CARLITOS CETECÉ

Por Esteban Casañas Lostal

El agua corría helada entre sus dedos, lavarse la cara a esa hora de la mañana constituía la peor tortura a la que se sometía diariamente. Frotaba la pequeña astilla de jabón de un color rosado pálido tratando de obtener algo de espuma, era inodora y procuraba consumir lo necesario solamente, como procurando su supervivencia hasta la llegada del fin de mes, faltaban diez días para ello. Luego, levantó el rostro y se frotó los cañones de su tupida barba, sabía que faltaba la peor parte de ese drama infinito. En la medida que deslizaba la vieja máquina por su barbilla los ojos se le aguaban, pero aún así se resistía a usar barbas como la mayoría de los hombres, algunas goticas de sangre brotaban en cada pasaba. Al finalizar se frotó con algo de alcohol que su mujer había perfumado un poco con el residuo de otro pomo de colonia, ardía y no podía contener la fuga de algún coño.

Mercedes vigilaba la cafetera con el celo de cualquier custodio que transporta el contenido de una caja fuerte, el silencio era roto solamente por el sonido familiar de la clave de radio reloj. La noticia más importante que transmitían desde hacía decenas de años era la hora en punto, y hasta de ella desconfiaban. En los minutos que transcurrían desde que se levantaban hasta la partida, eran pocas las palabras que rebotaban con las paredes de su apartamento, eran fantasmas con vida cuya misión principal era la de tratar de convivir y esperar. Ella le sirvió un poco de aquella insípida infusión y se la llevó hasta el cuarto, él se vestía con esmero, revisaba cada pliegue de su guayabera con meticulosidad cirujana, así fue desde joven con su ropa, cada día más escasa en el closet. Se acercó a la cómoda y encendió el cabo de un Popular que tenía colocado militarmente en el viejo cenicero, detuvo sus operaciones mientras bebía aquel transparente líquido y aspiraba con fuerza para que el humo invadiera cada rincón de sus pulmones, sabía que no volvería a fumar hasta que le picara un cigarrillo a cualquier compañero.

Con ternura alzó la guayabera y él metió los brazos en ella, se fue abotonando con extrema calma frente al espejo, siempre se miraba buscando una nueva arruga o señal de un repentino rejuvenecimiento. Su espejo era despiadado, peor que el de los cuentos escuchados durante su infancia, y cada día se burlaba más de él, era como si le repitiera al oído constantemente; te estás poniendo viejo, cada día eres más viejo, de una vejez prematura, y lo peor de todo, no te salvará ni el médico chino.

-Tenemos que salir de esta mierda, yo no nací para esto.- Le dijo a su esposa cuando terminó la ceremonia de la guayabera.

-Ten cuidado con el tráfico y trata de evitar los baches para que no se te ensucie la ropa, acuérdate que ya no tenemos jabón. Le respondió ella por solo cumplir con su marido, eran palabras que repetía diariamente y ambos se las conocían de memoria.

-Hoy se define nuestra situación, pero de que salimos de esta miseria tenlo por descontado, tú vas a ver que nosotros llegamos.

-Mide bien tus palabras a la hora de hablar, no vayas a meter la pata.

-¿La pata? Y el cuerpo también voy a meter, pero si no lo hago nos moriremos en esta situación de mierda. Hay que saber vivir en este sistema, agarrarle el golpe para subir, luego llegarán tiempos mejores, como los que viven todos los elegidos de este país.

-De todas maneras no te confíes mucho de esa gente, tú sabes bien como son las piñas en este país.

-No te preocupes, pero si dejo pasar esta oportunidad, no habrá otra hasta el próximo congreso y atrás hay gente desesperada que viene empujando, no puedo ceder.

-De todas maneras cuida bien la ropa, acuérdate lo que dijo ese loco recientemente, que no les darán por largo tiempo y que vendrán tiempos difíciles.

