MEDITACIONES SOBRE LA GUERRA CONTRA EL TERRORISMO

por Hugo J. Byrne


¿Aprecia el norteamericano común la realidad de que se encuentra librando una guerra por su supervivencia? Un análisis sobre cuál debe ser la respuesta a esta pregunta es labor compleja. Básicamente la mayor parte de la ciudadanía de este país tiene una somera visión de la catástrofe de dimensiones universales que resultaría del triunfo de quienes enarbolan como estandarte la fe ilimitada en el Islam fundamentalista. También el ciudadano promedio comprende algo de cómo su vida y la de su ambiente se vería radicalmente afectada. En términos generales la premisa de que nuestra supervivencia depende de una victoria futura sobre quienes no vacilan en destruir vidas inocentes para lograr sus fines, es compartida más o menos por la mayoría de los norteamericanos.

Sin embargo, la que está muy lejos de estar clara es la capacidad ciudadana para la comprensión de los sacrificios, las dificultades y el tiempo que requiere una guerra de esta naturaleza. El problema es que no existen precedentes a luchar contra un adversario sanguinario y sin escrúpulos, casi siempre invisible y con gran frecuencia suicida. Cómo enfrentar con éxito ese enemigo artero y, a pesar de todos sus reclamos espirituales, implacable y sin piedad, es un contínuo, legítimo debate. Esto nos lleva a la manzana de la discordia en que se ha convertido la infortunadamente politizada guerra de Iraq. “The War of choice” (la guerra escogida), es como la llaman muchos políticos demócratas, para distinguirla del resto de los frentes en esta guerra, que es tan difícil e ingrata como todas, pero quizás más larga y frustrante que ninguna.

¿Son en realidad dos guerras separadas la de Iraq y la que tenemos que librar contra quienes desean aniquilarnos de no convertirnos a su fe, sin importar el costo a nosotros o a ellos? Si el amable lector hiciera esa pregunta a quien escribe, mi enfática respuesta sería que nó. He aquí mis razones.

En realidad el conflicto de Iraq es simplemente el frente más activo, sangriento y costoso de esta guerra antiterrorista y esa es precisamente la razón por la cual se ha politizado. ¿Cuál habría sido la reacción popular, política y de los medios de difusión ante una pacificación exitosa de Iraq, inmediatamente después que las tropas de la Coalición alcanzaran el objetivo de derrotar a las fuerzas leales a Sadam Hussein, derrocando a su régimen? Recordemos los altos niveles de aprobación del presente gobierno durante esos días de victoria militar relampagueante, antes de que hiciera crisis la presente insurgencia terrorista y antes de que la prensa se dedicara totalmente a magnificar sus miserias humanas.

De lo que se deduce que ese mismo público norteamericano hoy frustrado por la continuación del derramamiento de sangre y los asomos de lucha sectaria en Iraq, lo que realmente deplora no es el esfuerzo, sino la demora costosa en obtener resultados. Hay un viejo cuento español sobre un padre y su hijo asistiendo a una reunión política, en la que el orador de turno, quien recibía ovaciones contínuas del público asistente, también se ganaba los elogios del padre: “¡Cuán bien habla este hombre, hijo mío”, clamaba el padre haciendo grandes gestos de aprobación al pequeño. Al final de su perorata el orador pidió a la concurrencia que contribuyera con diez duros por cabeza a las arcas del partido. “!Vámonos de aquí pronto, que este tío ya está hablando idioteces!”, dijo entonces el padre a su retoño. Tal como en esa conseja, el público norteamericano deseaba una victoria total contra el enemigo fanático y retrógrado, pero la quiso en el menor tiempo posible y con el mayor ahorro de vidas y dinero. Nadie puede pronosticar un final próximo ni una solución económica en el frente de Iraq.

El amable lector sabe que no soy apologista de Bush. Detesto su política con respecto a nuestros combatientes y a la libertad de Cuba. Su duplicidad en ese respecto es en mi criterio evidentísima. No ha sido honesto con los cubanos del exilio ni con los que son rehenes en Cuba. Después de sus desmanes y persecución contra Posada Carriles, Alvarez, Mitat y otros cubanos libres, tengo una muy buena sugerencia de lo que puede hacer con sus cacareados $80 millones. Sin embargo, en el tema de Iraq aunque torpe y falto de la muy necesaria elocuencia, ha sido honesto con sus compatriotas: Nunca vaticinó una victoria fácil ni rápida.

La guerra “aséptica” y sin bajas norteamericanas, al estilo de la campaña de Bosnia para salvar a millares de musulmanes del “ethnic cleansing” a que los sometía el dictador servio, es una ocurrencia insólita. Como regla general toda guerra es sangrienta, costosa y trágica para todos los beligerantes. Lo que sí distingue a las guerras entre sí, la diferencia real entre ellas consiste en cómo terminan: La victoria tiene mil padrinos. La derrota es siempre huérfana.

Sin duda Vietnam y Bahía de Cohinos fueron dos derrotas para Norteamérica. Derrotas que tienen el oprobioso denominador común de que ambas fueron auto infligidas. Además fueron parcial y temporalmente revertidas (en la percepción popular norteamericana) por el desplome del llamado Bloque Socialista y sólo en sus implicaciones geopolíticas inmediatas. La tentación fantástica de que Estados Unidos podría absorber una derrota similar sin consecuencias en Iraq, pesa considerablemente en la campaña política que desembocará el próximo noviembre en elecciones congresionales de mitad de período presidencial.

Ojalá que todo el mundo entienda que cuando el enano barbudo y cejijunto de Teherán habla de arrasar con el imperialismo infiel, haciéndose eco de su no muy brillante pero rico cófrade Hugo Chávez, no habla sólo de Bush o los políticos republicanos, sino también de los demócratras, de usted amable lector y de sus vecinos a ambos lados y enfrente. Quien lo dude debe escuchar con atención al aquelarre que empieza el día 11 de septiembre en La Habana.



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