"LE BARTENDER" por Esteban Casañas Lostal ¿Quién hubiera pronosticado que en los últimos capítulos de mi vida yo me convertiría en un cantinero? Bartender suena más simpático, y aunque esa palabra no es de origen francés se utiliza mucho en estos parajes. Se escucha más tierno que Maître de Bar, esa es la única razón por la cual lo escriba así, caprichos de nosotros los cubanos, aunque cuando comienzas a dominar esta lengua te resulta más romántica. Así pensaba Aurelio sin prestar mucha atención a las palabras de su hijo. -Quiero transformar toda la barra, yo sé que tú puedes hacer el tope. Quiero que cambie todo el aspecto de este lugar, que la gente no recuerde nada del anterior sitio. Deseo inculcarle todo el sabor de nuestra tierra y para ello cuento contigo. Ahora lo escuchaba con atención mientras observaba con detenimiento todo aquel horroroso escenario, no había visto nada semejante en sus largos recorridos por la vida. Toda una lograda exposición del mal gusto en diseño y colores, pero su mente y vista se concentraron en un solo punto de aquel amplio y oscuro local, la barra. -Yo no me atrevo a hacerlo, si quieres puedo llevarte hasta la fábrica donde yo trabajaba. Te enviarán un diseñador que tomará las medidas en el terreno, la confeccionarán con la madera que selecciones, y una vez terminada, ellos llegarán hasta aquí y solo será cuestión de minutos colocarla encima de ésta. Me pides demasiado y sabes perfectamente que solo he sido lijador de terminación. Fue todo lo que se le ocurrió como respuesta y esperaba defraudarlo. No le mentía, llevaba varios años trabajando con madera y su hijo le solicitaba algo por encima de sus conocimientos. -Tú mejor que nadie sabe que eso cuesta unos miles de dólares que no tenemos, yo te conozco y por eso te he solicitado ese trabajo, yo estoy convencido de que puedes hacerlo. -Pero es que nunca lo he hecho, es lo mismo que si me pidieras hacer algo de computación. -¡No me jodas! Yo sé hasta dónde eres capaz de llegar. ¡Mira! No es mucho lo que te pido, solo cambiar esa imagen tan negativa del bar. En fin, tienes que ponerlo lindo porque ese será tu lugar de trabajo. -No me habías dicho nada de esto. -Así mismo es, puedes atender el bar, la caja contadora y ser el gerente de todo el negocio, ¿te parece mucho? -No lo creo, no me parece más difícil de administrar que un barco. -¿Puedes hacerlo? -Esto lo puedo hacer, pero no tengo seguridad en el asunto de la transformación de la barra, eso lleva mucho trabajo, y eso no es lo peor, yo nunca lo he hecho. -No seas tan modesto, yo sé de lo que eres capaz y nunca te he conocido nada de pendejo, yo sé que lo harás, ¿qué crees de esas paredes? -Están horribles, ¿qué carajo era este lugar antes? -Un restaurante bar de homosexuales. -¡Coño! Primeros patos que veo con tan mal gusto, esos ladrillos de las paredes de azul prusia no cuadran en nada. Ese techo tan oscuro, ese reservado que parece una cárcel, ese antagonismo de colores, esto es una mierda muy oscura. -Eso mismo pienso yo desde que descubrí este lugar, ¿qué te parece si a los ladrillos les damos sus verdaderos colores?, ¿y si cambiáramos las luces y colocáramos farolitos antiguos como los utilizados el La Habana Vieja?, ¿y si botamos a la mierda todas estas mesas y sillas y las sustituimos por mesas rústicas y taburetes?, ¿y si cambiamos la decoración de los baños?, ¿y si alegramos los colores para darle más vida a esto?, ¿y si detrás de la barra colocamos un mural con montajes de esos seres que fueron gloria de la música cubana? Su hijo soñaba y lo embarcó en sus sueños, el muy cabrón conocía las debilidades del padre y estaba seguro de que nunca sería un obstáculo a cualquier soñador. Aurelio comenzó a soñar también y veía delante de él al bar donde hubiera deseado gastar tanto tiempo y tragos en su vida aventurera. En la medida que su hijo hablaba iba calculando lo que debía hacer. -No es fácil lo que me pides. Yo nunca he hecho algo similar. -Comienza a tomar medidas, mañana vamos a comprar los materiales. Él sabía que lo había comprado con