-¿Difíciles? No sé a dónde rayos llegaremos, porque de verdad, no quiero verlos peores. Se dirigió hasta la sala y comprobó el aire de las gomas de su bicicleta, le dio un beso a Mercedes y suspendió aquel pesado artefacto evitando que le rozara la ropa, debía bajar los cinco pisos en esa incómoda posición para ganar la calle.

La bajada de Alamar es la parte más cómoda de su recorrido, muy pronunciada y apenas tenía que pedalear hasta la misma circunvalación de la Monumental. Solo tenía que prestar atención a los baches y a otros imprudentes ciclistas, el tráfico había disminuido mucho. Antes de llegar a la rotonda debía elegir si ir por la monumental y tomar el camión que le cruzaría el túnel, o de lo contrario ir por Vía Blanca. Este último recorrido sería más largo, pero se ahorraría un peso en el túnel y otro al regreso, ese era su capital, y con aquel dinerito podía comprar una caja de populares. De verdad que era preferible el sacrificio ante la desvergüenza de estar picando cigarros a desconocidos. Antes de llegar a las columnas que anunciaban la entrada a su barrio, tomó todas las precauciones para incorporarse a la circunvalación y ganar la vía de salida que lo llevara hasta la vía Blanca.

Por el trayecto le pasaron varios Ladas y sintió un odio desmedido por sus ocupantes, no había arribado aún a la elevación del Mirador del Puerto, límite de la refinería, y sentía las paredes de su estómago pegadas al espinazo. Parte de esa loma la subió caminando. Hizo una parada para quitarse la guayabera y la dobló con mucho cuidado, luego la colocó dentro de una jabita de plástico blanca con el emblema de Cubalse, la amarró a la parrilla y continuó su viaje. En el semáforo de Guanabacoa dobló a la derecha en demanda de Regla, cortaría camino en busca de la termoeléctrica de Tallapiedra, y de allí al teatro del la CTC era corta la distancia. En un pequeño comercio compró una caja de Populares y se tomó un vaso de líquido de frenos con ansiedad, prendió un cigarrillo y continuó su viaje un poco más feliz mientras aspiraba el humo mezclado con el carbono expulsado por los vehículos que lo adelantaban.

El recorrido hasta el puente del ahorcado era en descenso y el sudor comenzaba a secarse un poco. Frente al cementerio de Regla no pudo evitar se le escapara un solabaya. Durante el trayecto y sumergido en sus pensamientos, no podía observar el desolador panorama que dejaba tras de sí en cada pedaleo a su bicicleta, en realidad ya se había acostumbrado a ese paisaje que formaba parte de su cuerpo. Algo podía sacarlo de su constante sopor, y era el anacronismo presentado por alguna construcción recién pintada, eran tan pocas que atraían la más indiferente mirada.

Parqueó su bicicleta en el estacionamiento oficial y el cuidador le entregó un pedacito de cartón con una numeración, en la puerta del edificio abrió su jabita blanca con el rótulo de Cubalse, y extrajo de ella las credenciales que lo acreditaban como delegado al evento. Siguiendo las flechas y miradas de los guardias de seguridad, sus pasos se dirigieron directamente al teatro de la CTC, casi repleto de seres cargados de sueños y ambiciones como él.

Su mirada recorría la nuca de los que ocupaban asientos más próximos al escenario, los envidiaba y odiaba al mismo tiempo. Deseaba encontrase lo más cerca posible a la dirigencia para que pudieran captar mejor su voz e imagen, ese era su día decisivo, se la jugaría nada contra todo, su futuro estaba en juego y nadie lo detendría. Un espontáneo y estruendoso aplauso, seguido del ruido producido por las butacas que se cerraban al levantarse sus ocupantes, produjo una sensación similar al de un bombardeo o terremoto. El comportamiento de aquellos seres respondía a la conducta de cualquier poseído por un hechizo o maleficio, tenían ante si a su rey o amo, un viejo alto y barbudo vestido de verde olivo y con una gorra clavada hasta las orejas. Vestía un abrigo del mismo color que su uniforme y no había frío. Luego de varios minutos de esquizofrénicos aplausos y vivas, el individuo alzó la mano derecha para saludar a sus súbditos y se hizo el silencio. Cronometradamente se pudo escuchar el himno nacional, seguido de filas de pioneros que descendían hasta el escenario por los tres pasillos disponibles. Una niña se dirigió al podio y leyó el acostumbrado mensaje que culminó con otro aplauso y ruido de butacas. Minutos después comenzaron las sesiones que se prolongarían hasta horas de la noche, y donde se resolverían los problemas que ya estaban resueltos, y donde se culparía como siempre a los vecinos de todas las desgracias de aquella nación.

