LA GÜAGUA

Por Esteban Casañas


Una guagua es una enorme caja rectangular y por lo general metálica que descansa sobre seis ruedas, casi siempre cuatro detrás y dos en la parte delantera que sirven para doblar. Tiene mucha semejanza con una jaula aunque no lo es, posee unas ventanillas que algunas veces van provistas de cristales y otras veces no. Las ventanillas tienen sus usos exclusivos, sirven para que la gente disfrute el panorama exterior cuando viaja dentro de ellas, para que se sirvan del aire que alimenta su interior cuando viajan en un clima asfixiante, para que la gente que va sentada se burle de la gente que no puede abordar la guagua en determinada parada, para que los que se encuentran sentados se hagan los guillados y no le ofrezcan el asiento a una mujer embarazada, para que los ladrones le arrebaten una cadena de oro del cuello a uno de los viajantes, sirven también para que le roben la gorra a cualquier pasajero sentado en lo que arranca la guagua, en fin, sirven también para dedicarle un piropo a una de esas mujeres con un desarrollo fenomenal de sus glúteos o simplemente para gritar groserías. Sus usos han cambiado con los tiempos y actualmente el más importante es, que la ventana sirve también para entrar en la guagua.

Antiguamente tenían dos puertas de donde colgaban como guirnaldas multicolores pantalones y sayas, luego los colores se redujeron y aumentaron otra puerta, pero la guirnalda se mantenía. Las guaguas que fueron de producción nacional, contaban con un sistema de regadío interior en tiempos de lluvia para complacer a los pocos viajeros que transportaban plantas, en su defecto y en tiempos de sequía, poseían unos enormes agujeros en el piso que mantenían en contacto al viajero con la tierra. Las personas que se encontraban muy cercanos a los guardafangos, disfrutaban de una justa y agradable cuota de polvo. En no pocas oportunidades había que sortear los huecos experimentados en el piso, de la misma manera que los soldados las minas durante la guerra, por tal razón nuestra gente se encuentra en óptimas condiciones combativas.

Las guaguas tenían infinidad de usos independientes al principal para la que fueron concebidas, por ejemplo, podía considerarse como un centro de trabajo, a ellas asistían diariamente los “carteristas” para realizar sus faenas. Muy bien podía interpretarse como un centro de satisfacción sexual, no olvidemos a nuestros destacados “jamoneros”. La guagua era usada como un centro de recreación, no podemos pasar por alto aquella época donde comenzaron a distribuirse los radios rusos Zelena y VEF por méritos laborales. Cada quién abordaba una de nuestras guaguas exhibiendo aquellos radios (novedad del tiempo), con diferentes emisoras sintonizadas a todo volumen y el ganador era aquel que tuviera las pilas más nuevas. Solo se observaba coincidencia a la hora del programa “Nocturno”. La guagua le rompía el luto a cualquiera.

Una guagua va conducida generalmente por una persona sin nombre y a la que todos conocen por guagüero, antiguamente eran seres conocidos y algunos admirados por la población, basta recordar a los que realizaban sus recorridos en horarios matutinos. Muchos trabajadores les llevaban su buchito de café en pomitos de los empleados para envasar benadrilina en ausencia de termos (artículo de lujo durante muchos años). Recuerdo a uno guagüero del reparto Párraga al que todos conocían como “bigote”, poseía un aspecto agresivo tremendo por las dimensiones de su bigote y sin embargo era una persona muy servicial y social con los pasajeros.

Por razones inexplicables que surgieron con el sistema de la “dictadura del proletariado”, aquellos guagüeros se fueron convirtiendo en enemigos acérrimos del pueblo, impusieron sus reglas incomprensibles para los que llevaban horas haciendo sus colas en las paradas, como aquella de llevar en el asiento detrás del suyo a “jevas” excluidas de hacer colas, parar donde les diera la gana, romper las guaguas donde les conviniera y hasta ofender al pasaje. Aquellos seres carentes de nombres propios rompieron todos los records mundiales de personas a los que les mentaran la madre en pocas horas, por lo general y de acuerdo al criterio popular, todos eran hijos de mujeres que dedicaron su vida al negocio de la prostitución. El “Camello” es una aberración clonizada de aquello que una vez se llamó guagua, por lo tanto, el camellero debe ser mucho peor que el guagüero por ley natural de la vida.

En el caso de las guaguas con servicio interprovincial son otros cantares, pero guaguas al fin y al cabo tienen sus historias y guagüeros. Aquí el guagüero solía usar una camisa blanca y una corbatica que lo distinguía del algo vulgar conductor de nuestros barrios. Un buen guagüero interprovincial para darse a respetar, debía poseer una buena jeva como querida en cualquiera de los pueblos donde realizaba sus viajes. En términos generales, el primer asiento era el trono de aquella hembra y o en su defecto de la próxima víctima a conquistar. No por poseer corbatica los guagüeros interprovinciales se distinguieron mucho de nuestros queridos chóferes del barrio.