un sueño. No fue tanto el dinero gastado como el tiempo transcurrido en aquel gigante almacén buscando reducir los gastos. Partieron con el minivan cargado de esperanzas y materiales. Ya el hijo había contratado a otras personas para los trabajos de pintura de todo el local. Les ayudaron en la descarga y Aurelio se encontró de pronto entre rostros conocidos y otros por conocer. Los cubanos no cambiamos, tal vez me equivoque, algunos se aferran a su viejo estandarte, puede ser lo que aprendieron. Esos pasan mucho trabajo en adaptarse, sufren, digo yo. Espanta oírlos hablar con nostalgia de aquello, aquello que espanta de solo mencionarlo, no los comprendo, o, yo soy el incomprendido. Pensaba mientras los escuchaba y nacía ese primer contacto. Me reúno con pocos y les advierto, no sufro el virus de la CocaCola. Huyo, evado, escapo, rehúso, rechazo, advierto. No lo hago por bueno, menos aún por malo, no sé donde ubicar esa coraza que me persigue y nunca escapa, creo que me protejo. Pensaba y trataba de justificar esa rara actitud suya de los últimos años. ¿Contra qué me protejo? Contra un fantasma subliminal que a veces engaña y contagia, vanos y traidores sentimientos que borran un portal que se derrumba ante nuestra infante mirada. Ausencia de aquella columna donde una vez maleducadamente pegara la suela de mi zapato izquierdo en alarde de machismo o equilibrio. Erguido como una garza en la parada de una guagua, esperando quizás al padre o abuelo de un camello sin vivir en el desierto del Sahara. Bocanada de Populares que irritaban los ojos y que por ser nuestro no produce cáncer, ni mal aliento, ni irritación en la garganta. Dulces y hasta ridículos recuerdos que lucho por borrar un día, y cuando pienso que no existen, retornan con ese fresco carajo que escapa a la más cándida lengua, y aquel inoportuno cojones inocente, oculto inteligentemente en nuestro Quijote antillano tan simpático. Puede que peninsular, pero quién se acuerda de aquello, ni del hidalgo caballero en una isla que muchos se empeñan habitar de pingueros y mujeres dedicadas a cabalgar monturas de diferentes cueros. Aurelio manejaba con habilidad la pequeña sierra, tomaba medidas, las repetía para evitar costosos errores, sus pensamientos no lo abandonaban mientras los otros no paraban de hablar como papagayos. Pasa el tiempo que muchas veces se traduce en grandes nevadas, y la nieve sustituye a tu paso el sonido que produce tu peso sobre la arena, y el termómetro funciona en sentido inverso, y escapas cuando todo lo tomas con espíritu deportivo, y lo colocas al revés, y te colocas en el polo opuesto, y conviertes al verano en invierto, o al otoño en primavera. Extasiado entonces, sientes que alguien rompe ese sueño con una malapalabra, una que otro día fuera buena allí, donde orto y ocaso vienen siendo la misma mierda. Continuaba clavando los finos paneles alrededor de la barra sin dejar de pensar. En la medida que avanzaba iba borrando paredes color vino para darle un sabor más campechano al lugar. A su espalda desaparecía poco a poco ese color azul prusia deprimente y el local adquiría un sabor tropical. Aurelio continuaba concentrado en sus pensamientos, unas veces vagos y borrados por el tiempo. Entonces, un par de cojones expresados con toda la cubanía del mundo lo despiertan, se siente molesto al principio. Vuelve a sentir el mismo enojo que producían aquellos putos despertadores rusos cada mañana, o el insomnio de la noche anterior con su ruido infernal de locomotora. Viaja en segundos hacia situaciones o lugares desagradables que siempre ha pretendido olvidar, y es entonces cuando comprende estar atrapado. Nadie puede huir sin permiso del Señor, no se puede escapar de la cola del pan, de la cola del café, o de la cola del pozón. Afortunados aquellos que un día contamos con cuatro paredes llenas de huecos, un colchón con las huellas de millones de espermatozoides y óvulos sin fecundar, y aquellas manchas de sangre que imaginamos de un falso asesinato, y al hijoputa posadero que era nuestro compañero. Pero, quien al no