NORTEAMERICA, ESPAÑA Y LA IGLESIA

Por Hugo J. Byrne


Toda vez que su propaganda se basa en la blasfemia de identificar al régimen castrista con Cuba, nada ni nadie que abiertamente desafíe a ese régimen puede ser visto por la jauría de Castro como patriótico o loable. Por ello he sido llamado anticubano en sus deleznables gacetillas (el libelo “Granma”) y por sus corifeos y perritos falderos de allende los mares. Es mi deseo más ferviente que perseveren en eso. Para mí el veneno que vomitan en sus cotidianos ataques contra mis hermanos de Cuba libre o directamente contra mí, son condecoraciones honrosísimas. Si estos cipayos me alabaran, si su propaganda cantara mi loa, entonces sí tendría muy poderosas razones para sentirme insultado y ofenderme.

Existen otros tres “anti” de los que he sido acusado durante este largo exilio. He sido a veces tildado de antinorteamericano, antiespañol y anticlerical. Como quiera que las tres acusaciones no siempre representan mala fe, sino ignorancia, deseo describir hoy en cuáles acciones o actitudes mías pretensamente se basan.

En 1969, décimo aniversario de la toma del poder político por la Tiranía, varias “organizaciones de frente” trataron de celebrar la esclavitud de Cuba en una “iglesia no denominada” de Los Angeles. Los volantes que anunciaban el repugnante evento presentaban la cara del delincuente internacional Ernesto “Che” Guevara, quien hacía menos de dos años había recibido su merecido en Bolivia. Un grupo indignado de jóvenes cubanos exiliados se personó en el local. Al suscitarse una confrontación física, los vapuleados “compañeros de viaje” se vieron en la necesidad de batir una retirada ignominiosa. En esa época un servidor de los lectores escribía una columna política para el desaparecido semanario “La Prensa de Los Angeles” y como es de suponer mis trabajos no eran del agrado de la izquierda local y en especial de los traidores en la prensa, el Congreso de Estados Unidos y el llamado “movimiento contra la guerra en Vietnam”.

Los militantes cubanos responsables por la incursión en el cubil castrista retrataron la paliza, enviando las fotos por correo sin remitente a las oficinas de “La Prensa”. Con el permiso de su desaparecido editor y co-propietario, el inolvidable amigo Renán Romero y asumiendo yo todas las responsabilidades legales, publiqué las fotos en mi columna, junto a una nota describiendo los acontecimientos. Eso hizo que ardiera Troya: la izquierdista directora del área de Los Angeles para una conocida organización caritativa (quien dejó este mundo hace muchos años) afirmó al FBI que yo había participado en la reyerta y que había entrado ilegalmante a Estados Unidos. De acuerdo a Romero, los investigadores federales le informaron a la denunciante que no existían pruebas de mi participación en el disturbio, que yo no tenía antecedentes penales, que había ingresado a E. U. de manera legal, que había obtenido baja honorable del ejército tras servirlo voluntariamente, que pagaba impuestos y era cabeza de familia: en suma, un “outstanding citizen”.

Como “evidencia de mi antiamericanismo” esta gratuita enemiga “liberal” utilizó artículos en los que yo reprochaba a la administración de Johnson su traición a los pueblos vietnamita y cubano y a los intereses de Estados Unidos. Más tarde hice otro tanto con los gobiernos de Nixon y Ford, a los que consideraba entonces y sigo creyendo hoy, los máximos responsables del baño de sangre que sufriera toda Indochina después de 1975. Para este servidor de los lectores, Estados Unidos ha sido y es objeto de una larga e histórica traición bipartita. En ese proceso criminal, aliados de Norteamérica, como Cuba, han sido también víctimas de acciones como la innecesaria intervención terrestre de 1898, el impedir la entrada victoriosa a Santiago de las tropas insurrectas, nuestra exclusión infame del Tratado de París y la desmovilización arbitraria del Ejército Libertador. Excepto reaccionar a la confiscación de propiedad norteamericana con el llamado “embargo” en los años sesenta, Washington (demócratas y republicanos por igual) históricamente ha rendido tributo verbal a la libertad de Cuba, mientras perseguía con diligencia y saña a cuantos cubanos libres intentaran seriamente alcanzarla. Para ciertos individuos reconocer esas realidades equivale a ser antiamericano. Dejo a la discreción de los lectores el análisis de la retorcida lógica en semejante proposición.

