EL CRIMEN DE ODIAR A LA RAZON
por Hugo J. Byrne

Para la seudofilosofía de la élite llamada "liberal" que domina los claustros universitarios, los tribunales de justicia y la prensa de Estados Unidos, el grado de criminalidad en cualquier delito lo debe determinar sólo la intención del delincuente. De acuerdo a esa teoría un asesinato premeditado para eliminar a un testigo en el proceso de un robo a mano armada, debe ser codificado como menos delictivo que el mismo crimen, si este ha sido motivado por racismo u odio religioso.

El motivo del crimen siempre ha sido un elemento de juicio al considerar la sanción que lo castiga, o si se ha cometido cierto delito u otro de diferente categoría. A menudo se establece así la diferencia entre un asesinato premeditado y un simple homicidio. El motivo puede indicar en ciertos casos si realmente se ha cometido un crimen o si el acto que se juzga es resultado de un accidente o de legítima defensa.

No es el objeto de este ensayo el análisis objetivo y tradicional sobre las motivaciones del delito, existente en los códigos penales de todas las sociedades civilizadas.

Denuncio sólo la inclusión de los llamados "crímenes de odio", en nuestros códigos. Estos estatutos no condenan la comisión de crimen alguno, sólo agregan penalidades a convictos cuando sustentan ciertas nociones religiosas o raciales (por extremas y ofensivas a la sociedad en general) y se comprueba que esas aberraciones motivaron el crimen. Cuando la ley decide castigar específicamente una idea política o religiosa, no importa cuan fanática, extrema y repulsiva sea a nuestra sensibilidad, se está tomando el primer paso hacia la tiranía.

Esta nueva corrupción a los ya bien maltrechos códigos penales de Norteamérica, no es una posibilidad futura, sino una realidad "políticamente correcta" que los cuerpos legislativos, tanto estatales como federales, debaten al presente.

De adoptarse universalmente ese aborto de la ingeniería social en nuestros códigos, ¿cual sería la diferencia entre estos y los de la antigua Unión Soviética, los de la Alemania de Hitler o los de la Cuba de Castro? Analicemos.

En Cuba nadie es arrestado por apedrear una casa y golpear o emplumar a su residente, siempre y cuando esa actividad sea parte de "un acto de repudio a un enemigo del pueblo o un aliado del imperialismo." Tales actos son ordenados por el régimen y efectuados por una clásica "comisión de estaca", que recibe la cooperación y respaldo de la policía política. Quienes dirigen esas turbas son también miembros encubiertos de los cuerpos represivos. A la inversa, si alguien lanzara una cáscara de naranja contra un personero de ese régimen, todo el peso temible de la "justicia popular" caería inmisericordemente sobre el responsable de semejante fechoría. El presunto delincuente encararía meses o años de prisión en las mazmorras que reserva Castro para sus opositores.

En otras palabras, el mismo delito es aplaudido en un caso y brutalmente reprimido en el otro. La evidente inconsistencia refleja un código carente de objetividad, que sólo defiende los intereses del sistema y su agenda política. ¿Que criterio diferencia ambos delitos? Obviamente, la presunta INTENCION del delicuente.

Nadie duda que Norteamérica tendría que rodar cuesta abajo un buen trecho para llegar a semejante nivel de barbarie judicial, pero la lógica es la misma y el mecanismo irrazonable en que se basan los llamados "crímenes de odio", avanza velozmente en idéntica dirección.

El llamado "cuarto poder" hace ya tiempo usa su poderosa influencia para popularizar la agenda irracional de codificar los "crimenes de odio." El ejemplo más notable fue brillantemente expuesto por un columnista del Boston Globe. Mr. Jeff Jacoby nos alerta en un ensayo reciente de la poca publicidad recibida por el asesinato de dos niños en una creche de Costa Mesa el pasado 3 de mayo. Este crimen monstruoso ocurrió cuando Steven Abrams irrumpió en los terrenos de la mencionada creche conduciendo su auto, con el que aplastó a propósito (por propia confesión, después de la tragedia) a los dos inocentes, hiriendo de gravedad a otras cinco personas.

Cuatro meses después, cuando el humanoide Budford Furrow disparó 70 veces contra otros párvulos en Granada Hills, la tragedia fue pregonada de costa a costa y los ecos de la misma aún resuenan. Afortunadamente la puntería de Furrow resultó tan precisa como su mente y a pesar de que uno de los niños heridos se debatió entre la vida y la muerte por unos días, finalmente gracias a Dios, sobrevivió. A diferencia del atentado de Granada Hills, el crimen de Costa Mesa ni siquiera se publicó fuera de California, a despecho de haber resultado en un desastre irremediable al perecer dos de los niños arrollados.

¿Por qué la desproporción publicitaria entre ambos crímenes?

La respuesta, es cínica, aunque bien simple: En Costa Mesa no se usaron armas de fuego, ni el motivo fue odio racial.


FIN



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