ver la llegada del “toque” te castigaba en esa agonizante espera con la escopeta cargada, y aún tocándolo, eras premiado con los pinchazos de muelles rebeldes que marcaban tus nalgas o rodillas dependiendo de la posición. Gracias a Dios la medicina era gratuita y podías vacunarte contra el tétano, la rabia o la desesperación. Pensó Aurelio cuando una extraña mueca cubrió parte de su rostro, nunca supo si era un gesto involuntario de tristeza o alegría. Trabajaba en la renovación de un local que pretende sea la sede del sueño americano. Del sueño canadiense, de muchos sueños, del sueño de los que no se rinden, del sueño de los valientes que llegan un día fregando platos o, de aquellos osados que armados con una aspiradora fumigan varios pisos de un hotel sin complejos. Despojados quizás de la vergüenza de los cobardes profesionales, sin temor a que se puedan cerrar los párpados en medio de la oscuridad borrando títulos nobiliarios y latidos cardiacos para enfrentar una nueva vida, y cerrar definitivamente aquella, una vez palma abierta esperando por la piedad ajena. Aquellos pensamientos le daban más valor para continuar, para desafiar, para demostrarle a su hijo que se puede. Unos cojones lo despertaron y trasladaron hasta aquellos portales hoy borrados con el peso de los años y aguaceros tormentosos como la memoria misma. Surge la escandalosa carcajada y aquellas familiares palabras, ¡hace falta más gente!, como si se tratara de un trabajo voluntario. Dejó la sierra y miró a su alrededor, el mismo cuento, el mismo cansancio, el mismo culo sobre un asiento, pero de voluntario nada, pensó. No existen méritos ni deméritos, el tiempo es plata y nadie opta por un Panda, los hay de todas marcas, pero la gente no se puede desprender de ese mojón en la cabeza, piensa nuevamente y se encabrona con su gente, hay que tener paciencia, reflexiona. Son jóvenes, son chamas que llevan poco tiempo aquí. Oye palabras que a veces no comprende y llega a la triste conclusión de que se va quedando atrás. Arriba a esa dura idea de que va dejando de comprender a su gente. Le aborrece el pensamiento de que comienza a sentir los mismos efectos de aquellos que se fueron a principios de los sesenta. Le avergüenza comenzar a chochar y teme confundir con su vejez prematura entre lo malo y lo bueno como le sucede a muchos de sus compatriotas. Siente pánico por flaquear y rendirse. Le apenaría sacar pasaje para ver por última vez un paisaje lunar por caprichos de una amarga nostalgia. ¿No sería mejor morir con aquella última imagen que vi de mi Habana? ¿No sería más honorable aferrarme a esos recuerdos? ¿No sería más heroico conservarlos vírgenes? Y luego decirle a los nuevos, están equivocados, aquí hubo una pared, un edificio, una columna, un portal, una posada, una playa, un hotel donde una vez entramos los cubanos, aquí estuvo el banco de un parque. No, creo que estoy equivocado, es mejor luchar para borrarlo todo, tanto, que un día negaremos haber existido y nuestra historia se verá manchada por un silencioso abismo que supera el medio siglo, ¿viajaré?, me cago en Dios. Detuvo la sierra y encendió un cigarrillo, su vista dio un largo paseo por todo el local, reinaba la desorganización. Estos muchachos no saben como se trabaja acá, pensó y se sirvió un trago de café de su termo. Siguen su jerga y majaseo, no les presta atención, nadie los arreglará y ya estoy descompuesto por viejo. Vuelve a sumergirse en sus recuerdos mientras los escucha y observa como surgen nuevos nombres en sus conversaciones. ¿Javier? Se pregunta y escarba en la computadora de su memoria. Sigue escuchando, los espía en silencio, lo identifica pocos minutos después. Correrían los finales del noventa y uno o principios del año siguiente, lo recuerda muy fresco ahora. Ellos mismos lo iban describiendo y coincidía con la figura de aquel al que una vez tuvo albergado en su apartamento. Allí estuvo hasta el día que se cansó y obligó a desplegar sus alas y partiera con vuelo propio. Agotado tal vez con sus infinitas madrugadas y las conversaciones