Aquellas acaloradas discusiones sin contradicciones fueron interrumpidas por el horario de almuerzo y comida solamente. Para todos los delegados fue en extremo satisfactorias las ofertas contenidas en las cajitas de cartón similares a las que una vez se ofrecieran en las fiestas, se devoraban con deseos salvajes. Luego, fueron sorprendidos por la noche sin que ellos se dieran cuenta.

Fuera del umbral de aquel edificio iluminado en medio de la penumbra de toda una ciudad, la vida transcurría en ese silencio enfermizo que produce el hastío y la vagancia que impulsa la falta de Fe. Solo luces intermitentes podían observarse a escasas decenas de metros del suelo, un escenario distinto al de los largos discursos pronunciados durante décadas. En medio de aquella ya desesperante atmósfera, La Pelona viajaba aburridísima en su escoba tratando de cumplir su plan de producción, por mucho que buscara con su vista aguileña entre todos los recovecos de esa sucia y negra ciudad, solo encontraba clientes de similares cualidades, defectos o quizás virtudes, uno que otro borracho, alguna jinetera, gente amargada en paradas de guaguas que nunca pasaban, seres que dormían haciendo colas frente a tiendas, parejas que hacían el amor en lugares que ellos declararon zonas de tolerancia, grupos de soñolientos reunidos en cada cuadra mientras escuchaban la lectura de un largo discurso y parejas que hacían guardias sin sentido.

Casi agotado el combustible que le daban cada noche para aquellos largos recorridos, y a punto de abandonar sus responsabilidades, le llamó mucho la atención aquel edificio iluminado. Acomodó su escoba en el parqueo de las bicicletas y luego de asegurarla con cadenas se dispuso a entrar para ver que sucedía en su interior. El ambiente observado en aquel teatro era nuevo para ella. La gente hablaba, pedía la palabra y le alcanzaban un micrófono, varias personas recorrían los pasillos del teatro observando las señas que les hacían desde la tribuna. Los oradores pronunciaban palabras casi estudiadas y caían en profundos baches cuando olvidaban una sola sílaba. El de las barbas ordenaba con un ligero movimiento de su índice que rotaran el micrófono y de esa manera se repetía la comedia, todos parecían animalitos amaestrados de un circo y él su domador.

En medio de aquellos debates que nunca lo fueron, el de las barbas tomó el micrófono por unos minutos para anunciarles tiempos devastadores, de epidemias, hambre, confusión, cólera, conjuntivitis, avitaminosis, presiones del enemigo, y como era de esperar, la guerra que ya todos conocían desde varias décadas, la guerra de todo el pueblo. Carlitos temblaba, gruesas gotas de sudor se deslizaban con tranquilidad a lo largo de toda su columna vertebral, nada las interrumpía en ese viaje, las pudo sentir andando entre sus nalgas. Sintió deseos de frotarse por instantes y reprimió ese instinto tan natural. Un miedo escalofriante por la presencia de aquellos gorilas apostados en los pasillos le aconsejaba que no lo hiciera. Era mejor que se mojara el calzoncillo, era una pieza más pequeña por lavar y no quedaba mucho jabón en la casa, pensaba. Tenía que hablar, debía destacarse en medio de aquella multitud, pero todo el peso de un yunque mantenía atada ambas manos sobre el pasamano de su butaca. ¡Ahora o nunca! El Lada o la bicicleta china, Alamar o Miramar, indio o cowboy, la abundancia o las penurias de una libreta, ¡tengo que hablar coño! En medio de aquella relevante intervención una sola mano se levantó, el de las barbas hizo una señal con el mismo dedo de siempre y hacia allí corrieron los compañeros de los micrófonos. Cuando todos pensaron que estaba a punto de culminar la sesión de ese día, un individuo que vestía una guayabera amarilla con bordados a ambos lados tomó el micrófono luego de ponerse de pie y con voz firme expresó lo siguiente:

-Comandante, yo represento a esa masa de trabajadores de Alamar y he venido con un mensaje de esos hombres y mujeres incondicionales a la obra de esta revolución. Ante las dificultades que nos esperan en tiempos muy cercanos, nosotros nos comprometemos a trabajar duramente durante quince horas diarias, renunciamos a la merienda, nuestras mujeres renuncian a ser embarazadas en este tiempo, renunciamos a los privilegios que nos ofrecen en la libreta de racionamiento, estamos dispuestos a establecer las cocinas colectivas y a declararnos en período especial de guerra en tiempos de paz. Otorgaremos el 90 % de los apartamentos construidos para los hermanos latinoamericanos, enviaremos trabajadores para la reconstrucción de los países que estime el Comité Central, y dispondremos de tropas dispuestas para combatir al enemigo allí donde se oriente, ese es el mensaje de los trabajadores de Alamar. Una cerrada ovación cerró la intervención de aquel delegado representante. El de las barbas frunció el ceño por segundos algo sorprendido y dirigió una mirada interrogante a su hermano. Se produjo un gran silencio en toda la sala y luego de dos o tres palabras a modo de conclusión aquella masa uniforme de seres obedientes se fue retirando. Uno de los gorilas se acercó a Carlitos y anotó varios datos en una libreta, fue de los últimos en partir. A La Pelona le resultó simpático aquel extravagante personaje y decidió acompañarlo en su recorrido.

El estribo de la guagua estaba a punto de tocar la calle, un manojo de gente pendía de cada puerta y el chofer se negaba a continuar viaje. Carlitos esperaba con paciencia para poder cruzar ajeno a los intercambios de ofensas entre chofer y dirigentes de orilla que se negaban a abandonar su posición, mientras los minutos pasaban y aquella paciencia llegaba a sus límites.

-¡Cruza! ¿Vas a estar toda la noche esperando como un comemierda? Regresó en sí mientras escuchaba aquella voz remota que confundió con su conciencia.

-¡No puedo! Respondió hablando consigo mismo.

-¿Por qué no puedes? ¿Qué razón lo impide?

-La guagua, no te das cuenta que no veo absolutamente nada.

-No seas pendejo, no te das cuenta que no existe tráfico y si viniera algún vehículo podrías notarlo por las luces, hay apagón Carlitos.

-¡Verdad que sí!, tienes razón, para qué voy a esperar a que esos anormales terminen con su discusión.

-¡Acaba de cruzar idiota! No creo que seas pendejo después de tan brillante intervención.

-¿Pendejo yo? ¡Ya verás! La Pelona reía mientras Carlitos avanzaba delante de la guagua estacionada. Después de avanzar su rueda delantera pudo comprobar que no existían las luces de vehículo alguno, solo pequeños faritos similares a los usados por las bicicletas. Un fuerte golpe de aire recibido por la espalda sirvió para romper la inercia. Sintió el estruendoso chirrido de unas gomas que frenaban y luego voló. El vehículo se dio a la fuga mientras Carlitos descansaba a unos quince metros de distancia. La Pelona fue la primera en reunirse con él mientras se detuvo aquel agresivo intercambio de ofensas entre el chofer de la guagua y sus pasajeros. Los que pendían de las escalerillas se dirigieron corriendo hasta el cuerpo de Carlitos.

-¡Caballeros! ¡Llamen a una ambulancia cojones!

¡Asere! ¿Tú estás loco? ¿En qué país vives? No hay teléfonos.

