"EL CHINO"

por Esteban Casañas Lostal


El Chino no era tan chino, yo diría que ni un poquito, no sé de dónde le viene el apodo, pero no cometo un error al afirmar que se equivocaron. Su piel no era remotamente amarilla, era cobriza, llegando a mulato. Su pelo no era lacio tampoco, algo enredado, pero sin clasificar en pasa. No creo que supiera mucho de geografía, ubicaba la existencia de China cada vez que iba al mercado. ¡Todo esto es fuácata! Me decía cada vez que compraba algún producto con nombre yuma y luego leía, made in allá. Me cuesta trabajo escribir en pasado de él, es un pasado que solo nos separa unas horas. Imagino al cortejo silencioso de familia y amistades que en estos precisos instantes viajan detrás de él, como en los viejos tiempos que terminaron ayer, risas sustituidas por lágrimas. Era oriental, pero nada que ver con el continente asiático. Era de aquellos orientales amistosos y hospitalarios que conocí en mi infancia, muy diferente a los actuales palestinos que visten de policías y son odiados en La Habana. Sus ojos nunca fueron rasgados, ni de viejo. La caída de sus párpados no logró borrar esa mirada picaresca de guajiro, no me explico a quién se le ocurrió un día llamarlo El Chino.

Hace muy pocas semanas me obligó a viajar con urgencia a Miami, deseaba verlo por última vez tal y como lo conocí, sin el deterioro que produce esa lucha tenaz contra una enfermedad que a la corta o la larga te lleva, implacable, lenta. Encontré un grave problema a la hora de localizar su habitación en el hospital de Hialeah, pensé hallarme ante una situación nueva, pero no era así, no llego a comprender ese capricho de los orientales por inventar nombres extravagantes. El apellido era humano y con orígenes en la península ibérica, pero el nombre no, es una extraña mezcla de ciencia ficción, güijes, brujos, ceibas, esclavos y quién pudiera saber cuántas cosas más. Es terrible manifestarlo, pero luego de darle el nombre a la recepcionista del hospital lo olvidé, era preferible olvidarlo, prefiero hablar de él como si fuera un chino, algo que nunca fue.

Lo conocí en el noventa y cuatro, fue en ocasión de un viaje similar, urgente. Lo hice para encontrarme con la abuela de la que estuve separado desde el 59 antes de que, ocurriera todo ese proceso que antecede a la muerte, llegué a tiempo. Fui la novedad entonces, descubrí a una gran familia, inmensa. Ellos también me descubrieron, era el primer pariente que había llegado del otro mundo, el que muchos de nosotros conocen. El Chino estaba allí y era el esposo de mi prima, hubo tremenda química entre nosotros, se convirtió en otro primo para mí, yo era parte de su familia, la única que poseía en Miami. Creo que no había cambiado mucho, era el mismo guajiro que conocí en las montañas orientales antes de que la epidemia de odio infestara nuestra tierra, me abrió inmediatamente las puertas de su casa y me asignó un cuarto, el mismo que yo ocuparía en Miami durante los viajes posteriores.

En la medida que los años se repetían, la amistad entre nosotros crecía y disfrutaba mucho de su compañía. Dejó de ser el primo postizo para convertirse en el amigo y luego en aquel hermano que nosotros seleccionamos. El portal de la casa era el lugar preferido de nuestras tertulias, allí, entre tragos y cervezas, salían a relucir pasajes casi borrados de nuestra memoria. Un día, se me ocurrió preguntarle cómo y cuándo había salido de Cuba. El Chino no era muy abierto en ese aspecto o tal vez, trataba de esquivar malos recuerdos, quién pudiera saberlo. Siempre me lanzaba una que otra curva y nunca lo presioné, hasta aquella tarde que soltó de un viaje toda la amargura que desperté con mi curiosidad.

