MARITZA

por Esteban Casañas Lostal


Ayer hablé con Maritza, me localizó accidentalmente por Internet, dijo que buscando alguna información sobre Cuba. No me sorprendió, ha ocurrido en otras oportunidades. En los primeros mensajes me solicitó el número de teléfono, debo confesar que sentí mucha alegría por ese encuentro inesperado, aunque fuera solamente virtual. Después, su voz no había cambiado mucho desde la última vez que la vi y la imaginaba con su misma figurita, como si el tiempo se hubiera detenido. Sus risas eran esa mezcla de felicidad y nerviosismo aumentada por síntomas de una oculta inseguridad.

-¿Dónde rayos estás? No habíamos tocado ese tema, quizás por abandono, tal vez para no mostrar ese exceso de curiosidad que siempre permanece con nosotros.

-¿Yo? En Japón, exactamente en Tokio.

-¿En Tokio? Ni te imaginas las veces que estuve por allá, es una ciudad encantadora. ¿Cómo escapaste y fuiste a dar tan lejos?

-¿Y lo preguntas? No pude atraparte. Se escuchó aquella misma risa nerviosa.

-Siempre fuiste mala en matemática, no sabes sumar, no comprendiste nada de aquella cuenta que sacamos.

-A cada rato pienso en mi pasado y apareces tú.

-Me pasa lo mismo, recuerdo con mucho cariño a los seres que estuvieron vinculados a mi vida.

-¿Te acuerdas cómo nos conocimos? Lo recordaba perfectamente, comenzaba a caer la noche y yo me encontraba con el contramaestre Medina en el bar del hotel Casa Granda. Estábamos brujas con dos vasos de ron en strike, no había hielo entonces y el mismo trago se estiró más allá de una hora esperando que cayera algo, siempre esperando, como condenados a esa insoportable espera a la cual ya estábamos acostumbrados. Le insistía a Medina escapar de aquel horrible bar donde el olor a orine fermentado inundaba cada rincón, pero él insistía caprichosamente permanecer allí y respirar para aliviar al local de esa terrible peste tan natural. Tú vas a ver que siempre cae algo en el jamo, me decía y yo trataba de buscar ese algo a nuestro rededor, solo encontraba la misma partía de borrachos escandalosos atados a la barra, quienes de vez en cuando se nos acercaban para picarnos un Popular. El viejo tuvo razón, cuando me hallaba a punto de renunciar a su empeño, entraron al bar dos mujercitas, una era mulatica blanconaza y la otra una blanca criolla con el pelo decolorado. ¡Te lo dije, consorte! Rompió aquella inexplicable parálisis que comenzaba a imponerse, mientras alzaba el brazo derecho, como solicitando algo. Aquel movimiento repetido del brazo logró llamar la atención de la rubia falsa y observé en su rostro esa sonrisa del que se encuentra con un conocido, ambas se dirigieron hacia nosotros. Hubo ese intercambio de saludos escandalosos tan comunes entre nosotros, luego se procedió a la formal presentación. Maritza tenía la mano sudada, observé algunas grietas de sudor en su fina blusa, Santiago era implacable en esas fechas. No recuerdo el nombre de la mulatica, pero era muy simpática también.

-¡Claro que lo recuerdo! Ustedes cayeron como ángeles enviados desde el cielo para salvarnos de una posible asfixia. Ella echó a reír y se iba borrando el nerviosismo de los primeros minutos.

-Yo no me explico cómo rayos fueron a meterse en aquella madriguera.

-Chica, nunca imaginé que el Casa Granda pudiera caer tan bajo, era una asquerosidad.

-¿No lo viste después que lo arreglaron para los turistas?

-No he regresado a la isla, no creo que pueda verlo por el momento. Pero bueno, regresando al pasado, tú fuiste la de aquella brillante idea de sacarnos de esa apestosa trampa, ¿no fuiste la que propuso irnos para el Versalles? Hubo un corto silencio en el que ella registraba todos aquellos lejanos datos en su memoria, yo siempre los mantuve frescos e imborrables.

