"CUENTOS" REALES por Hugo J. Byrne Para gran suerte y alivio de mi irracional claustrofobia, sólo me he visto confinado en áreas limitadas dos veces y por tiempo muy breve. Una vez fue por mi propia decisión, habiéndome ofrecido voluntariamente al servicio militar. En el Ejército de Los Estados Unidos durante las primeras cuatro semanas del entrenamiento básico, los soldados deben permanecer dentro del área de la compañía a la que pertenecen. Por lo menos, eso es lo que se exigía durante los primeros meses de 1963. La otra ocasión no fue tan voluntaria. A mi llegada a Miami en vuelo desde Cuba en septiembre de 1961 y tras un breve interrogatorio por un agente de inteligencia, fui separado de mi familia sin explicación alguna. Esa noche me mandaron al “Centro de Detención” del Departamento de Inmigración y Naturalización en las afueras de la ciudad de Opa Locka. Opa Locka era entonces poco más que un soñoliento suburbio de Miami con viejos edificios de estilo morisco. Las misteriosas razones de mi internamiento podían lucir sumamente serias, ya que entre los siete hombres llegados en el mismo vuelo que fuéramos seleccionados para ser interrogados en Opa Locka por los investigadores, yo era el único que venía acompañado de familia. Los otros seis viajaban solos. Todos quienes tenían antecedentes de los procedimientos del “Inmigration and Naturalization Service” en el aeropuerto, coincidían en considerar mi caso inusitado. Afortunadamente mi suegro se había ocupado del transporte y alojamiento de mi famila. Pero eso no lo supe hasta recibir una llamada de mi esposa, mucho más tarde el mismo día. Mi esposa se encontraba en avanzado estado de gestación y mi hija mayor cumpliría su primer año de vida a fines de ese mes, extremos que justificaban mi desasosiego. Debo admitir que las autoridades no me forzaron a ir al “Centro de Detención”. Por el contrario, me dieron una gran alternativa: “Puede Vd. escoger entre ir a Opa Locka con nosotros o tomar un pasaje de regreso a Castrolandia”. El “Centro de Detención” se ubicaba en una antigua barraca militar, probablemente reliquia de la Segunda Guerra Mundial, la que había sido adaptada para alojar temporalmente a los exiliados cubanos seleccionados para ser “entrevistados”. Los terrenos del “Centro” eran extensos y estaban rodeados por una cerca de alambre de ocho pies de altura, con cuatro inclinadas líneas de púas en la parte superior. En el portón principal había una garita con un centinela armado. Del motivo de mi detención en Opa Locka (que durara menos de tres días), me percaté a los pocos minutos de haber llegado allí. No se trataba de algo que merezca comentarse en este trabajo. Los dos interrogatorios a que fui sometido fueron corteses, en medio de un ambiente cordial y al final de los mismos pude reunirme con mi familia. A la mañana siguiente de mi llegada al “Centro” sucedió algo insólito. Llegó al local un autobús policial con varios hombres jóvenes vistiendo el mismo uniforme verde olivo que por reflejo condicionado yo identificaba con mis enemigos mortales. Para colmo hablaban a gritos, en el inconfundible rápido español de los nativos de Cuba y reían a mandíbula batiente. Instintivamente me aparté de la ventana y por una irracional fracción de segundo busqué por la cintura algo inexistente para defenderme. Todavía jadeante y boquiabierto, los ví entrar en la planta baja de la barraca en que me encontraba. Eso coincidió con la recuperación de mis facultades racionales, perdidas ridículamente por breves y vergonzosos instantes: Los recién llegados estaban, por supuesto desarmados, en suelo norteamericano y en un local perteneciente a una dependencia federal. ¡Tenían que ser desertores de la tiranía, o, aún mejor, comandos de regreso de una acción de guerra que a juzgar por su evidente alegría debió ser exitosa! Entre ellos había otro individuo bastante mayor de edad que el promedio del resto, quien no estaba uniformado sino vestido pobremente y quien tenía aspecto triste y sombrío. Noté que procuraba mantenerse separado de los otros. Me acerqué a uno que hablaba mucho y que parecía llevar la voz cantante. Dándole la mano le dije mi nombre. El otro contestó, quizás en tono un poquitín altanero : “Yo soy Ricardo Samitier, incautamos un yate en el Río Almendares a punta de pistola y salimos por la desembocadura del río, intercambiando regalos de plomo con los milicianos de La Puntilla. No pudieron con nosostros”. Notando que yo miraba con curiosidad al otro individuo más viejo que procuraba aislarse, agregó: “…y ese es el Patrón del barco que tuvo que acompañarnos obligado y quien dice que quiere regresar a Cuba porque su familia depende de él y teme represalias…” Detalles interesantísimos relacionados con esta anécdota y muchas otras tan reales como ella, aparecen en el recién publicado libro “El Castrocomunismo es… Un Cuento” por Nestor Penedo. Penedo es un antiguo productor de televisión y documentales, quien también vivió con gran intensidad el proceso de lucha desigual entre los cubanos libres y las fuerzas de la tiranía castrista en la primera mitad de la década del sesenta. Por su participación en ese combate duro y cruel Penedo conoció lo peor del presidio político de Castro. Esas experiencias en las que campean mártires como Pedro Luis Boitel y testigos como el poeta Armando Valladares, hacen de “El Castrocomunismo…” un testimonio de excepción. Penedo utiliza la forma de novela corta o “cuento”, reminiscente a la usada por el desaparecido escritor, disidente del marxismo y diplomático guatemalteco Carlos Manuel Pellecer, en su brillante exposé de la revolución castrista titulado “Utiles después de muertos”. “El castrocomunismo…” no es una obra literaria de pretensiones intelectuales, pero les gatrantizo que no hay nada de cuentos en sus páginas a excepción de los del “Cuentista en Jefe”. Publicado este año con fotos del archivo del Centro Baraguá y con una caricatura de la pluma satírica del comediante Armando Roblán, “El Castrocomunismo…” puede adquirirse u ordenarse en Barnes & Noble. Lo leí casi sin interrumpciones hasta terminarlo y, aunque los amables lectores saben cómo actúa este cronista del destierro, quiero aclarar que ni siquiera conozco personalmente a Penedo y mucho menos puedo benficiarme de la venta de su libro.
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