RAICES ECONOMICAS DE LA INDEPENDENCIA DE CUBA Por Hugo J. Byrne "La independencia de un pueblo consiste en el respeto que los poderes
públicos demuestran por cada uno de sus hijos" Ahora que se ha puesto de moda reinventar la historia de Cuba, es importante recordar ciertos fundamentos olvidados o ignorados, quizás porque nunca se les aplicara el necesario énfasis. Las tradicionales nociones románticas de nuestro origen nacional perduran en este exilio nuestro, en donde también noveles historiadores proliferan con tanta rapidez como las páginas electrónicas en la Red. El problema con estos “Tácitos” de la era cibernética es que, en su desesperado afán por exhibir conocimiento, adquieren su información sólo de ciertas fuentes, sin tener en cuenta que puedan ser contaminadas, o partidistas. En ese proceso también olvidan que en el marco temporal de cien años pueden sucederse dos o más generaciones de gente enterada e intelectualmente capaz de transmitir información fidedigna. Me refiero a individuos que han sido testigos de la historia en ese período de tiempo, o que han conocido a otros que testificaran objetivamente sobre el mismo. Uno entre estos noveles historiadores parece ser el señor Roberto Sotolongo Gallego, quien escribiendo desde Suecia afirma en un largo trabajo publicado el pasado 27 de junio en la Red que los reconcentrados durante nuestra Guerra de Independencia tuvieron “suficiente agua y comida”. Sotolongo sostiene que las pérdidas humanas atribuídas a esa política genocida son una superchería histórica perpetrada por la prensa amarilla norteamericana. No soy historiador, pero sí un estudiante serio de la historia, lo que siempre me ha inclinado a escudriñarla en forma rigurosa. Mi padre nació en 1887 y vivió en la ciudad de Matanzas durante toda la llamada “Reconcentración”, que fuera desatada por la colonia a patir de 1896. La “Reconcentración” sólo fue interrumpida cuando a la muerte de Antonio Cánovas del Castillo, su equipo gubernamental fuera substituído por el de Sagasta. Cronológicamente mi padre tendría aproximadamente nueve años de eadad cuando las autoridades españolas empezaron a pastorear forzosamente a los “pacíficos” desde sus propiedades (previamente devastadas por los soldados de la colonia), a los centros urbanos de Cuba. Hombre de letras (y erudito en historia, nó simple aficionado como un servidor), mi padre fué testigo del cruel genocidio. Vio como infelices hombres, mujeres, niños y ancianos por igual, se refugiaban donde podían, durmiendo en portales, mendigando en harapos y muriendo de hambre o de epidemias en plena calle. Los depauperados cadáveres eran recogidos por el llamado “carro de la lechuza” y, en premonición horrenda de los campos de exterminio nazi, enterrados en fosas comunes repletas de cal. Sólo en la Provincia de Matanzas se calcularon las víctimas en más de 40,000. La familia de mis abuelos se estableció en Matanzas, no a causa de la “Reconcentración”, sino unos meses antes, como consecuencia de la ofensiva cubana en las provincias occidentales conocida como “la Invasión”. Mis abuelos vivían en una finca en las riberas del río San Agustín, afluente del San Juan, uno de los dos ríos que desembocan en la Bahía de Matanzas. Las tropas españolas, tratando vanamente de detener la columna de Maceo, quemaron todas las viviendas campesinas en el lado del río donde vivían mis abuelos. En la otra ribera, la columna invasora se dedicaba concienzudamente a incinerar todos los campos de caña. La muerte masiva de decenas de miles y hasta cientos de miles de cubanos por inanición, infecciones y plagas, fue el único resultado directo de esa política colonial de Cánovas y su subordinado, Valeriano Weyler. A la endémica fiebre amarilla, más letal entre las huestes coloniales que en las de la insurrección (hasta 1896), se agregaron el Beri-beri y el Escorbuto. Aunque no existen datos censales específicos sobre la población de Cuba inmediatamente antes del 24 de febrero de 1895, la mayoría de los estudios histórico-demográficos la calculaban entre 1,900,000 habitantes y dos millones. El censo hecho por la administración norteamericana en 1899 arrojó, en números redondos 1,572,000 habitantes. La reducción demográfica de más de 300,000 cubanos en tres años, sólo puede haber sido el resultado directo de ese genocidio. La sangrienta Guerra de los Diez Años, mucho más larga y tan violenta como la del 95, resultó en sólo el diez por ciento de las pérdidas humanas de esta última. Esa diferencia no la fabricaron los periódicos de William Randolph Hearst. La generación de cubanos descendientes de inmigrantes peninsulares que arribaran durante la era republicana y por lo tanto sin raíces coloniales, puede ser parcialmente ignorante de esa, la mayor tragedia histórica de Cuba. Empero, tratrar de negarla es pretender obscuridad al mediodía. Por otra parte, casi nunca vemos referencia a que nuestro desarrollo económico, obtenido gracias a la revolución industrial capitalista y representado esencialmente por la industria azucarera, fue el indiscutible catalizador en la lucha de Cuba por su independencia política de España. Es preciso y penoso admitir que muy poco se ha escrito sobre ese tema vital, tanto en la Cuba precastrista como en el destierro cubano. La generosidad sin límites de los próceres del 68, quienes entregaron cuanto eran y cuanto poseían en el esfuerzo independentista, nunca debe esconder que inicialmente el separatismo es provocado por la necesidad nacional de acceso libre a los mercados más cercanos, sin las tarifas artificiales y sin los impuestos arbitrarios a que nos forzaba el gobierno peninsular. Nuestra independencia emanó de nuestro deseo de disfrutar del derecho individual a comerciar libremente. El derecho a ser dueños del fruto de nuestros esfuerzos. Nuestro derecho inalienable al mercado libre y al capitalismo. Por eso, la imposición actual de un sistema de privilegios políticos y económicos para una camarilla explotadora, en negación a la libertad de mercado, va a contrapelo, no sólo de nuestros intereses cubanos de hoy, sino de nuestra histórica razón de ser como nación independiente. Que la industria azucarera cubana esté hoy en la ruina más completa, es una alegoría muy adecuada a cuatro décadas y media de imposición totalitaria por el hijo bastardo de un soldado de Weyler. FIN
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