EL ESCAPARATE

por Esteban Carsañ Lostal


Abuela era noble, un alma piadosa y caritativa que nunca asistió a una iglesia y merecía ser beatificada. Nunca la escuché hablar en voz alta, protestar, molestarse, manifestarse agotada. Era como un cementerio viviente, todo lo que veía u oía moría en su cuerpo, jamás lo regresaba al mundo exterior. Infatigable la vieja, recuerdo que se levantaba temprano a preparar el desayuno de mi abuelo, un dictador, mejor decir su tirano. Era sumamente obediente, disciplinada, ordenada y muy pausada al hablar, de esa mansedumbre que agota, como la de tantas mujeres de su tiempo. Sus temas de conversación eran vagos, vivía ajena al mundo, ignoraba quién era el presidente de turno y no creo se haya enterado de la llegada de los barbudos hasta que le faltaron algunos condimentos. Nunca manifestó preferencia por cantantes o artistas, creo que para ella no existieron y dudo haya bailado alguna vez.

Apenas le sobraba tiempo para ver alguna programación en la televisión, cuando se sentaba en la sala, casi siempre en el rígido sofá colocado debajo de un enorme cuadro pintado por algún artista desconocido, cuya firma insistí muchas veces identificar. Estoy convencido, correspondía a la figura de dos hijos gemelos perdidos durante una epidemia de tifus que nadie menciona. Dos muchachitos de unos quince años que permanecían en vela dentro de aquella sala a cualquier hora del día y día de la semana, sin agotarse también, como su madre, mi abuela. El televisor dejaba de funcionar frecuentemente y las imágenes se repetían horizontalmente a una velocidad que mi abuelo nunca pudo controlar, casi siempre el movimiento era detenido a golpe de trompadas. Para ella nunca existieron las novelas, esas vanidades nunca fueron complacidas por el viejo y había que dispararse sus programas, malos o buenos, solo los suyos. Luego, pocos minutos después de permanecer muda en la sala, como otro objeto más para decorarla, aquella mata de pelos plateados comenzaba ese movimiento que experimentan las varas de pescar.

No recuerdo su tiempo preferido para tomarse un baño, creo no coincidieran con las del viejo, él se gastaba horas y horas debajo de la ducha cada mañana, muy tempranito. Abuela le tenía contado las decenas de minutos o medía cada gota derramada en el piso de aquel estrecho cuadrito destinado a esas labores tan humanas. Cuando salía, el viejo se sentaba en el mismo asiento de siempre a disfrutar del mejor café con leche producido en el mundo. Mojaba con lentitud pasmosa cada rebanada de pan cubano con mantequilla y luego, con esa misma lentitud abría su boca y masticaba lentamente, muy despacio, como tratando de que nunca se acabara o con intenciones de detener el paso de la vida. No lo escuché disculparse por el reguero de migajas que dejaba sobre la mesa y el piso, creo que disfrutaba al hacerlo y me enojaba, abuela nunca protestaba.

Después del desayuno, el viejo encendía un tabaco y se marchaba a la sala, dejaba entreabierta la puerta para vigilar a las putas que trabajaban en el bar de la esquina, su mirada se perdía por aquel estrecho espacio dejado con toda intención. Abuela se marchaba a su cuarto y la observaba trasteando en el escaparate, ordenaba una y otra vez lo que nunca estuvo desordenado. Sacaba cada prenda y las colocaba sobre la cama para desdoblarlas y doblarlas nuevamente con movimientos lentos, pausados, silentes. Nunca comprendí los propósitos perseguidos con aquella rutina repetida diariamente, quizás trataba de escapar de su soledad o la buscaba, evitaba todo contacto con el viejo, le temía.

El escaparate era de caoba y pertenecía a su juego de cuarto. Contaba con tres divisiones y puertas que compartían entre sí religiosamente, pero inviolables. La sección de la izquierda le pertenecía al viejo, allí pendían apretados hasta la asfixia varios trajes de casimir, muselina y gabardinas. Debajo de ellos descansaba una zapatera repleta de zapatos de marca, negros, carmelitas y de dos tonos que sabía combinar con los trajes que utilizaba en sus salidas. La sección central era dividida matemáticamente para colocar la ropa interior, ambos tenían sus gavetas pulcramente ordenadas y en la parte superior de los gaveteros, abuela mantenía dobladas con uniformidad casi militar todas las sábanas, fundas y toallas. La sección derecha le pertenecía, pero casi nunca la abría, solo una vez pude observar todos sus vestidos colgados. Prendas que le llegaban cada día de las madres y esperaba una oportunidad para estrenarlos. Ese momento nunca llegó y allí envejecieron nuevos, como las solteronas.

