SOBRE LOS SIMBOLOS DE LA PATRIA Por Hugo J. Byrne “No hay inmigración buena, aunque traiga mano briosa, cuando trae corazón hostil”. Con profunda repugnancia he visto en las imágines televisadas de las recientes y grotescas manifestaciones supuestamente “pro inmigrantes” y en realidad anti norteamericanas, una supuesta bandera de Cuba, desfigurada y mancillada para usarla con el infame propósito de identificar a nuestro pueblo con la subversión de Norteamérica. Por supuesto, no era ésa la enseña nacional de Cuba. Esta se compone, como bien sabemos, solamente de un triángulo rojo con una estrella en el centro y tres barras horizontales azules, con dos blancas. Superimpuesta sobre las barras horizontales se veía la imagen negra (color apropiado al personaje perverso y desaseado) del afortunadamente desaparecido criminal argentino Ernesto (“Ché”) Guevara, de infame recordación en Cuba. La bandera cubana se veía de esta suerte convertida en un trapo casi tan sucio como la manada hedionda que la seguía y tan cobarde y desalmado como el fascineroso que lo llevaba. ¿Creían quizás quienes así degradaban la bandera de Narciso lópez que esa era una adecuada forma de implicar a los cubanoamericanos en su miserable e insidiosa agenda? Porque quienes mancillaban así el símbolo de origen de un grupo nacional que se ha destacado siempre por su dedicación al trabajo honesto, enaltecedor y fecundo en este país y el respeto y cooperación hacia otros, incluyendo a los de la misma lengua, sólo alcanzaban a identificarse totalmente con la maldad, la miseria moral y la cobardía. A la derecha del trapo con la imagen asquerosa de Guevara, marchaba la bandera de México. Constituye una deshonra para México mezclar su bandera con ese trapo, pues aunque no aparecíera también desfigurada, por cercanía el insulto era también para los mexicanos. Entre los mexicoamericanos dignos cuento no sólo con amigos, sino con familiares, a quienes me unen tanto lazos filiales como legítimas aspiraciones humanas. Próceres como el sacerdote Miguel Hidalgo y verdaderos revolucionarios como Benito Juárez, fueron objeto de mi admiración desde la infancia. Poetas como Amado Nervo e intelectuales honestos como Octavio Paz, siempre han representado para mí lo mejor de ese hermoso país, destinado a la grandeza el día en que se sacuda la rémora colectivista que sofoca sus vastas posibilidades de prosperar como nación desde principios del siglo pasado. Rémora estúpida que fuerza la inmigración del pueblo azteca hacia Estados Unidos. Al mismo tiempo, existen individuos quienes, por propia naturaleza, no importa cuáles sean su etnia o procedencia, siempre corrompen el suelo que pisan. ¿Quién que habiendo leído la historia de Texas, no reconozca en Antonio López de Santa Ana a un implacable asesino y a un redomado cobarde? Fue capaz de exterminar casi hasta el último hombre entre la brava y pequeña guarnición texana de San Antonio, en la vieja misión de El Alamo. Santa Ana, tal y como prometiera, no tomó prisioneros en esa batalla. Pero cuando los independentistas de Samuel Houston, a pesar de ser menores en número, en media hora lo derrotaran, capturarándolo durante la batalla de San Jacinto, no dudó por un segundo en humillarse, cediendo oficialmente Texas a las huestes de Houston, a cambio de su vida y libertad. ¡Habría entregado a su progenitora para salvar su miserable existencia! Idéntica podrida fibra moral demuestran quienes desfilaron (amparándose cobardemente en las garantías que otorga la primera enmienda de la constitución norteamericana) con una versión mancillada de la enseña nacional de Cuba. El miserable trapo exhibía la silueta inmunda de otro cobarde quien, al igual que Santa Ana, al ser capturado suplicó que no lo mataran; “pues era más valioso para sus enemigos vivo que muerto”. Implacable asesino de inocentes cuando ejercía el poder político total en Cuba (poder delegado por el Tirano Castro), Guevara no dió cuartel a los patriotas cubanos, quienes sí fueron capaces de encarar a su maloliente verdugo con gran entereza. Los símbolos patrios merecen siempre el respeto de los hombres de bien, pues representan los grandes sacrificios y entrañan las virtudes más preciosas de una nacionalidad a través de su historia. Mancillarlos es una infamia. Los hombres honrados no cometen infamias sólo porque puedan hacerlo impunemente. Muchos actos completamente legales deshonran a quienes los cometan. Quemar o de otra forma mancillar la bandera de cualquier legítima nación del orbe, incluyendo la norteamericana, podrá ser una acción protegida constitucionalmente en los Estados Unidos, pero es una acción deleznable, propia de cobardes y réprobos morales. Réprobos morales, como los que pasearon la imagen de Guevara sobre los hermosos colores de la bandera de Cuba. Réprobos morales de la misma calaña que Guevara o Santa Ana, sólo que mil veces más ignorantes, estúpidos y cobardes, marchando en el desfile de la infamia y deshonrando la sagrada bandera de un pueblo que aunque esté hoy en cadenas, ha demostrado ser noble, sufrido y heroico. La bandera de una nación que nunca podrían representar y de la que nada conocen.
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