Guajiro al fin y al cabo, El Chino se despertaba bien temprano en la mañana aunque no tuviera que trabajar. A las nueve de la mañana se le podía encontrar todo sudado en el patio de la casa, siempre haciendo algo, trasteando entre los tarecos de un pequeño taller donde almacenaba cosas que muy bien pudieran servir mañana, eso me decía siempre ante las protestas de mi prima. Su pequeño oasis se encontraba rodeado de árboles de todo tipo, ciruelas, naranjas, limones criollos, anones, aguacate, mangos, sapotes, mamey. Luego, aquella epidemia que hubo en La Florida lo obligo a renunciar a los cítricos, le cortaron aquellos árboles ante infinidad de protesta y resistencia. Todavía no puedo explicarme cómo pudo reunir tanta variedad en tan poco espacio, pero estar allí, en aquel patio, era disfrutar de un pedacito de Cuba, un trocito de su mundo guajiro. Luego, me mostraba donde se encontraban ubicados los nidos de las palomas, la hora del paso de los Cardenales, las cotorritas y uno que otro Sinsonte borrado de mi memoria, los Totíes se lanzaban sobre el césped del jardín en busca de uno que otro insecto, mientras nosotros permanecíamos quietos en el portal con el vaso en la mano o sobre la mesa de hierro. Por la acera, viajaban con tranquilidad patos y gallinas seguidas de su prole, lo hacían sin temores a ser devoradas por los tiburones.

Una de aquellas tardes extremadamente calurosas de los veranos que siempre evité viajar a Miami, fuimos hasta un Sedanos en busca de cerveza. Sentados bajo la sombra del portal se calentaban a los pocos minutos, al Chino se le ocurrió una idea maravillosa, colocó dos sillas sobre el césped y puso a funcionar el sistema de regadío. Allí, bajo la lluvia fina y artificial, bajo la mirada curiosa de los vecinos y autos que pasaban, le repetí la misma pregunta, ¿cómo y cuándo saliste de Cuba? Creo que estuvo pensando unos minutos antes de responderme, pero luego, aquel libro se abrió hoja por hoja. Recuerdo haberle prometido escribir algo sobre aquella desventura, lo haría un día y esperaba que aún estuviera vivo y hacérsela llegar a las manos para que la disfrutara antes de ese largo viaje que hoy emprendió, el de los muertos que mueren doblemente y el de los que siempre se mantienen vivos. Pero, por lo ocupado que he estado todos estos tiempos, no me perdono hacerlo tan tarde, yo sé que él se encuentra leyendo cada palabra que brota de mi teclado.

El Chino es de aquella gente que se quedó varada en la isla cuando la suspensión de los vuelos de Camarioca, las nuevas generaciones de cubanos no conocen nada de eso. Perteneció a ese grupo de cientos o tal vez miles que, sufrieron todo tipo de vejaciones y humillaciones. Personas una vez desnaturalizadas y parias en su propia tierra, sometidas a los peores trabajos que se ofrecían como castigo. Trabajos que una vez se realizaron dignamente para ganar un sustento y que adquirían otro sentido en una sociedad que prometía convertir a todos sus ciudadanos en médicos o ingenieros. Trabajó durante varios años como un esclavo más, hoy, limpiando calles, como si hacerlo fuera degradante. Mañana, era movilizado a un campo de caña, malanga, tomates. Pasado mañana era ubicado para trabajar en la reparación de las calles, estibador, constructor, etc. Así, pagaba con su sudor el propósito que se había trazado un día, abandonar su tierra y buscar fortuna en otra donde pudiera sentirse libre, donde pudiera hablar, andar, pensar y hasta respirar sin necesidad de una autorización. El Chino nunca perteneció a nada, ni aquí, ni allá. No hizo nada, ni tirarle un hollejo de naranja a otro chino como él, solo deseaba ser libre, ¿por qué no se le pudo respetar ese anhelo?

Un día, cuando la suma de sufrimientos era casi insoportable, El Chino partió rumbo a España. Allá no lo esperaba nadie, su nombre no existía en ningún compendio de gentilicios de la lengua española. Su apellido sí, allí tenía sus orígenes, pero quizás perteneciera a uno de aquellos esclavistas que una vez nos conquistó y esclavizó, los mismos que inscribían a sus esclavos con los apellidos de su familia. Me contó en medio de aquella lluvia que se me antojaba tibia, arribó a Madrid a bordo de uno de aquellos viejos Britannia que pertenecían a Cubana de Aviación. Una vez en tierra y con sus documentos en regla, pero sin una peseta en los bolsillos,El Chino no sabía para dónde arrancar. Hay que ser extremadamente valiente para enfrentar una situación similar, eso lo desconocen millones de cubanos, miles de jineteras y pingueros, hay que ser verdaderamente hombre y tener los pantalones u ovarios bien puestos. Porque he conocido a mujeres que han atravesado momentos similares y se comportaron con mucha más valentía que los de la raza fuerte, no tengo la menor duda de ello. Un alma caritativa lo llevó hasta una casa de huéspedes auspiciada por una iglesia y allí comenzó su segunda vida.

