LA FUERZA MORALpor Hugo J. Byrne
Mantener la palabra empeñada a pesar de las consecuencias, tanto en privado como en público, enfrentar con dignidad y entereza los avatares del destino, jamás rendirse ante la adversidad o ante los hombres y honrar patria y familia durante nuestro breve paso por la vida, fueron en esencia las enseñanzas éticas de mi padre. Sobre todas las cosas, aprendí de él que la fuerza moral de las convicciones a la larga siempre prevalence sobre el absurdo, el abuso, la insidia, el vituperio, la ignorancia o la ignominia. Mi padre me enseñó a tratar de ser humilde. Me enseñó a tratar de ser justo y a tratar siempre de contribuir, en la medida de mis posibilidades, a que podamos vivir en una sociedad justa. Ese educador matancero a quien debo todo lo que de bueno soy y todo cuanto de bueno sé (la vida desgraciadamente no siempre me enseñó cosas buenas), podía citar a Varela, Saco, Luz y Caballero y Martí con el mismo conocimiento enciclopédico que a Verlaine, Cervantes, Victor Hugo, Jefferson, Marco Aurelio o Cicerón. Su conocimiento y apreciación de los grandes próceres del pasado era siempre histórico, objetivo y racional. Cuando en las escuelas públicas de Cuba se decidió agregar los llamados "Rincones Martianos", mi padre criticó esa decisión con gran frustración intelectual: "Martí era un revolucionario romántico de siglo XIX. Afortunadamente era también un genio polifacético, a quien debemos más que a ningún otro la República que disfrutamos hoy, pero Martí era también un hombre serio, cuya humildad jamás habría tolerado esa absurda idolatría." Nacido en la penúltima década del siglo XIX, mi padre era intelectualmente un hombre del siglo XXI, totalmente capaz de otear tan correctamente como es posible el futuro científico y tecnológico de la humanidad. Para mi padre la educación fundamental de una persona debía incluir hablar, leer y escribir correctamente por lo menos uno o más idiomas, además de la lengua nativa. Un individuo con una educación básica en la opinión de mi padre, debía saber nadar, tanto en el mar como en un río (teniendo en cuenta la dificultad que puede presentar una corriente fuerte), conocer el funcionamiento de un motor de combustión interna y ser capaz de conducir eficientemente un automóbil. De acuerdo a mi padre, tanto hombres como mujeres debían aprender el funcionamiento seguro de las armas de fuego y nunca alimentar fobias basadas en la ignorancia. La cultura física para mi padre era un elemento que debía correr a parejas con el desarrollo académico en la educación básica del ser humano. Habiendo quizás exagerado este ultimo elemento educativo, en una ocasión quedó en tercer lugar en una competencia de "pulseo" entre más de cincuenta concursantes, entre ellos muchos que le aventajaban en estatura y peso. En su época la cultura física se basaba en ejercicios de contracción muscular, los que provocaron en mi padre hipertensión vascular e hipertrofia cardiaca. Políticamente mi padre era "liberal" en la definición clásica de esta palabra (que es prácticamente opuesta a su significado contemporáneo en Estados Unidos) y por coincidencia también románticamente identificado con el tradicional Partido Liberal. Para los cubanos de la generación de mi padre, el Partido del "Gallo y el Arado" se identificaba muy de cerca con la generación que hizo la independencia cubana. Los conservadores, de acuerdo a ese estereotipo simplista, se identificaban más con el comercio, las clases económicas altas, y por ende la colonia española. Hijo de uno de los dos jefes de la organización que suministraba el avituallamiento clandestino a los alzados en la provincia de Matanzas, mi padre encontró refugio en la capital de esa provincia a los nueve años de edad. La familia se había visto forzada a abandonar una finca en las riberas del Río San Agustín, residencia de mis abuelos hasta 1896. En la ciudad de Matanzas mi padre vivió los horrores de la "Reconcentración"; plagas, hambre, abuso, olvido. El contínuo toque a la puerta de niños menesterosos, verdaderos espectros con sólo piel y huesos rogando por un mendrugo inexistente en la casa. El "carro de la lechuza" recogiendo cadáveres en plena calle. Tanto él como sus hermanos quedaron al amparo de mi abuela, maestra de instrucción primaria, desde el 21 de abril de 1898 hasta el final de la Guerra en ese mismo año. Descubiertas sus actividades insurreccionales y fugitivo de la ley colonial, mi abuelo escapó de Cuba al anochecer del día 21 a bordo del buque francés Lafayette, con los agentes españoles pisándole los talones. El Lafayette fue la última embarcación que zarpara del puerto de La Habana antes de que el Almirante norteamericano Sampson decretara el bloqueo total de Cuba al amanecer del día siguiente. Las vicisitudes a edad tan tierna no endurecieron el corazón de mi padre, tan sólo aceraron su espíritu. Cuando durante el desempeño de sus obligaciones como Inspector Escolar en Matanzas y durante el llamado "machadato", el gobierno trató de forzarlo a firmar el "Libro de la Guardia Cívica", tan sólo encontró el filo de ese acero. "La Guardia Cívica" era el nombre formal de la "Porra", gavilla de criminales organizada para reprimir protestas públicas, copiada de los "Esquadristi" de Mussolini y antecesora de las notorias "Brigadas de Respuesta Rápida" del castrismo. El notorio "Libro" pretendía hacer cómplices de sus crímenes a todos los funcionarios y empleados públicos, cuyas firmas se obtenían por coerción, con amenazas de pérdida de sus empleos, persecución política y otras cosas peores. La negativa de mi padre a firmar ese mamotreto, en contraste con la actitud contemporizadora de tantos otros espíritus subalternos y genuflexos, siempre me ha servido de inspiración. Por eso rechacé firmar la llamada "Declaración de La Habana" y por eso presenté la renuncia a mi trabajo en Cuba cuando el castrismo trató de imponerme condiciones inaceptables a mis principios éticos, pues no existe poder universal superior a la fuerza moral. FIN
|