ENCUENTROS CERCANOS DE LA PEOR CLASE Por Hugo J. Byrne No hay palabras que puedan describir el espíritu
oculto de los lugares solitarios, ni que puedan revelar
su misterio, su melancolía y su atracción." Cuando un jabalí se desplaza a la carrera en un campo de cebada silvestre, el único indicio de su dirección y velocidad es el rápido movimiento de esa hierba. La comparación más aproximada es la de una pequeña lancha rápida, que navegando a quince nudos o más, se nos aproxime desde el horizonte. Mucho antes de que la embarcación se defina ante nuestra vista, sólo apreciamos la estela que produce su quilla cortando las olas. Ese símil se me ocurrió en el otoño de 1980 en medio del ondulante lomerío que rodea al pueblo de San Miguel, Condado de San Luis Obispo en California, mientras veía la alta cebada silvestre moverse bruscamente en mi dirección. Unos segundos antes, había tenido un jabalí de más de doscientas libras en el centro de la cruz del telescopio de mi rifle y a menos de cien yardas de mi posición. Un extemporáneo "sportsmanship" me impulsó a cederle el primer tiro al otro cazador, quien junto al guía completaba nuestro trío en la más memorable cacería de mi vida. Enfrentar un cerdo salvaje de ese tamaño es una actividad seria, que demanda dedicación total. En ella no hay espacio para cortesías que podrían aceptarse en actividades deportivas menos peligrosas. La cortesía se convierte en distracción temeraria cuando no existe margen para el error. El instante de concentración perdido para indicar al otro cazador que le cedía mi turno, bastó para invertir los términos de la ecuación. De repente el pequeño claro en que se encontraba el cerdo un instante antes, estaba vacío. Aunque el viento soplaba en nuestra dirección (extremo absolutamente verificado por nosotros antes de entrar en el campo de cebada), por alguna razón el endemoniado puerco se percató de mi presencia. A partir de ese momento el cazado era yo. Indudablemente mi presencia no fue del agrado de la bestia, pues se me abalanzó a través de la cebada con el impulso de una locomotora de carga y las nobles intenciones de Jak Dempsey en su pelea con el argentino Firpo, justamente después que "El Toro Salvaje de las Pampas" lo sacara del cuadrilátero con el puñetazo más violento en la historia del boxeo profesional. Quien dude de la proverbial fiereza de un jabalí, debe analizar lo siguiente: Los cerdos salvajes son a menudo rastreados usando perros entrenados especialmente para ello, a pesar de que un jabalí adulto puede correr más rápido que cualquier perro cazador. ¿Cómo es posible entonces para la manada de perros, alcanzar y arrinconar al jabalí? La única respuesta lógica es que el olor de los perros irrita al cerdo de tal modo que desea confrontación, en vez de escape. Un jabalí furioso (y parece que se pasan toda la vida de mal talante) ataca igual que un toro: No muerde, embiste. La diferencia estriba en que el jabalí no cierra los ojos como el toro al final de la embestida. A propósito, tampoco lo hacen las peligrosas vacas "embestidoras" y es por eso que nunca se ha podido "torear" a una vaca. Los colmillos del cerdo salvaje crecen horizontalmente, alcanzando un largo de más de dos pulgadas y media en un macho adulto. Con esos colmillos pueden convertir en tasajo todo lo se les atraviese. Estos adorables chanchitos también tienen la costumbre de afilar los colmillos contra las rocas, con la misma solicitud con que los gallegos afiladores de mi niñez convertían en navajas un viejo par de tijeras. El guía lenvantó su rifle mientras insultaba con el lenguaje más florido a toda la progenie porcina del atacante. Nuestro guía era un "cowboy" certificado: Largo y flaco, luciendo mayor que su temprana edad, con un gastado "Stetson" de color indefinido, calado hasta los ojos. Tenía un revólver "single action" de cal. 41 y un "Winchester" zurdo modelo 70 de cal. 308. anterior a 1964. Una tos pertinaz y los hombros proyectados hacia arriba, delataban la presencia de un mal respiratorio crónico. Supe más tarde que ese joven guía pasó a la historia. Es muy difícil narrar adecuadamente la escena que protagonizáramos ese día el otro cazador, el guía, el cerdo y este cronista. Empero, es aún más difícil describir la sensación de ser el objetivo de la carga de un jabalí incomodado. Créanme que se trata de una experiencia incomparable, incluyendo el acoso de la tiranía castrista, del que por pura suerte también sobreviví. Arrodillado, con el otro cazador a mi derecha y el guía a mi izquierda, aproximadamente veinte yardas uno del otro y sólo viendo el rápido movimiento de la hierba, enfrenté la carga homicida del importuno verraco lo mejor que pude. Amables lectores; presten oídos sordos a ese cuento de que la "presencia de ánimo" y la "determinación" son las cualidades necesarias para encarar con éxito las tribulaciones de la vida. El secreto de la longevidad en un caso de apuro consiste sólo en la velocidad de movimiento en dirección opuesta al peligro. A los gritos del guía, indicando donde tenía que dirigir el fuego, despaché en rápida sucesión los cuatro tiros de mi 30 06, apuntando al movimiento en la cebada. Consumido el último cartucho y sin tiempo para recargar, puse pies en polvorosa con una dedicación atlética que habría puesto verde de envidia al "Andarín Carvajal". De mis cuatro balas, la primera fue la única en encontrar el blanco, pues el guía pudo observar como el jabalí cayera chillando de dolor, para levantarse de inmediato y reanudar la carga. El otro cazador también disparó acertándolo a sedal en los cuartos traseros. El puerco rebasó por unos doce pies el sitio preciso que yo había ocupado segundos antes, aunque ya trotaba por la cebada con estertores furiosos. Con un brusco movimiento de su masiva cabeza cortó toda la hierba a su alcance con un tajo límpio y nítido, como hecho por una hoz bien afilada. Entonces expiró, sofocado por un vómito de sangre negra. Al descuartizar al cerdo comprobamos que ese primer plomo que recibiera de frente le había quitado la tarjeta de crédito, dañándole fatalmente el pulmón izquierdo. La herida le cortó el oxígeno y por ende (para mi gran suerte), redujo considerablemente su velocidad. Sin embargo, midiendo el rastro de sangre verificamos que corrió en su agonía más de cuarenta yardas. No sé a qué distancia del punto de partida de mi "olímpica" carrera me recogió el "four wheel drive". Sí recuerdo haber permanecido sentado por un largo rato, pues las piernas no me sostenían y que una mano generosa me encendió el cigarrillo, pues las mías temblorosas no atinaban con los fósforos. Dejé de fumar hace muchos años… es un hábito peligroso a la salud. FIN
|