Ella viajaba tranquila después de los efectos de un disparo de nieve, yo no, lo hacía con todas las precauciones que demandan la situación, mucha atención a la aceleración y frenos ante la proximidad de un semáforo. Yo la observaba con el rabillo del ojo mientras conducía, solo podía observarla totalmente cuando me encontraba detenido. La veía saltar en el asiento ante cada número de Silvio y me reía, le prometí quemarle algunos discos, yo disfrutaba con su felicidad y regreso al pasado, un pasado común por la cercanía de nuestra edad, aunque yo la aventajaba por cinco años que en el presente no representan nada.

-¿Sabes qué es lo que más extraño de Cuba? Me preguntó en una parte del trayecto sin presión de tráfico.

-No tengo idea, cada uno de nosotros extraña algo diferente.

-¡La playa! Casi gritó y me sentí algo sorprendido por aquella reacción extraña en este país.

-¿La playa? No significa nada para mí, no es una verdadera razón para sentir nostalgia por aquello. La playa no formaba parte de mi entorno, el mar fue parte de mi cuerpo. Abandonarlo fue muy duro para mí, me sentí mutilado, era como si me hubieran arrancado un órgano del cuerpo. Luego, como todo minusválido, llegas a acostumbrarte, andas con la falta de esa parte una vez cercenada.

-¿Tan duro fue para ti? Hubo algo de inocencia en su pregunta.

-¿Duro? No te imaginas hasta dónde, yo nunca le pertenecí a esa isla, menos aún a otro continente, fui parido por una gaviota.

-¿Y qué es lo que más extrañas de Cuba?

-Extraño tantas cosas, todo me lleva a sus recuerdos y me remontan a vivir una rara pesadilla que lucho constantemente por borrar.

-¿Deseas olvidarla?

-¿Tengo otra opción que la de morir como miles de cubanos aplastados por el peso de esas memorias?

-No sé, pero creo que siempre exista algo que te remonte.

-¡Claro! Pero yo no me atraco con el gorrión de los demás. Digamos que soy un poco más extravagante y me aparto de la media común. Una vez escribí algo sobre los portales, recorrerás miles de kilómetros en este país y notarás que no existen portales.

-Ya tuve la oportunidad de hacer ese recorrido contigo y sentí lo mismo, ¿qué otra cosa pudiera despertar en ti esa vaga sensación de nostalgia?

-En mis escasas estancias en la isla disfrutaba varias cosas que hoy no están a mi alcance.

-¿Cómo cuales?

-Digamos que pescar fue una de ellas, no me gusta hacerlo en el río. Es más, solo consumo salmón rosado por sus características, pero no me obligarás a comer otras especies de agua dulce.

-¿Solo pescar?

-No, cualquier detalle me remonta hasta esa isla, puede ser un lejano embrujo, una maldición que llevamos dentro. Tiene que ser así, ya llevo quince años tratando de olvidarlo todo y no puedo lograrlo.

-Algo debe aferrarse a ti para conservar esa cubanía inviolable.

-Si supieras, cada día que pasa me siento menos cubano, razones fuertes van llegando y justifican mi posición. Creo sin embargo, me destiño menos que otros.

-¿Qué extrañas de Cuba actualmente? En ese momento nos detuvimos y la miré fijamente a los ojos, pensé que ella trataba de desahogar todo su dolor en mis razones y temía herirse con mis justificaciones.

-¡Nada!

-¿Nada? No puedo creerte, algo debe transportarte al pasado. Digamos que una simple canción de Silvio.

-¿Quieres que te sea franco?

-Eso espero.

-No me atrae nada de lo que tortura a una gente común, hablemos de bares, restaurantes, calles, posadas, etc. Digamos que me asustan cosas un poco más simples.

-¿Cómo cuáles?

-Como un simple escaparate, hace quince años que no veo un escaparate.

-¡No jodas! ¿Un escaparate, eso es lo que pudiera despertar en ti viejos recuerdos?

-¡Un escaparate! Hace quince años que no veo un dichoso escaparate, aunque no lo creas.

-¡No, sí te creo! Para serte franca, solo hace dos años que no veo un tareco de aquellos, pero nunca se me hubiera ocurrido.

-Ya ves que soy algo auténtico.

-No lo dudo. Con la luz verde continuamos la marcha y a unos cincuenta metros de nosotros el tráfico se detuvo por la presencia de un ciclista.