Me contó del trajecito que pudo conseguir para realizar el vuelo y me llegaron muchas imágenes a la memoria, los tiempos han cambiado y volar no requiere de aquella ceremonia, yo vuelo con jeans y tenis. Aquel trajecito era lo único que poseía para enfrentar el invierno, nada cruel para los que vivimos como pingüinos, pero muy duro para el que llega de una tierra donde las temperaturas son muy calientes. Nada logró su arrepentimiento y comenzó a saborear las amarguras del recién llegado y desesperado que todo el mundo trata de explotar. Por suerte, aquellos que pretendieron humillarlo antes de su partida, nunca comprendieron que lo preparaban física y moralmente para soportar lo peor. El Chino, pagó con creces y a modo de desquite, todas las injusticias cometidas en nuestra tierra contra aquellos infelices gallegos que, una vez se embarcaron hacia el nuevo mundo en busca de fortuna. No lo imagino con su tamañito, subiendo escaleras con la pesada carga de un balón de gas al hombro. Vivió muchos años en España con la carga del color de su piel y origen, pesaba más su último defecto, ser cubano y haber escapado de un paraíso, pero El Chino no era de la gente que se rinde. Me contó bajo la constante lluvia de su sistema de regadío sobre trabajos realizados que no lograron despertar mi asombro, yo había sufrido en carne propia sus amargas experiencias. El camino recorrido había sido algo parecido, solo existía una diferencia, la que existe entre un barco y un avión. No se me ocurrió preguntarle cómo había llegado a Miami y empatado con mi prima, puede haber sido motivado por el éxito en su tercer intento por lograr lo que verdaderamente él quería. Era feliz en su oasis tropical, más allá de la cerca que separaba su jardín de la acera de la calle, era el territorio de un mundo al cual no pertenecía.

Me mostraba orgulloso el árbol de Magnolia que había sembrado frente al portal el día del cumpleaños de mi prima, era pequeño entonces. Del árbol saltó a su época de ponchero, tiempo durante el cual lo conocí. Luego, lo veía llegar con su uniforme de la compañía donde trabajaba en el aeropuerto de Miami. Hace tres años, y en uno de aquellos viajes anuales, El Chino me dice que había tenido un accidente, se encontraba en retiro. Su enfermedad se mantuvo oculta para toda la familia, fue un secreto guardado por mi prima con mucho celo, fue su deseo, no quería amargarle la vida a nadie y durante estos últimos tres años, tiempo durante el cual él luchaba por mantenerse entre nosotros, nada cambió en su conducta habitual, permanecimos ajenos al dolor que indudablemente lo embargaba.

Me costó trabajo localizar su habitación, llamé a varios celulares y todos se encontraban desconectados, ya saben ustedes, algunos respetamos la disciplina en horarios laborales. Alguien me contestó y me dijo el nombre del Chino, lo he olvidado, repito. No soy del que llega con cara de sufrimiento aunque sufra, él estaba allí y mi equipaje en el maletero del auto. Había superado una de sus repetidas crisis, pero la intuición me había dicho que era el momento indicado para visitarlo. Lo vi en el hospital, esperaba por algunos documentos para salir de alta, quedé en verlo al día siguiente, no lo vi muy desmejorado en apariencias. Estaba algo majadero para comer, ese día le pregunté cuál pescado prefería, pargo, cherna o sierra, es probable que deseara matar un antojo particular, pero en esos gustos coincidíamos. Se inclinó por el pargo y salí con mi prima a comprarlo, agregué unas cervezas para mí. El Chino no era cervecero tampoco, se inclinaba por la bebida fuerte, era un guajiro que había evolucionado. Cada vez que iba a Miami le llevaba una botella de añejo tres años Havana Club, al final, terminaba tomándome la botella que le llevara de regalo, él era enfermo al Chivas Regal, solo uno de esos viajes le llevé una botella. Al regreso de las compras nos quedamos solos, mi tía y prima salieron a comprar otras cosas, yo preferí quedarme con él. Fueron largas horas de conversación ininterrumpida, hablamos como nunca, fue una especie de confesión mutua. Él me escuchaba, y por supuesto, yo trataba de devorar cada una de sus palabras, me encontraba ante el condenado a una muerte segura. Me asombraba su serenidad, infundían valor cada una de sus palabras, solo pedía una cosa, el tiempo necesario para ver la graduación de su nieto, Dios se lo concedió. El chamaco es un filtro y obtuvo dos becas para estudiar en una de las universidades de Miami. Dicen que el día de su graduación y en momentos de su corto discurso, el muchacho leyó una carta que debió llegarle a lo más profundo de su corazón. Dijo haber estudiado inspirado en el ejemplo de su abuelo, seguido por sus consejos. No porque el viejo haya estudiado, se mantenían latente en sus años de estudiantes aquellas sabias palabras que siempre le decían lo mismo: “Si no quieres pasar los trabajos de tu abuelo, tienes que estudiar”. El muchacho agregó un poco más y entre otras cosas, no pudo ocultar el orgullo que sentía por ser nieto del Chino, orgullo que siente mi prima por ser su esposa, mis primos por ser su primo, y yo, el último piojo pegado a esa familia que siempre fue suya.

