaba con sus cabellos, obscuros y abundantes, con rizos que descansaban sobre sus hombros. Sus ojos negros parecían más profundos que nunca. “¡Gracias por venir, Ricardo!”, exclamó Ana María recibiéndolo con un abrazo y un beso a los que él correspondió con afecto. “Gracias por invitarme”, respondió él. Se sentaron frente a una mesa de madera rústica ubicada en la parte de atrás del jardín, a poca distancia de un viejo columpio que chirriaba impulsado por el viento. Ana María entró presurosa a la casa y trajo consigo una botella de champagne con hielo y una bandeja con bocadillos que había ordenado de la panadería italiana. Bajo el brazo traía un mantel blanco que Ricardo desdobló y colocó sobre la mesa. Volvió al interior de la casa y regresó con dos copas de cristal y servilletas. Charlaron de muchas cosas mientras comían y bebían. El se sentía cómodo con ella, como si la hubiera conocido toda su vida. Ella reía alegremente mientras relataba historias de su adolescencia. Jamás había encontrado alguien como Ricardo, que la comprendiera y escuchara con profunda atención. Ambos estaban disfrutando de una de las mejores veladas de sus vidas. Ana María dijo, sonriendo, que extrajera la guitarra de su funda mientras iba por una segunda botella de champagne. “¡No tardes mucho, que músico sediento no toca bien!”, contestó él en tono de broma. Ella se volvió y lo abrazó diciéndole entre risas: “No te preocupes que esta noche tú y yo saciaremos nuestra sed”. Las primeras notas de Chaconne, bella y difícil pieza para violín, de Bach, brotaron de la guitarra añadiendo el toque mágico a la noche. Ana María se sentó frente a Ricardo, totalmente absorta en su música. El llenó su copa, la levantó hacia ella, a modo de brindis, y bebió ininterrumpidamente el dorado contenido. Pasó sin más preámbulos a entonar, una tras otra, Recuerdos de la Alhambra, Capricho Arabe y Nous Voici Dans La Ville, una canción navideña francesa del siglo quince. Ana María aplaudía frenéticamente. El se sentía inmensamente feliz de que su arte fuese apreciado con emoción tan intensa, pese a que nunca tocó para audiencia tan pequeña en número. Hizo una pausa para libar mas champagne. Ella bebía a la par. Una vez más, Ricardo volvió a la guitarra para interpretar la romántica Fantasía Impromtu, Opus 66, de Chopin, pero no alcanzó a terminar la pieza. Ana María corrió a su lado, tomó suavemente la guitarra de sus manos y la depositó delicadamente sobre la mesa. Sentándose sobre las faldas del muchacho, colocó el brazo derecho alrededor de su cuello y con la mano izquierda llevó su propia copa a los labios del bohemio, quien bebió el burbujeante licor de un solo sorbo. Los labios de Ana María se posaron sobre los de él con gran ternura. Su cuerpo vibraba con deseo Fue un beso largo y ardiente ... La luna pareció ocultarse parcialmente detrás de una nube viajera para iluminar discretamente el jardín con luz tenue. Los jóvenes amantes, ebrios de pasión, yacían sobre el húmedo césped, absortos en caricias prohibidas y susurros íntimos. Las flores envolvían la noche en fragancias exquisitas. Mil grillos emitían sonidos estridentes y contínuos, cual himnos a la vida y al amor. La refrescante brisa veraniega agitaba los delgados árboles que herían el silencio de la noche con su quedo crujir. Una lluvia rápida y menuda descendía sobre Ana María y Ricardo, como bautismo purificador al acto más sublime que un hombre y una mujer puedan realizar juntos. Era casi la una de la mañana. Era el Día de Navidad. * * * Afuera hacía un día hermoso, soleado y fresco. Ana María aplicó los últimos toques a su maquillaje. Ricardo ya estaba esperándola en el auto. Lucía elegante, vestido de color azul marino. Recorrieron presurosos las calles de la ciudad y llegaron cinco minutos antes de la hora a la residencia del notario. En presencia de él y a los acordes suaves, casi imperceptibles, de música de órgano, prometieron amarse eternamente. Juraron estar juntos en salud y en enfermedad, en abundancia y en pobreza. Totalmente embargados por la emoción y con lágrimas que no pudieron reprimir, prometieron permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Sellaron sus votos con un beso, entre felicitaciones del notario y su esposa y destellos de flashes fotográficos. No pudieron haber escogido día más propicio para unir sus destinos formalmente que el 24 de Diciembre, fecha que marcaba dos aniversarios de su primer encuentro amoroso, con la hermosa casa y el colorido jardín como testigos. A la medianoche, ambos se abrazaron. "Feliz Navidad, amor mío", musitó Ana María. Ricardo, solemnemente, entregó a su flamante esposa el regalo de Navidad: un elegante estuche conteniendo el anillo de diamantes más hermoso que ella jamás haya visto. Había gastado en ella --con gran cariño y desprendimiento-- el dinero que había ahorrado por mucho tiempo para comprar una guitarra como la que usó el maestro Segovia. Ana María, por su parte, observó con indescriptible alegría la expresión de Ricardo cuando éste abrió la enorme caja que contenía su presente de Navidad: una guitarra construída en la tradición de José Ramírez, eximio fabricante de instrumentos de cuerdas y favorito de Segovia. La hermosa guitarra, con formas de mujer, ostentaba finísimo cedro rojo y abeto en la tapa; palisandro en el fondo y en los lados. El puente, la pala, el diapasón y demás elementos habían sido fabricadas exactamente como los prefería el gran Andres Segovia. Ricardo afinó la guitarra en dos minutos y realzó la Nochebuena interpretando hermosas composiciones para su adorada, en concierto exclusivo que duró hasta la alborada. Y todo esto ocurrió en Navidad ... FIN Hugo Corzo
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