Cuando llegamos la cola era larga y la gente presionaba al portero para poder pasar, nos apartamos del bulto humano y discutíamos sobre insistir en entrar o comprar una botella de ron en la bolsa negra. Maritza dijo conocer a los de la puerta y me pidió veinte pesos para tocarlos, quince minutos después entrábamos a un cabaret al aire libre totalmente abarrotado. Ella consiguió una mesa sin sillas, se movía con mucha ligereza en aquel medio y la saludaban desde muchos puntos en la oscuridad. El show era aburrido para nosotros, una novedad para los contados extranjeros que se encontraban presentes. De cantos y toques de santos estábamos hasta la coronilla, permanecimos al lado de la mesa mientras ella recorría todo el cabaret, pocos minutos después formábamos parte de un todo confuso, nos sumábamos a ese grupo de seres que bebe por divertirse y necesidad.

-¿Quién se acuerda de aquello? Lo que sí no he podido olvidar es nuestra llegada a la casa, ¿cómo llegamos?, siempre me pierdo en esta parte del recorrido.

-Caminando, no había transporte.

-¿Caminando? Preguntó ella y saltaba párrafos de aquella aventura. Omitía la discusión que tuvo a la salida del cabaret con la mulatica, ambas andaban a unos cinco metros de nosotros. Pocos minutos después, la mulatica aceleró el paso y se fue alejando sola, el taconeo sobre el asfalto se fue apagando y su imagen se perdía dentro de una profunda y oscura sombra. Pudimos distinguirla como un punto cualquiera cuando pasó bajo el próximo bombillo, luego se perdió como otro cometa más. ¿Qué pasó? Te pregunté y me respondiste que ella quería irse a la cama conmigo. Me dijiste que le propusiste lo hiciera con Medina y ella te respondió que estaba muy viejo. No solamente eso, parecía haber sufrido un accidente aéreo en pleno desierto y la piel la tenía toda cuarteada, no le gusta y prefirió marcharse sola, dijo que mejor se hacía una paja. ¿Y yo, no tengo voz ni voto, no me dejan seleccionar? Iba a hacerte esa pregunta y me arrepentí, mejor me conformo y acepto tus decisiones, pensé aquella noche que estaba por concluir y no quería irme sin pescar nada.

-Sí, y cuando llegamos a tu casa nos abrió la puerta tu hermano.

-¿Y no estaba mi mamá? Tuve deseos de decirle que le había encontrado aura de pato al hermanito, pero me había equivocado como tantas veces en la vida. Luego se hizo mi socio y cuñado, era refinado solamente y vivía en la misma casa con una jevita.

-¿Tu mamá? Estaba para Puerto Padre, ¿no recuerdas que estaba empatada con otro marinero? No me acuerdo de su nombre ahora, el tipo era contramaestre como Medina.

-¡Ahhh! Ya caigo, ese tipo resultó tremendo descarado. Se detuvo tratando de buscar más información sobre el individuo. ¿Y la vieja? Tuve deseos de preguntarle, pero poco me importaba su vida. Era de aquellas viejas que renuncian a una caída y aferran con plomadas las hojas del almanaque para que no las arranquen ni se las lleve el viento. Parece que estaba reclutando a los contramaestres de la flota, porque según me dijo Medina, ellos habían tenido su romance. No hubo presentaciones ni necesidad de llenar formularios, el hermano se fue para su cuarto cuando entramos y Maritza repartió las camas. Medina dormiría en el cuarto de la madre que estaba en el segundo piso, y yo me sometería a cumplir todas sus órdenes. Lo acompañó mientras yo esperaba en la sala, después me tomó de la mano y me condujo al suyo, no quiso encender la luz para no despertar a su hijo. En medio de aquella oscuridad sentí que me puso una toalla en el hombro e interpreté que el paso siguiente era bañarse, me desnudé al lado de su cama y dejé la ropa en el piso. Casi a tientas me condujo hasta el baño, ya ella se había desnudado también, no me di cuenta de aquella operación realizada con tanto silencio y rapidez. Solo el roce de nuestros ardientes cuerpos pudo delatar aquella extraña y sorpresiva situación. Llegó un beso no anunciado y la tomé por la cintura, sin darme cuenta, me fue acomodando en un espacio de aquella absoluta oscuridad. Un débil chorro de agua helada recorrió toda mi espalda, un chorrito sorpresivo y traicionero que penetraba en mi cuerpo como un puñal de hielo.

