EL MAYOR ENEMIGO DE LA LIBERTAD

por Hugo J. Byrne


“La sociedad surge de nuestras necesidades humanas y el gobierno de nuestras lacras; la primera promueve nuestra felicidad positivamente, mediante la unificación de nuestras inclinaciones y el segundo negativamente, mediante la restricción de nuestros vicios”

Thomas Paine (preámbulo de “Common Sense”).


Recientemente, durante una conversación de sobremesa con viejos amigos, surgió el socorrido tema de la legitimidad política y la diferencia real entre una sociedad de derecho y otra que no lo es. El resultado del intercambio no me satisfizo en absoluto, pues a pesar de que acababa de saborear un delicioso dulce de flan de coco (recomendable al paladar, aunque no al colesterol), me quedó un gusto definitivamente amargo en la boca.

En realidad fue menos lo que se dijo como lo increíblemente implicado en algunas de las ideas expresadas. ¿Son los gobernantes electos los servidores del público, o viceversa? ¿Es la democracia por sí sola, huérfana de salvaguardas legales al estilo de la antigua Grecia, la garantía de nuestros derechos? ¿Debe la voluntad popular mayoritaria decidir totalmente el destino de cada individuo en medio de una sociedad civilizada? ¿Cuál es la verdadera fuente de derechos? ¿El estado? ¿Puede el estado suprimir nuestros derechos básicos si la mayoría está de acuerdo con ello en un momento dado? Si la fuente de nuestos derechos es el estado, entonces no hay duda que compite a ese organismo burocrático mantenerlos o suprimirlos. Quien provee puede eventualmente quitar y a menudo lo hace.

Bien recuerdo cuando Fifo en sus interminables discursos durante los primeros años del establecimiento del sistema totalitario en Cuba, comparara la dócil multitud que rodeaba su tribuna con una “democracia irrestricta” a la griega. “¿Quién sino el estado debe dirigir los mecanismos económicos de la sociedad? ¿Cómo defender nuestra “revolución” de las reacciones del capitalismo revanchista? ¿No tenemos acaso el derecho de ajusticiar a los contrarrevolucionarios que amenazan el interés público? ¿Armas para qué?”

Cuando se sentía la consabida rugiente respuesta de la turba, siempre en consonacia a los deseos del mandamás, el Tirano concluía con gesticulación dramática que la voluntad popular soberana se había hecho saber. Ese mecanismo, agregaba Fifo, constituía la verdadera democracia en funciones. Incluso, lo mismo que escarnecía meses atrás, después podía alabar con el mayor cinismo y desvergüenza, siempre y cuando beneficiara su furtiva agenda totalitaria. “¡Queremos armas y aviones para defender y avanzar la revolución!”

Creía yo que nuestras experiencias eran más que suficientes para adquirir una cierta base intelectual en el destierro. Aparentemente no. Uno de mis amigos comensales me demostró precisamente todo lo contrario. “La Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana podría ser derogada por el Congreso con la cooperación del Ejecutivo. Tal acción del estado sería completamente legal y estaría refrendada por esa misma Constitución”.

Cuando objeté como incierto semejante disparate, mi amigo casi se ofende. Para modificar la Constitución norteamericana es necesario un complicado proceso de aprobación por parte de las legislaturas estatales en exceso de las tres cuartas partes de los cincuenta estados. En la actualidad existen veintisiete enmiendas. Recientemente se ha tratado con insistencia de agregar una protegiendo la bandera norteamericana contra una profanación deliberada. A pesar de su inmensa popularidad y del respaldo de prestigiosas organizaciones de veteranos, esa iniciativa no ha tenido éxito. ¿Motivo de su fracaso? Posible conflicto con la primera enmienda. Hasta donde sé nunca se ha intentado seriamente derogar ninguna enmienda constitucional, aunque se ha hablado y escrito extensamente del tema.

El inicio del intercambio de ideas se originó por mi pobre opinión sobre uno de esos políticos profesionales que hace más de tres décadas vive del erario público en California. Mi amigo objetó mi clasificación del individuo. Respeto su opinión, pero de lo que él consideró como un “debate”, concluí que su manera de valorar el proceso electoral como único fundamento a una sociedad libre, es erróneo. A la salud social lo que realmente importa es la civilidad de la instituciones. El proceso electoral es solamente el mecanismo que dentro del marco constitucional selecciona los temporales servidores públicos. La medida de esa salud social se determina por el sacrosanto respeto a inalienables derechos, que por definición son siempre individuales. A eso aspiraban los sabios fundadores de esta república norteamericana, que ya va por la mitad de su tercer siglo.

Esas diferencias fundamentales tiene Estados Unidos incluso con otras llamadas democracias, en las que los derechos individuales, con la ya dudosa excepción de Gran Bretaña, no son la fuente de las instituciones, sino al revés. Apreciación de estas realidades, profundamente conocidas de algunos de nuestros próceres como Agramonte y Martí, constituyen nuestra mejor arma en la lucha por lograr algún día una Cuba libre y en ella una república duradera, si es que ese es nuestro objetivo.

Y la ignorancia de ellas es quizás el peor enemigo de nuestras libertades, no importa quiénes seamos, quiénes creemos que somos, dónde vivamos, o a qué aspiremos.



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