MALECON

Por Esteban Casañas Lostal.

Un día, bajarán nuestros espectros por esa amplia alameda que recorrieron nuestros abuelos. Lo haremos con esa mezcla de tristeza y alegría, avergonzados quizás y evadiendo fijar la vista, rechazando la idea de que no existen sombras a nuestro paso. Niños jugarán de nuevo y los leones tendrán fuerza para rugir, y el mármol del piso no quemará nuestras plantas mientras vagamos como tristes recuerdos. La sed podrá saciarse porque regresará el agua, y bajo frondosos laureles se cobijarán como antaño los gorriones y totíes. Andaremos sin darnos cuenta de las grietas ya existentes y adivinaremos hermosos edificios detrás de cada ruina, las columnas carcomidas por los años serán flamboyanes ante nuestra mirada cautiva, y el ruido que una vez nos molestó, será opacado por alegres risas de niños ajenos al imborrable pasado que una vez edificamos. Andaremos como náufragos buscando un banco donde sentarnos, todos estarán ocupados y no nos detenemos hasta despedirnos del último león esperando escuchar algún rugido.

Alzaremos la mirada furtivamente, con miedo o recelo, trataremos de saltar un bache, o elevarnos a la altura de un contén que no resulta incómodo al peso de nuestros pensamientos. Adivinamos no muy lejos un muro centenario que resulta conocido, restos de paredes que muy bien pudieron pertenecer a una vieja y enana fortaleza, la identificamos y no podemos ocultar nuestra alegría, andamos sin parar en busca de ella. Subimos un poco más la vista, nos burlamos de la vergüenza por segundos, y no nos cabe la menor duda, aquel faro hoy apagado, había sido el motivo de tantos desvelos, su asta se encontraba vacía, ni cuerdas ni trapos la adornan hoy, puede que no sea día de fiesta, pensamos.

Nos sentaremos, esa fue no solamente una idea, ha sido la promesa incumplida por muchos siglos quizás, y los restos mortales de aquel muro se fueron llenando de miles de espectros como yo. Juanita con su lata de maní caliente comenzó sus pregones, Pedro cargando gigantes termos de un café que embriagaba al destapar. Mario, con su carrito de helados sonando campanitas que convertían al más caluroso día de verano en una visita de papá Noel. Sonia coincidió conmigo este día, como uno de aquellos pasados hace miles de años. No había envejecido como yo, aunque su cabellera era una mina de plata, no recuerdo haberle dado un beso. Pastor y Pancho preparaban sus avíos de pesca, sacaron de la jabita una botella de ron que siempre usamos para quitarnos un frío injustificado, esa baja temperatura que logra congelar el alma. No pescamos, hablamos de nosotros, de nuestros problemas, puras mierdas. Terminamos mareados y no capturamos nada, poco importaba.

Maribel llegó desde lejos influenciada por la lengua castellana borrada como nuestra historia, vestía elegantes trapos que compró en otro continente cuando se hizo jinetera. Me sonrió con esa familiaridad elegante de todo cubano, estaba bien arrugada. Ernesto con su acostumbrado overrall lleno de grasa y peste a grajo, Margot con su bata de enfermera impecable, me dijo en susurro que había escapado. Durán llegó irreconocible, se volvió hombre de nuevo, la última vez lo había visto vestido como los pájaros y con el pelo teñido, así logró su libertad, renunció a esa hombría del que maneja con habilidad los cuchillos de carnicero. Fueron llegando y el tiempo no me alcanzaba para saludarlos a todos, amigos de la infancia y juventud, seres que al acomodarse en aquel amplio muro no dejaban huellas de sombras.

Caprichosamente nos sentamos de espalda al mar, nadie sabe por qué, siempre hicimos lo contrario y nuestras miradas se perdían en el infinito de aquella línea pecaminosa. Vimos tras ella millones de sueños que nos llegaban con el regalo de su brisa, hundimos a nuestra izquierda una enorme bola anaranjada durante millones de segundos, millones de minutos, millones de horas, miles de días. Luego, cuando la oscuridad vencía al día, allí, cautivados por las estrellas, nos prometimos millones de veces alcanzar aquel horizonte prohibido.

Puede que no haya sido un capricho sentarnos de espalda al mar, puede que nos hayamos sentado de frente a la tierra para ver de cerca el resultado de nuestra obra, de nuestros sueños, de tanta vida gastada inútilmente, de todo el rencor acumulado vanamente. Puede que nos hayamos sentado así en busca de ese sueño que ayer tuvimos, y luego tratar de no despertar. Es probable que en busca de una sola justificación ante tanta destrucción en aquella tierra. El mar nos acariciaba con su brisa, sus olas trataban de limpiar nuestra tristeza, y las estrellas se empeñaban en alumbrar el camino tan oscuro por el que anduvimos errantes por siglos. Esa generosidad solo la tienen el mar, el aire, y las estrellas a quienes nadie puede dominar a su antojo. Insistimos permanecer ajenos a tantas bondades, y desde las profundidades de esas aguas nos llegaron voces. Tratamos de mostrarnos sordos.