-Sí, era tremendo descarado, recuerdo cuando me lo presentaste en el motelito de la marina, ya lo conocía desde hacía varios años, pero tu madre se veía muy feliz.

-No lo creas, era esa felicidad del náufrago cuando encuentra una tabla en medio de su tragedia. Y esa noche, ¿dónde dormimos? Ella trataba de rescatar eslabones perdidos de su vida, eslabones que siempre formaron parte de mi cadena y hoy se extendía hasta Japón.

-¡Mira! Creo haber soportado una de las peores torturas cuando me metiste bajo ese chorrito de agua, media hora para lograr mojar todo mi cuerpo, otra media hora para mojar el tuyo y poder enjabonarnos. Luego, otra hora para poder desprendernos de aquella espuma viscosa del jabón Nácar sin que cruzaran palabras. Me llevaste a tu cama y sentí que me hundía en una ola de colchones y sábanas, hubo un fuerte crujido de aquellas maderas que protestaban por un peso extraño. El niño se despertó y no pude comenzar esa ceremonia tan sagrada para nosotros. Quisiste continuar y yo me negué, te propuse traer a Medina para tu cuarto y marchamos para el de tu mamá.

-¡Ya recuerdo! ¿Cómo olvidar el trabajo que pasamos para sacarlo de su borrachera? En esos instantes yo bajaba con ella sujetando a Medina para que no cayera en aquella escalera sin pasamanos. ¡Al fin solos! Me dije cuando nos acostamos y comencé a desprenderte de aquella enorme toalla que cubría tu cuerpo delgado y bien formado. Todo era pequeño en él, tus senos bien firmes sin huellas del paso de tu hijo, tu abdomen era lizo y el ombligo un simple punto bien colocado para romper esa armonía de una piel sin estrías. Mi curiosidad no se detuvo y continué en mi marcha descendiendo, deseaba bajar hasta el infinito de tu ser, quería arribar urgentemente al único lugar donde se refugiaban nuestros sentidos. Era de una negrura intensa y vellos rizados, un hermoso contraste del que no disfrutara todos los días y mi mirada se desvió involuntariamente hacia tu cabeza. Tus dientes sobresalían escandalosamente y te daban un toque de ridícula gracia. ¡Fue por abandono de tu madre! Quise decirte en ese momento, si te hubiera atendido a tiempo no los tendrías así, pero ella prefirió andar puteando y llenando vacíos de su vida con su colección de contramaestres. Detrás de tu cabeza existía un murito, sobresalía unos diez centímetros por encima de la cabecera de la cama. Encima de ese murito y exactamente a mitad del ancho de la cama, había una radio grabadora de doble casetes. Al lado de cada bocina y en perfecta formación, dos pequeñas escuadras de diminutos objetos de artesanía. No sabía que existía detrás del murito, pero ese ángel que llevamos todos los cubanos me pidió que acompañara el resto de nuestros actos con música. Apreté la tecla de play y se escuchó la inconfundible voz de Juan Luís Guerra con su número La Pecera, estaba muy de moda. No era la música apropiada para ese encuentro, tampoco deseaba apartarme de ti y dar oportunidad a un repentino arrepentimiento. Cuando regresaba a la posición anterior, vi en una esquina del cuarto un elefante de cerámica vietnamita y supuse al marido de turno de tu madre en un viaje por Asia. Regresé besando cada molécula de tu cuerpo y me adapté perfectamente a tus dientes pronunciados, no eran exagerados y pude buscarle enseguida algo de gracia. Cada poro encontrado en ese lento recorrido, eran gotas de rocío que alimentaban mi alma esa madrugada. Lo hicimos como Dios nos ordenó a los cubanos y no quedé preocupado de haberlo hecho sin protección, él me protegía y justificaba mi promiscua vida, él me alertaba cuando me encontraba en presencia de una puta enferma.

-Bueno, gracias a tu hijo ganamos en el cambio del paisaje para nuestro primer encuentro. No me gusta hacer esas cosas a puro tacto, disfruto mucho cuando miro también.