-¿Y si lo hubiera? No hay ambulancias. Dijo otro de los primeros en llegar hasta el cuerpo tembloroso de Carlitos.

-¿Y si hubiera ambulancia? ¡No hay gasolina caballeros! No olviden al hijoputa bloqueo.

-¿No hay ningún médico?

-¿Algún médico?

-¿Hay médicos en la guagua?

-¡No coma mierda compadre! Los médicos no andan en esta bobería, ¿no sabes el régimen de guardias que les metieron?

-¡Asere! Pero debe haber alguien de la salud que haya asistido al congreso.

-¡Desmaya eso consorte! Solo los tarugos, los que han suspendido la carrera son los que se dedican a la política, los médicos no.

-¡No hablen mierda! Yo los conozco bien militantes.

-Procura que no te vayan a operar, consorte.

-¡Coño! ¿Somos una potencia médica, o no?

-¡Caballeros! Dejen las putas discusiones, ¿se van a poner en las mismas de la guagua?, ¡un médico, cojones!

-¡Abran paso! ¡Abran paso! Se oyó entre la multitud próxima al cuerpo de Carlitos.

-Parece que por fin apareció un médico. La gente abrió un sendero por donde se desplazaba un blanco gordo con una camisa gris.

¡Oye! Pero este tipo es el guagüero.

-¿Y a ti qué coño te interesa? Va y el tipo estudió medicina, tú sabes como es este país.

-Aún así mi ambia, este tipo es un singao que no quiso arrancar la guagua. Va y por eso arrollaron a éste comemierda.

-Compañero, ¿usted es médico? Le preguntó uno de los curiosos al gordo de la camisa gris antes de inclinarse al cuerpo de Carlitos.

-¡No compadre! Yo no soy médico, soy el sanitario de mi pelotón de la emeteté.

-¡Ya ves consorte! Este gordo hediondo no es médico.

-¡Asere! No lo será, pero al menos tiene buena disposición, vaya, es solidario. En esos instantes el chofer se inclina y coloca sus dedos sobre la aorta del cuerpo tendido.

-Aún está vivo, hay que conseguir una ambulancia.

-Otro que vive en China y no sabe que no hay ambulancias, y si las hay no hay gasolina, y si hubiera gasolina no hay teléfono para llamarlas.

-Hay que llevarlo para un hospital. Dijo a secas el gordo de la camisa gris mientras el espíritu se iba desprendiendo del cuerpo de Carlitos.

-Decidan lo que vayan a hacer. Gritó Carlitos y nadie lo escuchó, volvió a gritar infructuosamente.

-¡Oye! No pierdas tu tiempo, nadie te va a escuchar.

-Pero tú me escuchas.

-Lo mío es diferente, yo te escucho y tú me ves, ellos no pueden hacerlo, ¿no te das cuenta?

-Pero ya lo dijo el chofer, yo estoy vivo.

-No te apures, ya te queda poco por vivir.

-Eso crees tú, esto es pasajero, yo vivo en una potencia médica.

-Sigue soñando, tú eres parte de mi plan de producción, me simpatizas.

-¡Caballeros! Ahí viene un taxi.

-Hay que llevar a un compañero para el hospital.

-No tengo gasolina.

-Hay que llevar a un compañero para el hospital.

-Estoy en horario de comida.

-Hay que llevar a un compañero para el hospital.

-Voy a entregar.

-Hay que llevar a un compañero para el hospital.

-Soy de piquera área dólar.

-¡En la guagua coño! ¡Qué no se diga, somos un pueblo solidario!

-¿Y cuando pasa la otra?

-¡Qué no se diga carajo! En la guagua.

-¿Alguien tiene una linterna pa’lumbrarle la cara?

-Otro comemierda que no vive en este país.

-¿Ni fósforos?

-¡Tengo una fosforera!

-¡Carajo! No alumbra ná, ¿quién será?, ¡pa’la guagua antes de que guinde el piojo!