Sentados debajo de la lluvia que él mismo provocó, y cuando al fin, decidió soltar esa lengua reprimida tantos años por su corazón, El Chino me contó sobre un viaje que dio a Cuba. No sé si el peso de sus frustraciones quepa en estas líneas, lo dudo. Picado por la morbosidad de la añoranza y el gorrión que nos deprime cada día de nuestras existencias, motivado quizás por sus propias predicciones, planificó un viaje a la tierra que tanto lo humillara antes de su partida, pudo ser una despedida. Me contó, mientras evitábamos que el agua penetrara por la boca de las botellas, se sentía arrepentido de haber realizado aquel caprichoso viaje. Hacía treinta años que no regresaba a la isla, creo que el viaje lo realizó en el noventa y siete. No reconoció a nadie, sus hermanos mayores parecían ser sus padres y la extensa lista de parientes le resultaba poco familiar. Las costumbres eran diferentes, el respeto era ajeno a la voluntad de los hombres, la vida era una pachanga, fiesta que se extendió hasta el día de su partida. -¡No los comprendo! Yo les compraba botellas de añejo y ellos preferían la “Chispa de tren”. El colmo de aquello que consideré una inmoralidad, ocurrió cuando uno de los sobrinos me propuso pasar la noche con una chica de catorce años. No puedes imaginar cómo me sentí, me prometí no regresar nunca más. Yo le creí, lo conocía y sabía hasta dónde podía llegar. Luego, hubo que cambiar el número de teléfono, todo el mundo llamaba a pedirle cualquier cosa al tío de la yuma.

Ese día no nos pudimos sentar en el portal de la casa, tuve que reprimir los intentos del Chino por llegar hasta el refrigerador para alcanzarme una cerveza, hasta ese extremo era de servicial. Hablamos y hablamos durante esas horas que estuvimos solos, fue una comunicación muy fluida repleta de secretos, confesiones mutuas que él se ha llevado a la tumba. Le mencioné los daños causados por los ciclones en los árboles del patio, el árbol de anón había sido derribado. La mata de aguacates solo conservaba pocos gajos, igual suerte corrió la de mangos. Al costado de la casa se encontraba florecida una mata de campanas, y la de sapotes, aunque algo mocha, mostraba algunos frutos. El implacable sol invadía el área enlosada donde realizábamos aquellos animados barbiquiús, no se podía permanecer al exterior mientras el sol estuviera afuera, el patio moría junto a él y en su pequeño taller los tarecos no se movían, eran atacados por el óxido ante las protestas de mi prima. ¿Para qué sirven las cosas que usaba cuando era ponchero? Para mañana, debe responder él mientras su cortejo lo sigue en silencio, cambiando risas por lágrimas. Mi prima nunca lo comprenderá, ella llegó muy pequeña a la yuma sin pasar por España.

Me siento un rato en su portal, El Chino está adentro, lo hago para fumarme un cigarro. En la palmera del jardín hay nidos de palomas, su canto es triste. Algunas lagartijas pasan muy cerca de mis pies, ya están acostumbradas a esas relaciones familiares. Canta un Pitirre y lo busco entre los árboles, mi vista se detiene la Magnolia que El Chino sembró cuando el cumpleaños de mi prima, ha crecido mucho y descubro varias flores entre sus ramas, los ciclones no han podido dañarla. El cortejo se detiene en los precisos momentos que termino estas líneas, El Chino ha muerto y siento vergüenza por no enviarle estas líneas a tiempo. El Chino vive entre nosotros, es probable que su hijo o nieto se sienten a mi lado en su jardín, ¿les habrá dicho dónde se enciende el sistema de regadío?


Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá
2007-08-13



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