Un eco muy lejano nos pidió que despertáramos, se había cumplido parte de nuestros sueños, estábamos de regreso y sentados en el malecón habanero. Abrimos los ojos en ese instante y dejamos de ser simples fantasmas sentados inútilmente en un muro. Aquellas palabras tan simples tuvieron muchos significados, eran importantísimas para nosotros, simples espectros que regresábamos de un imborrable pasado. Volvimos a tener vida por segundos y nos sentimos orgullosos. Comprendimos lo que significaba el malecón para nosotros los habaneros, porque el habanero que nunca haya paseado por el malecón, no es habanero. Digo, aunque sea una sola vez en su vida, sería lo mismo que el santiaguero que no haya caminado un día de su vida por la calle Enramada. No será santiaguero nunca, aquel que no se haya sentado a la sombra de un árbol en el parque Céspedes, mientras la banda de música municipal da un concierto. No será santiaguero quien no se haya dado un trago de Paticruzao, o en el mejor de los casos, quien no haya ido hasta el Morro para disfrutar de ese maravilloso espectáculo que nos ofrece la entrada al puerto, parte del nacimiento de la Sierra Maestra que brota majestuosa desde lo más profundo de la insondable Fosa de Battle. Cada pueblo tiene sus atracciones, las que amarran a las nuevas generaciones, lo mismo sucede con el cienfueguero que no se haya sentado en ese hermoso Prado para ver desfilar a las preciosas cienfuegueras, mujeres orgullosas con toda su razón, tampoco lo sería aquel que nunca se haya dado un brinquito hasta el Castillo de Jagua. Cuánto misterio en esas ruinas, cuántos besos se darían en esa historia hecha de piedras muchos cienfuegueros. Sería lo mismo que el matancero que nunca se haya bañado en esas calientes aguas de Varadero. El pinareño que nunca se le haya ocurrido gastar un poco de su vista en el valle de Viñales o perdido entre el arco iris de Soroa. El camagüeyano que no tenga un tinajón en su casa o bailado una pieza en La Popular. La mujer de Trinidad a la que no se le haya trabado el tacón de los zapatos entre los adoquines de sus calles, son muchas las pequeñas cosas que identifican a un pueblo.

La Habana es identificada por su malecón, no solamente por los cubanos, hoy es conocido por millares de extranjeros, pero es indiscutible que está vinculado estrechamente a nuestras vidas.

El malecón es testigo de muchos eventos históricos, yo diría que infinitos en la vida de los habaneros, unas veces bonitas y otras veces feas, pero allí está el tipo como nuestro más firme testigo, mirándonos en silencio y grabando para el futuro. Aunque todos piensen que es de hormigón, que es solo una avenida, un paseo por el cual han desfilado muchas personas, un vulgar muro que muchos han burlado con una rústica balsa. Todos pueden pensar lo que quieran de nuestro malecón, pero el habanero que no haya pasado unos minutos de su vida en él, sencillamente no es habanero, debe ser otra cosa inalterable, algo sin sentidos, un objeto que no siente nada, no puede ser de carne y hueso como las personas. Porque si de verdad eres un ser humano, no puedes evitar ser atraído por el encanto de esa mole de hormigón que no habla, que no siente en apariencias, unas veces sucio por el abandono, otras veces limpio por las olas, porque el malecón somos nosotros desde que era solo arrecifes.

En un gesto involuntario nos viramos y damos frente al mar, han regresado las gaviotas y saltan los sábalos, el agua es más cristalina. Onix se sienta a mi lado, me cuenta como la retuvieron en la isla, no le creyeron su argumento de ser tortillera para escapar, yo tampoco se lo hubiera creído. Nos dimos un beso infinito, el que nunca nos diéramos en vida y visitamos por primera vez ese muro de las nostalgias y recuerdos, el muro cubano de los lamentos, fuimos felices.

Respiramos profundo para aliviar el peso de nuestras conciencias, niños jugaban a nuestras espaldas. Los más atrevidos hicieron sus preguntas, ¿qué pasó?, sobresalió entre ellas. Nunca tuvimos respuestas, no la teníamos nosotros los que escapamos a toda esa pesadilla. Cansados quizás, nos levantamos y emprendimos el viaje de regreso, la misma deteriorada avenida, la misma alameda adornada de sus ruinas y columnas que insistíamos fueran flamboyanes. Niños mostrando con descaro la desnudes de su infancia, jineteras de poquísimas primaveras. Allí se encontraba Teté con las manos repletas de cucuruchos tratando de sobrevivir y Manolo con su bicitaxi, era ingeniero.

El aire estaba enrarecido, no tanto por el carbono, el sol era implacable para nosotros y la sed agobiaba. Las paredes y columnas eran adornadas de carteles y consignas, la gente era indiferente a nuestro paso, no podíamos distinguir nuestras sombras.

Desperté a miles de millas de aquel muro poético y embriagador con el eco de miles de palabras de amor rebotando en mis sentidos. Regresé de una pesadilla cuando noté que se había esfumado todo lo bohemio de aquel lugar, nido de amor de tantos habaneros. Sentí repugnancia al ver convertido en burdel al malecón y que nos identificaran por eso. Sufrí una estúpida pesadilla con ese paseo ficticio a un espacio de mi vida, sentí pena por mí y mis amigos, por mis amores y besos furtivos escapados en ese muro. No quiero regresar nuevamente mientras se encuentre así, mientras identifiquen a ese muro homenaje de tantas generaciones de cubanos como un ballú. Poco me importa si debo regresar muerto, dejo escrito en mi testamento que mis cenizas sean dispersas a la entrada de la bahía cuando Cuba sea libre. Solo así regresaré.


Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2004-07-31

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