matutinas desconsideradas del otro. Cansado quizás por su trabajo agotador y la joven vagancia del otro. Continúan hablando y no le cabe la menor duda, es él, ya no piensa, solo escucha. Lo recuerdo sentado frente a mí con los dedos de las manos entrecruzadas en esa pose de eterna oración, y con los ojos cerrados, casi cerrados. Como para hacernos creer se encontraba sumido en un profundo credo, pero siempre tuve alerta mi veta de hijoputa. Continuaba pensando y concentrado en la conversación de los muchachos. Pude estar equivocado aquellos días, siempre estuve viviendo con esa duda, hasta hoy. Y el tipo allí, en esa pose que siempre me agotaba. No puedo asegurarles si era la misma del buda, pero era muy parecida y me llamó profundamente la atención. Nunca había sido testigo de un milagro de Dios, pero en su caso debo manifestarles que no hubo espacio a la duda. Dios era grandioso, no creo sea fácil convertir a un militante comunista de la noche a la mañana, Javier era un ejemplo de su poder. Ya me tenía tan encajonado con aquellas posturas ridículas que lo bauticé con el apodo del “Pastorcito”. Él se molestaba, pero daba muestras excelentes de las lecciones aprendidas por su primer “pastor” de origen chileno. Colocaba con maestría la otra mejilla, poco le importaba si me cagaba en Fidel o Dios, Javier ya estaba convertido. ¡Claro!, para aquellos zonzos latinoamericanos, no para mí que había escapado de su propio templo, donde se templaba por obra y gracia del espíritu santo. Su pastor era un humilde hombre que un día manifestó con toda la sencillez y humildad del mundo que, agotado de acudir a no sé cuántas sucursales bancarias donde le negaran la posibilidad de un crédito, Dios colocó al frente de una agencia (cuando ya se encontraba francamente defraudado y vencido) a un hermano que supo comprender las razones de su demanda. Hoy, “gracias a Dios”, posee una humilde casita de varios cuartos, sala, cocina comedor, garaje, sótano, patio y jardín donde se reúnen con frecuencia los hermanos de su templo a orar y cantar. Javier experimentaba esos estúpidos orgasmos de los que son víctimas de esas transformaciones milagrosas cuando escuchaba al afortunado pastorcito bendecido con un milagro de Dios. Ese día yo viajaba a su lado en contra de mi voluntad, al pasar el autobús cerca de la estación del metro, pude leer en su termómetro digital que la temperatura era de -36 grados centígrados. No se encontraba contemplado el efecto del viento, estábamos pasando uno de los inviernos más crueles de los últimos años, bueno, eso decía la gente con más experiencia que nosotros, unos simples recién llegados. Yo, el individuo que viajaba a su lado, y que al descender del autobús se cubrió todo el rostro con una bufanda comprada en una tienda de segunda mano. Nada reprochable cuando a esa tienda acuden muchas personas nacidas en este país, andaba desafiando una fuerte corriente de aire que cortaba al menor contacto con la piel con el sano fin de asistir a un cumpleaños. Festividad que imaginaba se celebraría de manera similar a como acostumbramos en La Habana. Tragos, saladitos, comida, música a todo el volumen que soporten los equipos a mano, y culos y tetas saltando a la misma velocidad de los ritmos, eso pensé yo. Nada que ver con mis pensamientos y costumbres de nuestro país, peor aún, no existía el tal cumpleaños. Pocos minutos después de la arribada, aquellos hermanitos asumían las mismas poses ridículas de Javier mientras oraban, y luego, el pastorcito amenizaba la reunión con las cuerdas de su guitarra, esa era su labor, la labor que Dios le asignó en la tierra. Aurelio continuaba trabajando mientras se sumergía con más profundidad dentro de sus recuerdos. Javier se vio beneficiado por aquella milagrosa transformación del ateísmo y materialismo más rancio hacia el cristianismo. Los “hermanitos” de la iglesia lo ayudaron mucho, limpiaron sus closets y garajes de las mierdas que él recibía con mucha gratitud. Luego, pasaba por mi apartamento a contarme de sus logros, se sentaba adoptando la misma pose