-¡Mira a ese! Estoy seguro de que nunca ha visto un escaparate, si tuviera que pedalear por necesidad, como en Cuba, no estaría comiendo mierda a esta hora de la noche por una calle repleta de nieve. Deberían prohibir ésta práctica en invierno, es un peligro y le puede complicar la vida a cualquiera.

-En eso tienes razón, creo que es demasiado peligroso.

-¡Este barrio, este barrio! ¿Lo conoces?

-No tengo ideas, aún me faltan huecos por conocer en Montreal.

-Es el Plateau Mont-Royal, aquí viven la mayoría de los bohemios de esta ciudad, pintores, músicos, artistas, intelectuales de café au lait, políticos trasnochados, aventureros, soñadores, travestís, ecologistas, existencialistas, y muchos, muchísimos ciudadanos que viven de la ayuda social y no quieren agarrarla. Cada vez que pases por este barrio fíjate en la gente que marcha por las aceras, siempre encontrarás a alguien portando el estuche de una guitarra, violín, trompeta, etc. ¡Arte! Puro arte mamacita, pero de agarrarla nada, es muy rico esperar el chequecito del gobierno todos los días primero, ese no falla.

-No tenía idea de esos detalles que me cuentas.

-Conducir por esta parte de la ciudad es un peligro, pululan las bicicletas, en verano andan por el medio de la calle en patinetas, y cuando se suenan un taladro pueden tirarse delante del auto, ya sabes, andan arrebatados. ¡Qué viva la Pepa! Esto es Canadá, corazón, un inmenso nido de parásitos. Esta puta gente nunca ha visto un escaparate.

-Como que hoy estás obsesionado con ellos.

-Pero razones me sobran, ésta, es una de las partes viejas de la ciudad. Yo quisiera que visitaras los apartamenticos, no caben los escaparates, y no te hablo de los bañitos, no deben ser todos, eso imagino. ¿Las rentas? Por el cielo, pero la gente las paga solo por decir que viven en el Plateau. ¡Qué manera de atracarse!

-¿Y por qué te atraen tanto los escaparates?

-No es que me atraigan, ni me van, ni me vienen, pero cada escaparate debe tener una historia en nuestra isla, son testigos del paso de varias generaciones. Aquí es diferente, cuando la gente se aburre de los mismos muebles los cambian y al carajo, allá no, nada se puede botar.

-No sé, me rompo la cabeza tratando de comprenderte. ¿Marcaron pautas en tu vida?

-Puede que sí y puede que no, recuerdo el primer escaparate vinculado a mi vida y el último de ellos.

-¿Cuál fue el primero?

-¿El primero? ¡Han caído tantos mangos! Recuerdo que vivía en un pasaje del Moro, debes saber que es un barrio de Mantilla. Yo era muy pequeñito y no recuerdo la compañía de otro hermano, precisamente, una de las pocas fotos que pertenecen a esa etapa de mi infancia, fue tomada encima de una mesita de noche que correspondía a ese juego de cuarto.

-¿Y qué pasó con él?

-Recuerdo a mi vieja llorando cuando lo sacaban de la casa por no haber pagado las mensualidades, lo habían comprado a plazo. Luego, aquel cuarto se vio decorado con un bastidor sobre cuatro patas y las ropas colgadas de una soga que colocaron en una de sus esquinas.

-¿Y después de ese?

-Después, pasaron muchos por mi vida. Recuerdo el de mi abuela, era de caoba y tenía tres puertas, como se usaban en aquellos tiempos.

-¿Y después?

-¿Después? Hay millones de historias que pueden ser contadas por los escaparates. ¡Mira! El de Mariela pudiera contarte las veces que hizo el amor frente al espejo. Era de caoba también, pero de un modelo diferente, el espejo se encontraba fijo a la puerta del centro, pero en el exterior de él. Mariela era enferma a colocar una de sus butacas frente a ese espejo y hacer el amor sentada sobre su pareja. Me contaba con descaro que se excitaba mucho y pensaba encontrarse dentro de una película de relajo. Para gusto se hicieron los colores, ¿no?, ella era enferma a eso. Si dejaran declarar a ese escaparate cuántos secretos no revelaría. Era mi socia, yo le compraba comida para mis hijos, ya sabes, la bolsa negra. Mariela no era organizada como mi abuela, cuando abría cualquiera de las puertas de su escaparate las cosas se caían al suelo, era una mezcla extraña de ropas y comidas. Tampoco era una comida cualquiera, ella la conseguía del Círculo Infantil que estaba al lado de su casa. Por la ventanita de su cocina le pasaban el material.

