MEDITACIONES SOBRE EL CUATRO DE JULIO Por Hugo J. Byrne ¿Es acaso posible transmitir la experiencia de quienes han sufrido a quienes todavía no han sufrido? Cuando en 1783 George Washington opta por su retiro de la posición augusta de Comandante en Jefe del Ejército de la Unión norteamericana, hace patente mediante esa acción generosa que por la primera vez en la historia de los eventos humanos una sociedad inspirada por sus hijos más preclaros ha decidido el establecimiento de una república basada en la noción de que todos los derechos residen en el individuo. En la cima de su gloria militar como artífice de la victoria en la lucha por la independencia norteamericana, Washington renuncia a todo protagonismo. Pudiendo haberse erigido en rey, por el contrario acepta voluntariamente el más humilde pero mucho más honroso título de ciudadano. Esta alegoría, inspiradora de cuanto noble y virtuoso ha sucedido en el universo desde entonces, me hace concluir que la idea del estado de derecho es un concepto universal y nó exclusivamente norteamericano. La libertad y dignidad del hombre son objetivos legítimos no sólo para Estados Unidos, sino para todas las comunidades humanas. Luchar por alcanzarlos es un deber tan inalienable como los mismos derechos que Jefferson afirmara ser otorgados por el creador. El Ejecutivo norteamericano afirmó precisamente eso mismo en conferencia de prensa el día siete de julio. Entonces, ¿con qué justificación persigue su gobierno a los cubanos libres? Para los exiliados el día 4 de julio es un simple recordatorio de que las razones de nuestro destierro perduran, de que continuamos en nuestro pleno derecho a la beligerancia contra la tiranía y que para la redención de nuestra patria no existe sacrificio grande. Nuestra liberación no se materializará hasta el día en que se establezca en suelo cubano un sistema enteramente civil, capaz de combinar las aspiraciones de progreso democrátrico con la justicia elemental que garantice a cada cubano ser soberano absoluto de su destino. Por el sagrado e inalienable deber de liberar el suelo de nuestros padres de la canalla que hoy lo deshonra y oprime, los verdaderos exiliados estamos dispuestos a afrontar la burla, la incomprensión, la soledad, el olvido, la prisión e incluso la muerte. Son muchos quienes ya han ofrendado todo eso en el altar de la patria: Su sacrificio no será en vano. Ese y no otro es el espíritu que animara a los delegados al Segundo Congreso Continental en adoptar la declaración de independencia norteamericana hace doscientos treinta años. Ya desde el Primer Congreso del año previo, el separatismo abierto de los delegados se había hecho manifiesto y con él la convicción de que esa actitud desafiaba la pena capital que la arbitraria y explotadora corona británica imponía a la sedición colonial. Los patriotas norteamericanos aceptaron con gran resolución su destino histórico. Por eso es que uno de los delegados, el virginiano Patrick Henry, afirmara con gran convicción: "No sé qué camino puedan tomar otros, pero en lo que a mí respecta, denme la libertad o denme la muerte". Esas palabras de Henry continúan teniendo eco en nuestras conciencias. Sépanlo bien aquellos que intenten eternizar la sangrienta tiranía castrista, no importa su nacionalidad o lo encumbrado de su posición. Sépanlo bien los de la Isla. Sépanlo bien en Washington aquellos que vean en la continuación del "status quo" castrista un elemento de "estabilidad en el Mar Caribe". Sépanlo bien las ratas de aquí. Los cobardes que en estas tierras laboran por el triunfo de la injusticia, amparándose en libertades que quieren sólo para sí, que proponen abiertamente destruir y que cínicamente utilizan sólo para avanzar su agenda totalitaria. Sépanlo el Tirano, sus esbirros y los diversos candidatos de la llamada "sucesión" o "transición": ¡Nunca renunciaremos a pelear por la libertad de Cuba usando cuantos medios estén a nuestro alcance! No pretendemos convencer a quienes no deseen ver u oir, pero la libertad de esta nación no se logró solamente con el esfuerzo de los norteamericanos. Se trata de un hecho histórico incontrovertible. En 1778 Francia reconoció la independencia de Estados Unidos declarando guerra contra Gran Bretaña y enviando a América, con armas y pertrechos, un formidable ejército terrestre al mando del General Jean de Vimeur, Conde de Rochambeau, quien aconsejara la ofensiva de Washington sobre Cornwallis en Yorktown. París también envió al Almirante François de Grasse, quien al frente de una poderosa flota decisivamente derrotara a la escuadra británica del Vicealmirante Thomas Graves en la boca de la bahía de Chesapeake, sellando así el destino del cercado Cornwallis. Como si esto fuera poco, España entró en la guerra en favor de los aliados francoamericanos en 1779, permitiendo que jugaran un papel decisivo las contribuciones de dinero y vituallas desde La Habana, que la flota de de Grasse llevaría a las fuerzas de Washington y Rochambeau. Holanda también declaró la guerra contra los ingleses en 1780. Sin esos aliados, ¿quién habría soñado posible la victoria norteamericana de 1781? Por el contrario los cubanos siempre peleamos totalmente solos durante los años transcurridos entre 1868 y 1898. Al iniciarse las hostilidades entre Estados Unidos y Madrid, las fuerzas norteamericanas pudieron desembarcar sin oposición hispana, gracias al control insurrecto de gran parte del litoral cubano. Incluso a la hora de la victoria, también estuvimos solos. ¿Quién puede olvidar el infame Tratado de París, del que fuimos canallescamente excluídos? Como dijera Martí, "Los fuertes ni ofenden ni solicitan" .
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