de los dedos entrecruzados en eterna oración. Sus hermanitos sabían que yo estaba trabajando y durmiendo en el piso, pero no me ayudarían hasta que yo no aceptara la palabra de Dios y colaborara con el “diezmo”. Continué durmiendo por mucho tiempo en el suelo mientras los hermanitos se encargaron de conseguirle hasta mujer. Eso bueno tiene esos templos, se consigue de todo, ¡claro!, el diezmo por medio. Javier se mudó con su mexicana, yo continuaba trabajando de madrugada y tomaba más de dos horas en llegar a mi apartamento. Vivía entonces en la rivera sur de Montreal. No sé por quién se enteró de mis intenciones de mudarme y acercarme a mi lugar de trabajo. Es una situación tan extraña que merece un capítulo de mi vida, pero un día, me vi sentado frente a una anciana de origen chilena que tenía un apartamento de tres cuartos alquilado justo al lado de la entrada del Metro Cote Vertu. Ella ofrecía la renta de un cuarto por solo $150 dólares mensuales. Era un amplio apartamento y poseía en el cuarto una camita personal, todo lo que yo necesitaba para reposar mi esqueleto luego de las duras jornadas de madrugada. Sacando cuentas en el costo de la mudada de mis tarecos, llegué a la pronta conclusión de que era más económico regalar mis muebles, que para entonces contaba con juego de sala, comedor y cama, que trasladarlos hasta mi nueva morada. Aquellos tarecos fueron heredados por estudiantes que arribaron desde la antigua URSS y nunca he escuchado nada de gratitud, tampoco me interesaba. Aurelio continuaba sumergido en aquellos profundos y nublados recuerdos mientras los muchachos continuaban despellejando a Javier. -¿Usted es casado? Fue la primera pregunta de aquella vieja cuando estuvieron frente a frente. -Sí, yo soy casado. Le respondió algo sorprendido por su pregunta. -Porque si no está casado, hay muchas mujeres en mi templo esperando por marido. -Pues que sigan esperando, porque no pienso casarme dos veces. Ella le leyó las reglas del juego y acordaron el día de la mudada. No tenía teléfono y Aurelio se comprometió a instalarlo y que el servicio correría a su cuenta, claro, sus llamadas de larga distancia tendría que pagarlas. La historia de aquel año viviendo con la viejita merece un capítulo aparte porque es muy extensa, solo hay algo que nunca olvidará ahora que sale el nombre de Javier a la palestra. -Nosotros hemos venido hasta aquí, porque nuestra “hermana” nos ha dado la queja de que le debe a la compañía de electricidad unos $1500 dólares, y estamos convencidos de que antes de partir ya habremos solucionado el problema. Hablaba un fornido tipo con toda la desfachatez del mundo que pretendía presentarse como religioso. Eran unos cinco en total y justo a su derecha, se encontraba Agustina en su perfecto papel de víctima. La anciana no tenía nada dentro del refrigerador cuando Aurelio se mudara a su apartamento. Pocos días después, cayó ingresada y como no tenía parientes ni dolientes, Aurelio se tomaba la molestia de ir hasta el hospital con un termo de agua hirviendo y bolsitas de te que ella disfrutaba mucho. Durante ese tiempo llamaron sus hijas desde Chile y les hacía el Three way hasta su habitación, situación mantenida durante más de tres semanas. Lo sorprendió entonces aquella encerrona, peor aún, como trabajaba de madrugada, apenas consumía otra electricidad que no fuera la calefacción de su cuarto y una sola comida que preparaba. -¿Ya terminaron de hablar? Preguntó después que varios de aquellos “hermanitos” tomaron participación ante el silencio de Agustina. -Si señor, solo esperamos su colaboración. Respondió uno de ellos. -Perfecto, dígale al hermano que tengo a mi espalda que abandone esa posición y se siente junto a ustedes. El tipo fornido se sorprendió ante esa observación y le hizo una señal al individuo que lo tenía algo preocupado, éste obedeció inmediatamente. -¿Cuál es su respuesta? Preguntó el cabecilla con mucha autoridad. -¡Vamos a ver! Aurelio se tomó algo de tiempo mientras recorría el rostro de cada uno de ellos, cuando pasó por Agustina ella mantuvo