-Yo soy igual que tú, tampoco me gusta hacerlo reprimida. No era necesario que me dijera eso, la descubrí aquella noche y parte de sus gritos fueron opacados por los números siguientes. La Bilirrubina aceleró nuestros movimientos y sudamos copiosamente hasta que llegó aquel ansiado ¡dámela, coño! Y se la di toda acompañada también de su imprescindible coño. Caímos extenuados, primero sobre ella y compartiendo mi peso entre rodillas y codos, sentí temor en aplastarla con mis ciento sesenta libras de peso. Luego me tendí a su lado, después de cumplir con esa ceremonia que gusta tanto a las mujeres cuando se termina de hacer el amor.

-Había calor esa noche en Santiago, ¿cuántas veces nos bañamos?

-Ni me hables de eso, creo que fueron tres veces, pero las dos últimas resultaron divinas.

-¿Divinas? Ella pudo haberlas borrado de su memoria con el paso de todos estos años. Es probable no recordara que su casa no estaba aún terminada de construir y que luego de cada acoplamiento, saliéramos a la azotea con un enorme jarro para bañarnos y que el agua la extraíamos del tanque. Esa madrugada salió la luna en cuarto menguante, no es un detalle que deseo incluir para adornar estos recuerdos. Hubo luna y el cielo se encontraba totalmente cubierto de estrellas, las mismas que no puedo observar desde hace una década y media. Su cuerpo adquirió una tonalidad de plata y se proyectaba como una estatua viva, hasta la negrura de su pendejera fue adornada con diamantes y cuando hablaba, sus dientes le daban un tierno aspecto de vampira que en cada beso me devoraba.

En la cama y mientras nos preparábamos para un nuevo encuentro, Maritza me contaba de su vida y yo le prestaba mucha atención. El volumen de la grabadora fue bajado al mínimo y ella buscó entre las cosas que su madre guardaba en una vitrina. Encontró una botella de Paticruzao que colocó sobre el murito después de servir en un solo vaso. Me dijo que trabajaba en un “punto de luz brillante”, que las colas y broncas eran del carajo cuando llegaba ese combustible, pero que siempre “inventaba” algo, no quise preguntarle de cuál manera robaba. En sus horas libres se dedicaba a vender carne de puerco por la bolsa negra. Entonces me contó del día que la “caminaron” y se le coló la policía, ella lanzó todas las carnes para el patio del vecino mientras su hermano entretenía a la fiana en la sala de la casa. Se levantó y sacó del escaparate un vestido de hilo confeccionado por ella, me habló del precio y le dije que quería encargarle uno para mi esposa, no se enojó. Hicimos el amor dos veces más y la última vez no pudimos bañarnos, ya amanecía y se escuchaba el canto de los gallos vecinos. La madre tenía una cocina aún sin terminar en su guarida, Maritza coló café y me lo sirvió como la mejor esposa, yo me senté en el escalón de la puerta que daba a la azotea mientras disfrutaba de aquella deliciosa infusión, prendía un Popular y escuchaba el ladrido de los perros, las protestas de los niños vecinos que no se querían levantar y las noticias de Radio Reloj que llegaban desde una casa cualquiera.

-Tuvieron sus encantos Maritza, son detalles de nuestras vidas que siempre quedan guardadas en un rinconcito y cuando menos lo esperas, salen a la luz para evitar asfixiarse como ha ocurrido hoy. Sirven de mucho y nada, tal vez para darnos aliento y decirnos que estamos vivos, peor es que nunca hubieran existido. ¿Tendrías algo para recordar?