-¿No te lo dije? Yo me salvo. Le dijo con cierto orgullo Carlitos a La Pelona.

-Aún no hemos terminado. En esos instantes se disponían a cargarlo.

-¡Caballeros! Este tipo está cagao.

-¡No importa asere! Cualquiera se caga con un pingazo como ese. Se fueron abriendo paso disciplinadamente y al subirlo a la guagua lo acomodaron en el asiento de tres junto a la puerta.

-Bueno chofer, ya puedes arrancar.

-¿Y del hospital regresas para el barrio?

-Depende de las órdenes que vienen de arriba.

-¿Pa’qué hospital lo tiras?

-Pal Emergencia, es el más cercano. Respondió el gordo de la camisa gris.

-¡Pa’llá no, coño! Dicen que es un matadero. Trató de intervenir Carlitos.

-Debes tratar de acostumbrarte a tu nueva situación, ¿no dices que esto es una potencia médica. Intervino La Pelona.

-Si lo somos, pero ya sabes, hay sus baches. ¡Pal CIMEQ carajo! Yo soy dirigente.

-Dirigentico Carlitos, no lo olvides. No tienes derecho.

-¡Ño! Qué peste a mierda. ¡Oye chofer! Acaba de arrancar compadre. Se hizo la luz.

-¡Ñoooó! ¡Miren quién es!

-¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es? Se fue repitiendo la misma pregunta a lo largo de la guagua hasta que rebotó con los cristales del fondo.

-¡Caballeros! Es el hijoputa que embarcó a la gente de Alamar.

-¡Déjame verlo!

-¡Ese mismo es el tipo!

-¡Y mírenlo ahora too cagao!

-¡Ño, es insoportable la peste a mierda. ¿Qué carajo habrá comido?

-Yo lo jamo, se llama Carlitos Andión.

-Como se llame, tremendo hijoputa. No se dieron cuenta que habían arribado al hospital, el gordo de la camisa gris se bajó y trajo una camilla. Luego de varias muecas lo dejaron en el cuerpo de guardia y partieron.

-Está vivo, pero yo no lo atiendo en esas condiciones, díganle a la auxiliar que le lave la mierda.

-¡Qué clase de número! Deja que la negra se entere. Dijo la enfermera mientras le colocaba infinidad de cablecitos y una máscara de respiración artificial.

-Doctor, el paciente requiere de un donante especial.

-¿Especial? ¡Mira la hora y con el numerito que se baja ese idiota!

-¡Te lo dije! Vas pa’llá de lo que no hay remedio. Le dijo La Pelona a Carlitos.

-Te equivocas, ya te dije que somos una potencia médica.

-Si tú lo crees, yo no fallo y estoy cansada de visitar a esta gente.

-Mulata, llama al banco de sangre.

-Ya lo hice y dicen que no tienen nada disponible.

-Que localicen entonces a un donante.

-Ya nos brindaron la dirección.

-¿Dónde vive?

-En La Habana del Este.

-Mira a ver si por casualidad hay alguna ambulancia.

-Parece que es nuestro día de suerte.

-Entonces vayan por él.

-Yo me monto en esa ambulancia. Le dijo Carlitos a La Pelona.

-Y yo también, no renuncio a disfrutar. Así partieron todos. En Prado fueron detenidos por militares que les ordenaron apagar las luces de vehículo.

-¿Y eso por qué compañero, estamos en guerra?

-¿Qué guerra ni un carajo? Son las maniobras Fortaleza para prepararnos contra el enemigo.

-¿Qué enemigo ni ocho cuartos? Gritó Carlitos y nadie lo escuchó.

-Mira que se come mierda en este país. Dijo el chofer y apagó las luces, unos aviones cazas sobrevolaron el Morro de La Habana.

-¡Ja, ja, ja! ¿Y aún piensas salvarte con esta pachanga? No me explico cómo ha resistido tu cuerpo. Una hora después, toc, toc, toc.

-¿Se encuentra el compañero Manuel López?

-No, el no se encuentra.