La acusación de anticlerical aparentemente trata de fundarse en mi objetiva apreciación del Vaticano como una entidad temporal con intereses políticos materiales, no siempre al unísono con los de Cuba, o en verdadera sintonía con el Evangelio. Durante la visita oficial a Castrolandia del Papa Juan Pablo II, expresé honestamente la opinión de que la misma no tendría resultados positivos para la libertad de Cuba, sino todo lo contrario. Es muy evidente que no me equivoqué. Además, nunca podría comulgar con la impunidad de pedófilos aunque estos sean sacerdotes ordenados y sus protectores obispos y cardenales. El antiguo Arzobispo de Boston (también gran amigo del Tirano Castro) encontró refugio permanente en El Vaticano y el Cardenal Mahoney de Los Angeles, a pesar de pruebas documentales que lo evidenciaban relocalizando curas pedófilos, continúa en su diócesis, a ciencia y paciencia de La Santa Madre Iglesia. Las oraciones y votos del Cardenal cubano Jaime Ortega Alamino por la pronta recuperación del Tirano son injurias a la memoria de tantos patriotas, católicos y mártires, masacrados por el Asesino en Jefe y sus pretorianos. No creo que el rechazo del vicio y la condena del crimen constituyan anticlericalismo o cisma de una fe en la que nací y en la que he de morir. Por el contrario, lo considero obligación inalienable de todo cristiano.

Es muy difícil encontrar un cubano que no tenga sangre española y no soy excepción, aunque mi tatarabuelo paterno fuera irlandés y, por consiguiente lleve su apellido. Pero mi tatarabuela paterna era de apellido Sardiñas y el de la familia de mi abuela materna, Santizo, es el nombre de un pueblo en Galicia. La relación estrecha entre las letras castellanas y muchos individuos en mi familia (entre los que no me cuento), debía ser por sí sola suficiente para ridiculizar la peregrina acusación de antiespañol. Aunque sostengo que es la persona quien debe honrar su nombre y nó viceversa, me siento orgulloso de mis antepasados, como también de mi nacionalidad y cultura. Tengo muy buenos amigos y no pocos lectores en España.

Eso no me hace cerrar los ojos ante los crímenenes de los gobernantes de España en Cuba. Los de la colonia y los de ahora. Antonio Cánovas y su subordinado Valeriano Weyler nos costaron más de 300,000 muertos a finales del siglo XIX, en los primeros campos de concentración en los anales del genocidio. No eran rebeldes muertos en buena lid, sino inocentes mujeres, niños y ancianos. Esa tragedia no pudo impedir la destrucción de la zafra o el control de las áreas rurales por la insurrección. A la postre ni siquiera pudo impedir la independencia: a sabiendas del inevitable resultado, Madrid entabló hostilidades con Estados Unidos en la esperanza de preservar la monarquía, nó para ganar una guerra que sabían irremisiblemente perdida. El PSOE, después de más de cien años, todavía “defiende El Caney” para irritar a Norteamérica. ¿Qué les importa que las víctimas sean de su mismo idioma, cultura y sangre? La ética comercial es la misma que en tiempos coloniales.

Desde la llegada al poder totalitario del hijo antiamericano de un soldado de Weyler (y por esas mismísimas razones), el gobierno “anticomunista” de Franco mantuvo y expandió relaciones diplomáticas y comerciales con Castro, ignorando insultos y vejaciones. Después de la muerte del dictador y con la aprobación calurosa del Rey, todos los gobiernos españoles ha hecho otro tanto a excepción de Aznar. Y este último, sólo en el orden retórico. La explotación evidente de infelices cubanos y el “apartheid” económico y social en Castrolandia no los arredra. ¿Qué cubano digno podría ignorar esa agresión implícita? ¿Qué hombre justo podría?



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