LA HUMILDAD Y LA OSTENTACIÓN por Esteban Fernández Soy de los poquitos seres humanos que me encanta ( y prefiero) visitar a un matrimonio de ancianos cubanos en un pobre apartamento en Hialeah o Van Nuys y simplemente sentarme en la sala a hablar de Cuba con el viejo mientras su señora nos prepara un buen café cubano. Ahí, en ese ambiente, yo soy feliz. Lo que me cae mal es cuando voy a alguna preciosa mansión y los dueños de la casa, inmediatamente después del saludo de rigor, tratan de darme un “tour” de la residencia, y me dicen: “Ven, chico, ven quiero que veas la casa”. Vaya, no me la van a regalar ni yo puedo comprarla, pero me la quieren enseñar a la cañona de todas maneras. Eso me cae como una patada en él estomago. Yo siempre trato de evadir eso diciendo: “No, no hace falta, mejor platicamos de algo un rato”. Que va, eso no ayuda y nos dicen: “No, chico, mira este es el ‘master bedroom’, fíjate que grande es y observa lo enorme que es el closet, hasta puedes caminar dentro de el”. Y ahí nos abren el dichoso closet para que lo miremos todo como a sí a mí me interesara un comino ver dentro del closet de nadie. Pero trato de hacerme el interesado sonando un “¡Ñoooo!” aprobatorio. Entonces nos conducen a un amplio, bonito, oloroso y organizado baño. Como si yo fuera un anormal que no sabe exactamente lo que es un baño, o nunca hubiera visto un puñetero baño, me dicen: “Mira, este es el baño principal de la casa”. Me paro frente al baño por varios minutos observándolo, con cara de admiración, sin saber exactamente que decir. Al fin se me ocurre algo y pregunto: “Y ¿no tienes un bidet aquí?”. Orgulloso el dueño de la casa no dice sonriente: “No, el bidet está en el baño de arriba, ahorita te lo enseño”. Y ahí me quedo un largo rato en silencio, sin saber que decir, mirando al baño, porque para mí simplemente “un baño es un baño” un lugar que solamente sirve para bañarme y para defecar. Al fin salimos de ahí y me dicen: “Ahora vamos al segundo piso”. Al subir la escalera la señora de la casa me dice: “Estebita, perdona los regueros allá arriba porque ahí están los cuartos de los muchachos y les encantan tirar todos los juguetes al piso”. Mentira. Se han pasado todo el día limpiando y recogiendo para impresionar a los visitantes. Después de dispararme el “paseo” por toda la casa auspiciado por sus dueños que tal parecen unos “guías turísticos” me parece que voy a terminar con esta pesadilla, pero de eso nada, ahora me dicen: “Vamos al “garage” para que veas el Mercedes que me compré”. Y ahí viene otro suplicio. Hay que pararse delante del dichoso carro (otra vez como si nunca hubiera visto un Mercedes Benz) a escuchar al dueño diciéndome: “Siéntate, siéntate al volante, para que sientas lo cómodo que son los asientos de este automóvil”. Entonces, de mala gana, como si fuera un comebola, me siento y digo por complacer a mi anfitrión: “¡Wow, todavía se siente el olor a nuevo de este carro, chico que rico!”... Y de pronto, aterrorizado, veo como el dueño del carro le abre el “capó” con la descabellada idea de que yo me pare delante del carro a observar ( y yo que no sé absolutamente nada de mecánica) un montón de cables, bujías, tuercas, y basuras que tienen los autos alrededor del motor. Y ahí digo la tontería del siglo: “Compadre, que buen cigüeñal tiene este carro”. Vaya, yo no tengo ni la menor idea de lo que es el cigüeñal, ni donde está, pero se lo he oído mencionar a los mecánicos. Al final, con la cara más seria que encuentro, le digo: “¡Todo precioso, me has convencido, dame las llaves de la casa y las del carro, que voy a pasarme un mes aquí!”. Y, de pronto, se me humedecen los ojos acordándome de una visita que le hice hace muchos años a una fallecida ancianita cubana, lectora de mi columna por 30 años, llamada Lucrecia Merens, a un humilde apartamento en Pasadena, donde junto a su esposo me hizo un arroz con pollo, y me habló mucho de Cuba. ¡Allí me sentí mucho mejor!.
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