-¿Y tú comprabas comida robada de un Círculo Infantil?

-Al principio me negué y critiqué esa acción detestable. La primera vez tuve remordimientos de conciencia, pero te pones a sacar cuentas y luego te adaptas con facilidad. Si no la compras tú, vendrá otro y lo hará, y si no lo haces, no llevas nada para la casa.

-Es como si todo se corrompiera poco a poco.

-Así mismo es, se van perdiendo escrúpulos y todo se llega a aceptar con mucha naturalidad.

-¿Estuviste con ella?

-No, yo no era su tipo, ella era enferma a los prietos.

-¿Qué dices de tu primer escaparate?

-No tuve muchos y el primero fue prestado. Era un escaparatico con dos puertas de corredera, de playwood, la madera buena había desaparecido de nuestra historia. Creo que ha ocurrido lo mismo en muchos países del mundo, te venden gato por liebre, te lo digo yo que trabajé en una fábrica de muebles, la mayoría son enchapados. Cabían pocas cosas en aquel escaparatico y pienso que resultaba pequeño por mi condición de marino. Para un cubano cualquiera que viviera pendiente de las entrega de la libreta era suficiente, para mí, no. Lo tenía al costado de la cama, separado de ella por una loza de piso, te hablo entonces de unos veinticinco centímetros de distancia. Al lado del escaparatico se encontraba la cómoda, encima de ella dos gaveteros y sobre éstos, columnas de cajas cargadas de mierdas para cuando tuviera un apartamento, allí permanecieron ocho años. En el lado derecho de la cama se encontraba la cunita de mi hija y a los pies de ella la camita de mi hijo varón. ¿Qué pudiera contarte aquel escaparatico? Muchas cosas, las vicisitudes que debe vivir un joven matrimonio cubano cuando comparte una vivienda con más de veinte personas y un perro. ¿Te imaginas cuántas cosas pudiera contar?

-Ni me pasan por la mente, pero en la isla hay mucha gente que nunca han tenido un escaparate.

-Por supuesto, digamos que dejaron de fabricarse desde el 59 hasta la segunda mitad de los ochenta. Por fortuna para ellos, se construyeron edificios con closets, pero no es lo mismo, el escaparate viaja y en cada nueva casa guarda otros recuerdos. Ese mismo escaparate de Mariela, ni te lo imaginas, llegó a La Habana con ella desde Santiago de Cuba. ¿Y ahora? Sabrá Dios cuantas historias conservará en su interior. El mío viajó varias veces, ya sabes, el agregado es como el muerto, apesta al tercer día. Una vez salía de Santos Suárez para Luyanó, otro día regresaba por el mismo camino, la misma maniobra para bajarlo desde un segundo piso antiguo y meterlo en aquella especie de albergue fundado por mi suegra. Su penúltimo viaje lo realizó hasta Alamar, no recuerdo a quién se le regaló después.

-¿Hubo algún escaparate que te marcara en la vida?

-Existieron varios, ¡mira!, recuerdo uno que vio desfilar a varias generaciones dentro de una misma familia. No tengo que buscarlo muy lejos, era el escaparate de mi suegra. Ni te imaginas todas las discusiones y problemas que se originaron frente a su puerta. Hoy reina la armonía en el seno de aquella familia y la vieja está ausente, pero qué pudiera contarte de aquellos tiempos. Era de caoba y tres puertas también, pero la puerta derecha se encontraba cerrada por un gran candado. Dentro de las dos puertas restantes reinaba el caos, la vieja nunca le prestaba importancia. Podías abrirla y al instante se te venía encima un mundo de trapos viejos, inservibles, pero ya sabes que en la isla no se bota nada, todo es útil. Sin embargo, aquella puerta clausurada al uso general era todo lo contrario. Las pocas veces que la vi abierta lo encontré pulcramente organizado, me recordaba a mi abuela, no fueron muchas esas oportunidades. Correspondía a un cuñado muy exquisito en su vestir y manera de vivir, puede hayan sido las razones utilizadas para considerarlo un objeto anacrónico dentro de aquella casa. Las disputas fueron muy sonadas, poco importaron las horas del día, se extendieron al campo político también. Es triste, pero la semilla del odio llegó a invadir las paredes de un hogar y de pronto, hermanos eran enemigos de sus propios hermanos, la suegra sufría a mitad del camino entre ambos campos. Un día cualquiera de 1980, vinieron de madrugada a buscar al dueño de aquella puerta del escaparate. Esa había sido la única propiedad que tuvo dentro de la casa donde había nacido, se levantó en silencio y no se despidió de nadie, escapaba de su familia como cualquier delincuente lo hace de la justicia. Los vecinos dormían, pero aquel silencio fue roto por un grito que todos conocíamos y temíamos; ¡Que se vaya la escoria! El grito salió por la única ventana que esa casa posee en la fachada de la calle, no tengo ideas del dolor que pudo haberle producido. Al día siguiente de su partida, otro de sus hermanos abrió el candado con su llave y repartió todas sus pertenencias de acuerdo a una lista que había dejado, el que gritó había sido beneficiado también por aquel testamento en vida. Poco a poco se fueron mudando de aquella casa y el escaparate continuó allí, continúa aún. Guardó ropas de muchachos que hoy andan por Italia y España, guardó también de otros seres que han quedado atrapados en aquella trampa y viven con la esperanza de salir un día.

