DE LA ENVIDIA Y DE LA COBARDIA

Por Hugo J. Byrne

¿Por qué será que esos dos personajes tan furtivos como tenebrosos y que tanto daño han hecho a la humanidad a través de los siglos, van con tanta frecuencia tomados de la mano? Es que se complementan totalmente, igual que los colores rojo y verde del espectro solar, como la soga y el caldero, como la espada y la vaina, como dos partes yuxtapuestas de un rompecabezas.

Nunca he conocido a un cobarde que no fuera envidioso. Tampoco me ha sido posible encontrar jamás a un envidioso-valiente. El individuo más cobarde que he tratado en mi vida rebosaba de envidia por todos a cuantos conocía. A este sujeto lo recuerdo de Matanzas, cuando yo era niño y pertenece a esa vaga memoria que siempre caracteriza nuestros lejanos recuerdos infantiles. A pesar de eso, en mi percepción juvenil, este individuo era alguien a quien decididamente no quería parecerme cuando llegara a adulto. Recuerdo que era un admirador de Hitler. Cuando en una ocasión le preguntaron por qué simpatizaba con el caudillo nazi, dijo que él compartía con este último un gran desprecio por los cubanos.

Ese señor una vez describió en mi presencia a un tercero como "un malvado asesino". El aludido era un perfecto pillo, y aunque culto y con méritos académicos indiscutibles, era persona totalmente capaz de acciones innobles y deshonestas. Sin embargo, el homicidio no se contaba entre ellas. Lo que sí pude verificar más tarde era que, en una oportunidad pasada, había hecho correr tres cuadras al cobarde que lo acusaba falsamente de asesino.

Por contraste también recuerdo de esa misma época de mi vida, hace más de sesenta años, a un anciano muy serio y callado que era muy amigo de mi padre, a quien trataba con gran deferencia y respeto. Curiosamente, no era "santo de la devoción" de mi madre, quien afirmaba de él, que tenía "mala sombra". Más tarde me enteré que se trataba de un antiguo policía o soldado de las primicias de la era republicana y que se dedicaba en sus años de madurez a cobrar cuentas atrasadas y difíciles. Cuentas que súbitamente se volvían fáciles de cobrar cuando caían en sus manos, pues los acreedores al enterarse, lo buscaban para pagarlas prontamente.

El viejo cobrador no adquirió fama de temible por envidiar al prójimo, pues jamás en mi presencia demostró odio por nadie. Lo recuerdo como una persona humilde, sin afectaciones, vanidades o maledicencia.

En un "meeting" político liberal durante la fallida campaña presidencial del Dr. Ricardo Núñez Portuondo en 1948, mi tío Juan Daniel Byrne, quien frisaba los 65 años entoces, trataba de alcanzar con gran dificultad un asiento para él y dos para mi hermano y para mí en la atestada tribuna. Mi tío, abogado experto en ley electoral, era por ese entonces delegado liberal ante el Tribunal Superior de ese ramo y amigo personal del candidato. Notorio por su falta de paciencia y genio vivo, mi tío desistió de la empresa, frustrado ante la masa humana que literalmente le cerraba el paso. Al bajar malhumorado la escalerita de la tribuna se encontró con la adiposa presencia de un bien alimentado guarda espaldas entre los contratados para el evento. El gordo estaba parado con estólida actitud heroica, en medio de la escalera en la que cabían quizás dos personas en cada dirección, provisto que ambas fueran de talla normal.

Al estrujarse bruscamente contra el obeso "security", mi tío casi le suelta el revólver que no muy disimuladamente llevaba el gordo a la cintura, bajo la guayabera. Notando el arma, mi tío acabó de explotar, diciéndole a mi hermano: "A ese gordo lo trajeron aquí de oso, pero si suena un tiro, te garantizo que ese osito es el primero en correr." El gordo se volteó, poniéndose rojo como un tomate maduro, lo que por un instante me preocupó. Sin embargo, al confrontar la mirada dura de aquel viejo sin miedo, el guarda espaldas no se dió por aludido.

Hace unas pocas semanas en su columna "La Nota Breve" del semanario 20 de Mayo, nuestro colega y hermano Esteban Fernández llamó por su nombre de cobarde al tirano Castro. Esto provocó la mortificación de Fifo y algunas de las sabandijas castristas del área de Los Angeles, llamaron protestando a las oficinas de 20 de Mayo. ¿Tiene sentido para los lacayitos rastreros del régimen llamar al semanario 20 de Mayo para protestar airadamente contra Esteban por escribir contra Castro? Aunque parezca absurdo, el presente caso sí lo tiene.

A Fifo no le agrada que lo descaractericen. Detesta que lo llamen cobarde. Que lo llamen tirano no le preocupa. En su inmensa egolatría, mucho me temo que piensa sinceramente que no lo es. No le importa que digan que su régimen ha causado la destrucción de Cuba. Por el contrario, para su alma furtiva esa destrucción es un logro. Es su venganza histórica contra una sociedad que envidiaba y la que, con todas las razones del mundo, siempre lo despreció. No lo afecta que lo llamen criminal. Siempre puede responder acusando de crímenes a sus opositores. Pero no quiere que lo llamen cobarde. Eso sí le duele, pero ¿por qué?.

El tema de su real cobardía, que no coincide con el mito de su "valor temerario de guerrero invicto" es harina de otro costal. Castro se sabe cobarde y no le agrada. Ni su proceder pasado ni el presente lo satisfacen en este renglón. Cuba entera lo vio recular asustado ante la proximidad inesperada de la quijada agresiva de Lojendio, cuando el entonces embajador de España se le apareciera intempestivamente en la estación de televisión y él lo sabe. Sus antiguos seguidores en la Sierra Maestra recuerdan su "encuevamiento" automático, al instante mismo de oírse los motores de un avión y él lo sabe. Los fallidos expedicionarios de Cayo Confites saben del soberano y sonado (y nunca respondido) bofetón que le propinara el Dr. Eufemio Fernández. Más tarde, en 1961, cuando ya detentaba el poder totalitario, Castro ordenó el asesinato de Fernández. Fifo recuerda eso muy bien. Hoy en día el dictador se cuida como el clásico "gallo fino", con una decantada y sofisticada red de seguridad que ningún jefe de estado en el mundo iguala. Todo el mundo sabe que lo aterroriza la muerte a manos de sus víctimas, pero a Fifo no le gusta ni un poquito que se lo recuerden.

Para el corito cobardón, cacofónico y bastardo de los incondicionales "fifistas" del patio, parafraseando al inmortal Miguel de Cervantes, un consejo gratis: Tate, tate, folloncicos, no pierdan su tiempo. Castro es un despreciable cobarde y ustedes también. Si carecen de lo necesario para expresarse en persona, hórrense las llamadas. Aquí ni envidiamos ni tememos.


FIN



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