la mirada baja. ¿Cuál es mi respuesta? Pues bien, ahí va. Me da lo mismo un escándalo que un homenaje. Me interesa tres pitos resolverlo aquí o en la calle, es más, ahora mismo voy a llamar a la policía, pero no voy a pagar ni pinga de esa cuenta de electricidad de su “hermanita”. Agarró el teléfono y en menos de un minuto todos abandonaron el apartamento. La vieja pagaba por aquel apartamento unos $450 dólares. Luego, alquilaría el otro cuarto a una señora de El Salvador y mantenía ocupado el de ella aunque vivía con un viejo italiano. El día del cobro le trajo al viejo con la intención de intimidarlo, Aurelio no le entregó un centavo más y poco le importaba si aquel se encontraba vinculado a la mafia. Hoy, mientras escuchaba a esos muchachos, comprendió que aquellos instantes de su vida fueron determinantes para despojarse de su ropaje de ovejita y convertirse en lobo. Comenzó a identificar mejor a las personas, y desechaba aquella teoría aprendida en su tierra donde le inculcaran la falsa idea que todos eran hermanos. -Hola, ¿quién habla?, ella reconoció la voz de Aurelio y le pasó inmediatamente con Javier. -¡Aló!- -¡Oye, pedazo de maricón! Fíjate bien en lo que voy a decirte, yo llegué a este apartamento por ti y no voy a pagar ni un solo centavo de lo pactado con esta vieja hija de puta. Te llamo para decirte solo una cosa, va a coger tranca la vieja, los hermanitos de tu iglesia y tú también. -¡Oye! ¡Pero mira! Click, hasta el sol de hoy. Le contaron luego los muchachos que la mexicana tuvo unos hijos con este miserable y que le largó una patada por el culo, hoy lo desprecian. Aurelio había pasado más de doce años sin saber nada de él, no lo imaginaba bebiendo en este bar, pero así son los negocios, pensaba. No se podía imaginar tampoco a aquel maricón que le propuso alquilarle una casa en las afueras de Montreal para que sembrara mariguana en el sótano. Tendrá que pasar por aquí y yo seré el bartender, no le diré nada de que soy el gerente y que no sembré la droga como me propuso el hijoputa, ahora trataba de desviar sus pensamientos y olvidar aquella pesadilla por la que pasan cientos de recién llegados. El trabajo fue intenso y en la medida que avanzaba se enamoraba más de lo que hacía. Aquello representaba un reto consigo mismo, era una demostración de lo que podía hacerse cuando se tienen sueños. Un día, uno de aquellos comerciantes con los que comenzaban a establecer negocios se sentó en la barra recién terminada y se sintió asombrado. Él había estado en ese bar años atrás y durante los días de trabajo lo había observado fajado con la madera. Aurelio andaba sucio y lo menos que imaginó el individuo era, que aquel aparente obrero sería el que firmara los documentos. -¿Usted ha hecho este trabajo? -Sí, yo lo hice. -Me imagino que esta madera sea muy cara. -No lo crea, ha sido el trabajo realizado en ella. Le firmó los cheques y se marchó. Luego, llegó otro comerciante que calculó la inversión realizada en toda la renovación en unos $80 000 dólares, Aurelio por poco se orina de la risa. Los criterios sobre el trabajo realizado eran muy variados. Unos calculaban alrededor de los cuatro mil en lo que respecta a la barra, otros se iban un poco más lejos, él se alegraba y sentía satisfecho con su obra. Aún sin terminar totalmente se tenía fijada la fecha de la fiesta de apertura, el nerviosismo y las actividades se multiplicaron. Ese día, Aurelio su hijo y la nuera salieron del restaurante a las siete de la noche para bañarse y cambiarse de ropa. La fiesta estaba planificada para las nueve y media, treinta minutos antes comenzaron a llegar los invitados, media hora después se acercaban a los cien, Aurelio ocupó su lugar en la barra, ese día todo sería gratis. -¿Usted era cantinero en Cuba? Era una mulata de ojos azules con un escote provocador, la observó de soslayo y le prometió responderle después de preparar la veintena de mojitos solicitados. Comenzaron a escucharse los acordes de tres guitarras y melodías harto conocidas por nosotros los cubanos, el público era variado y el nerviosismo