-Es verdad, tienes mucha razón. Peor es no tener nada en qué gastar ese tiempo de hastío que muchas veces nos invade y llegamos a pensar que la vida termina. Cuando menos, sirven para alimentarnos y decirnos que hubo un pasado y que vivimos. Sus palabras no podían ocultar cierto grado de frustración, yo la conocí muy bien y sabía qué clase de mujer se encontraba del otro lado de la línea. Cuando eran las siete de la mañana, Maritza sirvió un poco de café en un jarrito para llevárselo a Medina, era la hora de despertar a su hijito para llevarlo a la escuela. Se había recuperado muy bien de la borrachera pasada y salimos del cuarto. Poco rato después me trajo al niño hasta la sala, ya estaba vestido con su uniforme escolar y la pañoleta de pionero incluida. Era un muchachito hermoso de unos siete años de edad y permaneció unos instantes conversando con nosotros mientras la madre le preparaba el desayuno. No sé por cual razón vi en sus gestos y manera de expresarse esa aura de patico que encontré en su tío esa noche cuando me abrió la puerta. Tuve deseos de hablar con Maritza en otra oportunidad y tocarle el tema, yo sabía que los padres eran como los tarrúos, los últimos en enterarse. Había leído no recuerdo dónde, que ese “mal”, sometido a tiempo con un tratamiento hormonal podía salvarlo, ¿salvarlo de qué?, siempre me preguntaba y no hallaba la respuesta correcta. Salvarlo de ser maricón en una sociedad donde era condenada como una desviación ideológica tal vez, eso es, el niño podía salvarse de algo tan degradante, hablaré con ella cuando tenga más confianza. ¿Salvarlo como a mi primo? Era debilucho y afeminado cuando tenía más o menos esa edad y lo inyectaron muchas veces. Creció el muy condenado hasta alcanzar los seis pies y dejó la mariconería de tenerle miedo a las lagartijas. Luego se convirtió en un despiadado cazador de ellas, yo creo que las condenaba por aquella debilidad que sintió en los primeros pasos de su infancia. Creció en estatura y maldad hasta convertirse en un delincuente sin límites, creció con un poder destructivo que nunca se detuvo ante pesados equipos. No existió KRAZ, guaguas, escavadoras, mujeres, escuelas, etc., que resistieran las terribles embestidas de su paso arrollador y destructivo, mi primo estaba capacitado para destruir un tanque de guerra y luego venderlo como latas de sardinas. ¿Y si luego de salvarlo resulta un extremista comunista? Mejor no le digo nada y que Dios decida su suerte. Quedamos encontrarnos en el parque Céspedes esa noche.

-¿Y cómo llegaste a Japón? Casi siempre hago la misma pregunta a todo el que conozco, y si no la hago me la hacen, ya forma parte de nuestro cuestionario.

-Ya te lo dije, no pude pescarte.

-Y siempre te repito lo mismo, no me cansé de sacarte la cuenta mientras estábamos en Santiago, no dejas de ser mala en matemáticas.

-Me casé con un japonés. Lo dijo con un poco de arrepentimiento en su voz y la noticia no era nueva para mí. Había conocido a varias cubanas que en su desespero por escapar de la isla habían caído en ese mismo punto del otro hemisferio. No la imaginaba comiendo con palitos, ni celebrando la ceremonia nupcial vestida con un kimono de acuerdo a las tradiciones de aquel país. Otra amiga de Tokio me mostró el álbum de fotos de su boda mientras compartía una de mis visitas con su esposo e hijo. Me aferraba a la idea de conservarla tal y como la conocí aquella noche, de pelo corto, jean, baja y chupa, rubia por arriba y mora por abajo, dientes pronunciados como los de un castor y el alma pura como la de cualquier ángel, así era ella, un pequeño volcán en constante actividad.

-¿Y te va bien?

-No me ha ido nada bien, ahora mismo estoy parando en un refugio de monjitas. No quise preguntarle nada más, había corrido la misma suerte de mi amiga y las causas podían coincidir. Diferencia de cultura, soledad, alcoholismo, idioma, rechazo familiar, insatisfacción sexual, machismo oriental, leyes incomprensibles a nuestros sentidos, violencia familiar, etc. Y todo un mundo de razones no expuestas o sacadas a la intemperie para conocimiento del que desea llegar a esas costas repletas de ninjas y samurais.

-¿Cuántos hijos tienes ya?

-Solo dos, el que conociste en Cuba y el que nació aquí.

-¿Qué edad tiene el de Cuba?

-Tiene veintisiete años.

-¿Y sigue en Cuba?

-No, se casó con un canadiense.

-Perdón, no te entendí muy bien.

-Te dije que se casó con un canadiense y vive en Toronto.

-Con un o una canadiense.