-No puede ser, se supone que deba estar durmiendo a esta hora de la madrugada. Intervino infructuosamente Carlitos.

-Ja, ja, ja. Te lo dije anormal, no me hagas perder el tiempo. Bueno, hoy estoy de buenas y quiero vacilar un poco.

-¿Y dónde se encuentra el camarada?

-En su Unidad.

-¿En cual Unidad?

-¿Ustedes quienes son?

-¡Compañera! Esto es una misión de la revolución, la vida de un dirigente peligra.

-Te lo dije, en este país eso no falla, ya ves que soy dirigente.

-Bueno compañero, él se encuentra en la Unidad de bomberos de Corrales. ¡Uaaaaaaa!

-Camarada, necesitamos reunirnos con el compañero Manuel López, es una misión de la revolución.

-¡Ñooo! La cama de Manuel está vacía.

-¡Ja, ja, ja! Te lo dije anormal, con los cubanos no hay nada escrito, si no llegan se pasan. Creo que te está bajando la temperatura y la presión arterial, el ritmo de la respiración es más lento y te va cambiando el color.

-¿Dónde podrá encontrarse el compañero?

-¡Camarada! Yo creo que él se empató con una jevita y se metió en el Hotel Venus.

-¿Ha entrado alguien con uniforme militar?

-Sí compañero, se encuentra en la habitación cinco.

-Pero este tipo está más borracho que una uva.

-Hay que llevárselo. Ordenó el jefe de la ambulancia.

-Ya ves que me salvé.

-No cantes victoria, ya sabes las cosas de Cuba.

-Doctor, pero este tipo está borracho.

-No hay de otras, tenemos que meterle la transfusión al paciente y que Dios nos perdone.

-¡Me salvé cojones! Eso es pa’que veas que vivimos en una potencia médica.

-¡Ja, ja, ja! No seas idiota compadre, yo visito este hospital diariamente.

-Bueno Pelona, voy a acomodarme en mi cuerpecito nuevamente. Mañana será otro día, es más, dejaré mis tarecos en Alamar para que lo disfrute mi relevo. Hasta la guayabera, pa’que veas como soy de espléndido.

-¡Ja, ja, ja! ¡Oye, no te apures! Creo que olvidas algo. Carlitos no quiso oír y se refugiaba en su cuerpo en el preciso instante que el médico conectaba la transfusión desde las venas del donante especial. Cuando dio paso a la sangre el cuerpo de Carlitos saltó sobre la camilla y su alma cayó al suelo.

-¿Qué pasó? Preguntó sin sobreponerse a la sorpresa.

-¡Ja, ja, ja! Que olvidaste algo, comemierda, ¿no recuerdas todos los problemas que tienes con el hígado y el alcohol que lleva la sangre de ese camarada borracho?

-¡Coño! ¿Cómo no se me ocurrió pensar en eso?

-¿Ya ves? Se te jodió el Lada, la casa en Miramar, el yate de tus sueños, las compras en las diplotiendas y uno que otro viajecito al extranjero. Voy a darte un breque pa’que disfrutes los comentarios de tu gente en la funeraria.

-¡Asere! No me hagas eso.

-Lo siento Carlitos, es el precio que debes pagar por toda la gente que embarcaste en esta vida. No te preocupes, eso solo dura veinticuatro horas, luego te pudrirás en una tumba colectiva y tu alma viajará hasta el infierno, allí estarás acompañado de buenos compañeros.

-¡Coño! ¿Pero qué dirá mi gente?

-¿Qué gente Carlitos? ¿Tus parientes, tus amigos, tus vecinos, la gente que te enseñaba los dientes? ¿Qué van a decir? Lo que eras, un hijoputa. Pero no te preocupes, luego te enterrarán con toda tu historia, ¿quieres más?


FIN


Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá
2005-04-11

Éste y otros excelentes artículos del mismo AUTOR aparecen en la REVISTA GUARACABUYA con dirección electrónica de:

www.amigospais-guaracabuya.org