aumentaba por aquella nueva experiencia. Todos deseaban brindar una imagen positiva, la mayoría de los presentes eran gente de negocios y había hasta periodistas. El nerviosismo aumenta cuando sabes perfectamente que ningún comercio de este tipo abierto por los cubanos ha triunfado en esta ciudad, y la esperanza aumenta cuando conoces que no hay competencias. Todos eran nuevos en el giro. Lo saluda un gordito que conoce, no recuerda su nombre, le dice que su mujer está en uno de los salones. Con la vista la encuentra, para la música por momentos y los guitarristas le piden un añejo a la roca cada uno. -¿De qué parte eras en Cuba? Pregunta uno de ellos. -¿Yo? De Alamar, pero antes viví ocho o nueve años en Santos Suárez, ¿y tú? -Yo era de Holguín, llevo cuatro años en Montreal. -Yo llevo catorce. -¿Catorce? -Sí, llegué en un barco mercante y deserté. -Yo vivía en Miami y tiré para acá. Aurelio no sabe por qué, siempre le sale el bichito y piensa mal de la gente, ese es un defecto, piensa mientras les sirve los tragos solicitados. -Yo voy a Miami todos los años porque tengo una gran familia allá. Lo dejó conversando con los otros guitarristas y atendió una nueva solicitud. Casi todas eran de mojitos, aunque hubo excepciones de tequilas y rones a la roca. -Si supieras, esta es la primera vez que trabajo en una barra, ¿por qué me preguntaste lo de cantinero? Se dirigió a la mulata que no dejaba de observar sus movimientos. -No fue por nada malo. Le respondió la mulata del escote provocador y los ojos azules. -¡Tres mojitos y un Cuba libre! Solicitó una de las camareras y la dejó nuevamente con la palabra en la boca. ¡Asere! Hay una temba que está puesta pa’tu calavera, la tipa está fácil, es quebeca y yo la conozco. Le dijo un mulato sentado en la barra. -Ya me he llevado el pase, pero estoy puesto pa’l negocio, no te niego que está bien. -¡Dos mojitos y un screwdriver! Solicitó una camarera. -¿Screwdriver? Le preguntó. -¿No lo conoces?- -¡Puta! Si no lo voy a conocer, ese es mi trago. Ahora mismo te lo preparo. -¿Por qué crees que era cantinero en Cuba? Retomó la conversación mientras le retiraba el cenicero y colocaba uno limpio. La mulata no se sorprendió, ella seguía observándolo. -No sé, tienes tipo de cantinero. -Si supieras, es la primera vez en mi vida que trabajo en esto. -Puede que sea por las joyas, los cantineros cubanos como saben que muestran sus manos, se preocupan en mantenerlas bellamente adornadas, así como tú. -Bueno, es algo accidental, solo dejo de usarlas cuando estoy trabajando. ¡Claro! En trabajos diferentes a éste, pero es un detalle para tenerlo en cuenta. Mi vista recorrió sus ojos y fue bajando por el escote de sus senos. -¡Una cerveza!- Pidió una camarera a mis espaldas, ese día solo ofertaban Heineken. -¿Ustedes no se saben la letra de aquella canción que Carlos Puebla le cantaba al Ché?- Preguntó un mulato flaco de los que se encontraban en la barra, Aurelio se hizo el desentendido y continuó en su trabajo. Poco le faltó para saltar por encima de la barra y decirle que si tanto le gustaba la canción por qué no se había quedado en la isla. Se contuvo y no mostró haber escuchado nada, así es ese negocio, pensaba mientras comenzaba a tragar bilis. -Sí, la tenemos en nuestro repertorio. Contestó uno del trío. -¡Coño! Hace falta que la suenen para recordar los viejos tiempos. Le dijo el mulato y Aurelio continuaba cada día más confundido con la identidad de los cubanos. -No te preocupes, en cuanto arranquemos de nuevo te la sonamos. Le respondió el que aparentaba ser el cabecilla del trío. No cabe dudas, se siente nostalgia por el látigo, pensaba Aurelio mientras preparaba unos tragos de tequila. En uno de esos instantes en los que levanta la vista y observa al saloncito de los fumadores, se encuentra con la mirada de la quebeca, ella le sonríe. -Un Cuba Libre. Pidió una de las camareras contratadas para esa noche y Aurelio la premió con una sonrisa. -¿De qué te ríes? Le preguntó ella con algo de asombro, claro, era de origen argentina. -De las ironías de los