-Parece que estás sordo, te dije bien claro un canadiense.

-¡Ahh! Es homosexual.

-Sí, para bien o para mal, el caso es que se encuentra muy feliz.

-No te preocupes, yo no condeno la homosexualidad, y si el muchacho es feliz en estos momentos no debe preocuparse por lo que digan o dejen de decir. ¿Y tu hermano?

-Se empató con una vieja italiana y vive en Nápoles.

-¡Coño!, qué distantes se encuentran todos.

-¿No vas a preguntar por mi mamá?

-Sí, ¿por qué no?

-No sé, pero pienso que no te caía muy bien.

-En realidad no pude asimilar todas esas trovas que se gastó el día que estábamos en el motelito de la marina, no te acuerdas.

-¡Claro! La pasamos maravillosamente bien, lástima que esos tiempos no puedan regresar. Me dijeron que habían tomado el motelito para el turismo.

-Los tiempos no regresan como las golondrinas, solo queda la satisfacción de haberlo utilizado en su momento. Y luego, bueno, quedan estos destellos de su paso por nosotros o nosotros por ellos. Malo es que no quede nada y solo exista espacio para el arrepentimiento.

-Tienes razón, peor la han pasado los muchachitos que llegaron después de nosotros, ¿qué les dejamos?, nada, ni razones para tener sueños. No te imaginas cómo terminó aquello.

-¿Y tu madre?

-¿La vieja? Murió en la soledad de sus consignas y metas revolucionarias. Partió enemiga del mundo, de nosotros sus hijos, de su nieto al que siempre le recordaba ser maricón, de sus hermanos y sobrinos, de sus vecinos que la acusaban de chivata y nadie la premiaba con un saludo o sonrisa, que tristeza. Sus huesos nadie sabe dónde descansan porque fue enterrada en una tumba colectiva, quizás fue feliz en su última morada, descansó en colectividad, pero nosotros estábamos ausentes para la exhumación. ¿Quién pudiera saberlo? Va y fue a parar a una universidad o a lecho de cualquier palero o santero, todo es posible allá.

-¿Y tu casa, quién se quedó con ella?

-Por el momento vive allí la mujer de mi hermano, yo creo que llegaste a conocerla, pero se perderá con el tiempo.

-¿Por qué se va a perder si la tiene ella?

-Porque está esperando que mi hermano se divorcie de la vieja italiana, legalice su estado en aquel país y luego se case con ella nuevamente para sacarla del país.

-¡Qué lástima! No es fácil perderlo todo después de tantos sacrificios, tantos sustos con la carne de puerco, los vestidos, la luz brillante. Logré arrancarle una risa franca, las mismas que escuchaba en Santiago aquellos días de nuestros encuentros.

-Tienes buena memoria.

-¡Oye! ¿Qué fue de la vida de la mulatica?

-¿Migdalia? La pobre, al poco tiempo de irte cayó presa. ¿No recuerdas que le comprábamos las botellas de ron que ella vendía?

-Claro que lo recuerdo.

-Hubo una redada por los robos que se producían en la fábrica de ron y ella estuvo complicada en el caso. Ya sabes, le hicieron un juicio popular en media calle. Después que salió se metió a puta y desapareció de Santiago, ni sus familiares sabían de ella cuando salí.

-¿Piensas regresar?