-¿Y que pasó con el escaparate de tu abuela?

Mi abuelo murió estando yo en una de esas escalas en Cuba y mi abuela se convirtió en una especie de pelotica de ping pong. Creo que sus muebles fueron heredados por una tía que, dispuso de su apartamento para permutarlo junto al suyo por otro en Luyanó. En esos rebotes producidos durante cada partido, mi abuela aterrizaba en casa de mi madre, era una especie de rifa que nadie deseaba ganarse. Pero ya sabes como éramos nosotros los cubanos, muy pocos viejitos iban a parar en un asilo. Abuela no perdió la costumbre de andar metida en los escaparates, pero para no mentirte, el de mi madre era un desastre, te pasabas media hora buscando la pareja de una media y cuando abrías cualquiera de las puertas se repetían las avalanchas de trapos inservibles. El escaparate de mi abuela siguió su rumbo y viajó por distintos barrios de La Habana, lo imagino ahora por San Miguel del Padrón, bueno, si no lo convirtieron en balsa cuando mi prima escapó para La Florida, debo preguntarle, pero no lo creo, esa madera era muy pesada.

-¿Y el escaparate de tu mamá?

-Ni lo imagino, lo recuerdo atravesado en la esquina de su cuarto en Luyanó, y las peleas de mi vieja con la suya. A veces siento pánico llegar a esa etapa de la vida, no me concibo orinando o defecando detrás de un escaparate.

-¿Y quién lo hacía?

-Aquella dulce vieja que fuera ejemplo de pulcritud y preparaba el mejor café con leche del mundo.

-No te creo, ¿eso hacía tu abuela?

-Eso y mucho más, se perdía el único pan que nos daban por la libreta y nos volvíamos locos buscándolo por toda la casa. A nadie se le ocurriría buscarlo dentro de un escaparate colmado de cosas inservibles, solo un día, en medio de esa lucha por buscar la pareja de una media, alguien podía encontrar la barra de pan enmohecida entre todos aquellos trapos viejos como mi abuela.

-¡Wow! Debe ser terrible vivir en esas circunstancias.

-Son extremadamente dolorosas, llegaba de viaje y mi abuela decía que yo era su hermano, me hablaba de sus amistades y aquella admiración que sintió por un pelotero muy famoso de nombre Pedro Fomental. Yo le seguía la corriente al ver reflejada la felicidad en su rostro, resultaba una acción criminal negarle aquella alegría casi infantil. Ella hablaba y hablaba de un pasado incierto, lo hacía con mucho cariño, pienso que soñaba y no deseaba despertarla. En una de esas grandes ausencias me enteré de su muerte al regreso, habían pasado varios meses, los suficientes para borrar cualquier rasgo de dolor pasajero. Porque en esas circunstancias duele más la vida y la muerte se recibe como sedante o alivio a esa sobrecarga de tensiones y pasiones encontradas. Creo que la muerte es la salida más digna a una existencia, cuando ésta comienza a estorbar la felicidad de los demás. Dejas de ser la pelotica de ping pong que nadie desea recibir en uno de esos rebotes y le ahorras aquel sentimiento amoroso pasado de moda a tus seres queridos, donde en oportunidades, es preferible morir olvidado en un asilo.

-¿Y nunca has visto un escaparate en Canadá? Ella hizo la pregunta con la fundada intención de desviar el tema de la conversación.

-Sí, vi uno y tuve que cargarlo, muy pesado, por cierto. Era propiedad de un griego a quien le vendí mis servicios en ocasión de su mudada hace varios años. Era de una madera preciosa, carísimo, pero nada que ver, era un escaparate sin historia.


Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá,
2007-07-09



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