nombrecitos que le ponen a los tragos. Ella le sacó la lengua y Aurelio se desesperaba porque comenzaran a servir la comida, era la única manera posible de darle un pequeño descanso al bar. Comenzaron a escucharse nuevamente los acordes de las guitarras, segundos después la letra de la canción que cantara Carlos Puebla en medio de su embriaguez en el restaurante “El Patio” para satisfacer el morbo de turistas zurdos que comenzaban a visitar la isla. Así que vinieron de Miami para acá, otra vez lo invadía las picadas de ese bichito hijoputa. ¿Dejar a Miami con nuestro clima, nuestro ambiente, una segunda Habana? ¡Qué lindo suena! Renunciar a todo aquello por este frío que congela las almas. Eso es tarea de bobos. Pensó Aurelio y prefirió lavar algunos vasos y copas. -¡Asere! ¡Dame un añejo a la roca! Le solicitó otro de los clientes, le sirvió y cambió algunos ceniceros. Aquel asere lo trasladó a cualquiera de los bares que él visitara en la isla, todo resultaba tan normal en aquellos tiempos que trataba de borrar de su memoria, pero siempre lo perseguían como una pesadilla. No se imaginaba a su gente diciéndole “señor o señora” a los turistas, no los concebía ofreciendo una simple y obligada sonrisa allí donde todo el mundo es tan alegre. Sonrisa negada a sus propios compatriotas carentes de dólar. Aurelio se mostró alegre y le preparó el trago, pero su alegría era fingida, más bien profesional. -¡Asere! Aquí tienes tu añejo a la roca. -No me cabe la menor duda de que es así. Intervino otra de las mujeres invitadas por el hijo de Aurelio. -¿Por qué lo dices?- Preguntó algo intrigado con tanta insistencia. -¡Coño! Porque es empleada mía, es mi contadora y nunca la había observado puesta para alguien. Además, ¿cómo justifica llegar hasta aquí para despedirse de ti?- -Es verdad, mulata, ponme una piedra con ese pollo. -No te preocupes, mañana mismo le meto ruido en el sistema. -¡No me dejes botao! Aurelio fue hasta el equipo de música y puso un disco de Benny Moré. Poco rato más tarde puso uno de Los Zafiros, la comida se estaba sirviendo y disminuyeron las demandas al bar. Bebió de su destornillador mientras se sumergía en sus recuerdos. ¿Qué te parece si a los ladrillos les damos sus verdaderos colores?, ¿y si cambiáramos las luces y colocáramos farolitos antiguos como los utilizados el La Habana Vieja?, ¿y si botamos a la mierda todas estas mesas y sillas y las sustituimos por mesas rústicas y taburetes?, ¿y si cambiamos la decoración de los baños?, ¿y si alegramos los colores para darle más vida a esto?, ¿y si detrás de la barra colocamos un mural con montajes de esos seres que fueron gloria de la música cubana? Su hijo soñaba y lo embarcó en sus sueños. ¿Valdrá la pena? Se preguntaba en medio de sus pensamientos. ¿No sería mejor morir con aquella última imagen que vi de mi Habana? ¿No sería más honorable aferrarme a esos recuerdos? ¿No sería más heroico conservarlos vírgenes? Y luego decirle a los nuevos, están equivocados, aquí hubo una pared, un edificio, una columna, un portal, una posada, una playa, un hotel donde una vez entramos los cubanos, aquí estuvo el banco de un parque. No, creo que estoy equivocado, es mejor luchar para borrarlo todo, tanto, que un día negaremos haber existido y nuestra historia se verá manchada por un silencioso abismo que supera el medio siglo, ¿viajaré? Aurelio bebió un sorbo mientras encendía otro cigarrillo, su mente lo torturaba en esos momentos. Los tiempos iban cambiando y él sentía que quedaba rezagado, luego se acordó de alguien muy lejano, de uno que un día hablara de vergüenza y dinero. Todos se llenaron la panza, vamos a ver cuántos regresan cuando se pase una factura, ya nos conocemos, pensó mientras apagaba las luces. El carro se desplazaba lentamente por la avenida Papineau, podía sentir el mismo sonido bajo sus ruedas al que se produce cuando se marcha por la arena. Hoy andaba con el termómetro invertido, el orto y ocaso eran la misma mierda. Esteban Casañas Lostal Montreal..Canadá 2005-01-22
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