-¿Regresar? ¡No! Nada me ata a aquella tierra que no sean malos recuerdos de mis últimos años, tiempo perdido de mi tardía juventud, no pienso regresar. El tiempo no se detiene y llegarán momentos diferentes, tú me conoces bien y sabes que soy luchadora, yo saldré adelante como lo hice en tiempos peores, no te preocupes. Escuché aquellas palabras cargadas de la misma firmeza de aquella muchachita dentona que conocí en Santiago y estaba convencido de que nunca se rendiría. Viajé sin esperarlo hasta aquella tierra por la cual abrigaba idénticos sentimientos que ella, entrábamos al Casa Granda, subíamos hasta el cabaret y cuando el ambiente no nos agradaba partíamos por el mismo camino. Comprábamos dos botellas de ron en casa de la mulatica y pasábamos la noche en la sala de su casa entre bromas, planes, propuestas para un futuro incierto, sueños que nunca se cumplirían entre desvelos de un presente desgarrador. Luego, desahogábamos frustraciones maquillados por nuestra desnudez en la medida que el tamaño de la luna disminuía, y se perdía el color de plata en su cuerpo, y la noche se robaba los diamantes de su oscura pendejera, y cada estrella que nadie pudo arrebatarnos era una promesa que algún día cumpliríamos. Maritza me enseñó a conocer Santiago más allá de donde yo lo conocía, a permanecer callado cuando viajaba en una guagua y los Industriales le ganaban a su equipo de pelota. Pidió que me hiciera el sordo cuando escuchaba la palabra “nagüe” y que no manifestara mi odio por la policía en La Habana. Ella me explicó algo sobre esa conducta de muchas mujeres a la hora de seleccionar entre hombres maduros y jóvenes, entre casados y solteros. El santiaguero siempre anda pelado, me dijo un día, y los casados no son problemáticos, no se encarnan y forman líos, yo clasificaba en ese grupo. Partí de Santiago con destino a varios países asiáticos y Maritza me envió decenas de mensajes a pagar en el barco, recuerdo que sobrepasaron los cien pesos y dejé de responderle los últimos donde anunciaba mi espera en La Habana.

-Y tu vida, ¿cómo te ha ido en estos años?

-¿Mi vida? Es una larga historia por contar y no alcanzará el tiempo de esta llamada, vivo dividido, estoy aquí y allá, navegando, sin un puerto de destino. Creo que ese será el final de mi vida, vagar y burlar galernas.

-Tú no cambias, nunca cambiarás.

-¿Mi vida? Una suma de alegría y tristezas donde me aferro a que las primeras se impongan, una vida de la que nunca me quejo, no reprocho y siento afortunado. Una vida cargada de aventuras y sorpresas, escasa de dineros y amigos actualmente, pero con la tranquilidad de que existen pocos enemigos. Soy igual, nada ha cambiado, soy el mismo árbol torcido que conserva sus raíces, una razón para sentirme orgulloso de lo que he sido y seré, tengo raíces. Todo y nada me conmueven y protesto cuando me encuentro indiferente, y me pincho cuando no siento nada.

-¿Sabes? Me devuelve a la vida esta corta conversación.

-Por supuesto, me has obligado a colgar hojas en el almanaque que ahora adquiere más grosor que la misma Biblia. He retrocedido tanto en estos minutos, me ha servido de tanto para comprender a tanta gente joven y juzgar sus conductas, somos tan extraños. ¡Retrocedamos! Tratemos de mirarnos por un instante, ¿qué hicimos un día? ¡Nada! Nos acostamos como cualquier animal sin mediar palabras, sin conocernos, sin estimularnos, por una simple selección. Templamos como hacen ellos, lo hicimos salvajemente llevándonos por los instintos o costumbres que se iban imponiendo. Solo luego, cuando fuimos capaces de satisfacer esos deseos animales, nos detuvimos y hablamos como seres humanos entre olores de semen y lubricaciones, entre respiraciones agitadas que se iban calmando con el reposo obligado, y mentes que regresaban de un acalorado viaje entre gemidos y vaivenes de muelles oxidados. ¿Qué pudiéramos pedirles allí, donde la promiscuidad es una virtud?

-¿Y qué ha sido de tu vida? Insistió ella, pero ya habían transcurrido muchos minutos de conversación y merecíamos un reposo. Necesitábamos descansar para recobrar fuerzas y partir nuevamente por esas calles sucias de Santiago. Yo, para sentarme nuevamente en el apestoso bar del Casa Granda. Y ella, para tratar de convencer a la mulatica que se vistiera y salir de pesquería esa noche.

Miro involuntariamente por la ventana de mi oficina tratando de buscar un tanque de agua y la puerta de entrada a la cocinita de su madre. Afino el oído tratando de buscar el canto de unos gallos lejanos o los ladridos de aquellos molestos perros de los vecinos. Prendo la radio y no puedo sintonizar Radio Reloj, miro al teléfono y compruebo que nadie me ha llamado, no fue hoy que me llamó.


Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá
2006-11-13



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