Los viajes interprovinciales tenían también sus encantos. Me vi en innumerables oportunidades a realizar esos viajes hacia diferentes puertos del país. Para los marinos significaban en oportunidades un sacrificio, casi siempre nos bajábamos en todas las terminales y no nos separábamos del espacio dedicado al equipaje para evitar que nos robaran. Como nuestras maletas y maletines eran de procedencia extranjera eran el blanco de muchos rateros. En lo personal siempre preferí viajar con un maletín llevando el mínimo indispensable de ropa, pero, hubo situaciones que me obligaron a cargar con todo. Cuando viajaba con un maletín tampoco lo colocaba en el porta equipaje que existe encima de cada asiento, por lo general trataba de acomodarlo en el piso aunque fuera incómodo y de noche me lo ataba con una cuerda a la pierna. Una situación muy común durante muchos años lo fue; que la policía detuviera un ómnibus al azar y realizara un sondeo en busca de paquetes con café, en ese caso, los propietarios colocaban los paquetes en medio del pasillo y luego no aparecía el dueño de la carga. La policía se los llevaba y sabe Dios cuál era su posterior destino.

Como quiera que sea, viajar en una guagua constituye uno de los placeres más grandes que pueda tener una persona, si está deseosa de encontrarse en contacto directo con el mundo que le rodea, porque una guagua es la suma de todos los mundos guardados en su interior. Es uno de los pocos sitios donde no existe diferencia de clases, solo por los intervalos de tiempo que dura un viaje, es una guagua, el lugar donde comparten parte de su destino, seres de las más elevadas culturas con el simple obrero o tal vez con una prostituta. El roce accidental o intencional de dos cuerpos separados solamente por el grueso de dos telas, allí no es condenable y fuera de ella es pecaminoso y hasta peligroso. Dentro de una guagua surgen amistades espontáneas con duraciones muy cortas, unas veces se extienden más allá de sus fronteras. Es un sitio muy seleccionado para las conquistas amorosas cuando existe coincidencia de horarios. Se disfruta de las jaranas inoportunas, dicharachos de moda, grandes peleas provocadas por un simple empujón, intercambios de miradas provocativas que en oportunidades desvisten a una buena hembra. Viajando en una guagua se miran decenas de rostros que ocultan el verdadero mundo interior de cada persona, se respiran todo tipo de olores y hasta se intercambian nuestros sudores. El mundo de una guagua es misterioso, porque desaparece tan pronto se baja la escalerilla y se regresa al contacto con el verdadero, el de las desilusiones, esperanzas, sueños, ambiciones, tristeza que muchos prefieren no compartir y alegrías que guardamos con espantoso egoísmo.

Los viajes en estas enormes jaulas contaminantes es una experiencia a la que nunca he renunciado, hablar de todos los casos insólitos que uno vivió en ellas roza los límites de la credibilidad y obligarían a dedicarles un libro.

Viajando en una ruta 31 desde Santiago de Las Vegas hacia La Víbora y a la altura de la calzada de Bejucal, se siente un fuerte mal olor. Las miradas acusadoras de varios pasajeros, se dirigieron inmediatamente a un pobre viejo que viajaba parado en la parte delantera del mismo. El hombre al darse cuenta de la situación comenzó a protestar alegando que él no se había tirado ningún “peo”. Los jodedores la emprendieron contra aquel pobre hombre, y al parecer, se proponían realizar el resto del viaje a costa de él. Entre broma y broma se consumía gran parte del viaje y la peste no desaparecía. Recuerdo que aquella guagua era una Pegaso de las que fueron compradas a España. Cuando nadie lo esperaba el chofer detuvo el ómnibus y se bajó, todos seguíamos sus movimientos con atención y nos mantenía atado a su figura, el hecho de que en ningún momento se dirigiera a revisar los neumáticos para comprobar si estaba ponchado, algo muy normal en nuestro país, donde los chóferes hacían esa inspección dándole patadas a las gomas, como si poseyeran en sus pies equipos especiales para ello. El tipo recorría con minuciosa observación la cuneta en busca de algo que no comprendíamos. De buenas a primeras con alegría reflejada en su rostro, recogió un palito y abordó nuevamente la guagua mientras permanecíamos víctima de la intriga en todo su recorrido. Luego, con aquel palito se inclinó muy cerca de su asiento y comenzó a empujar un mojoncito de unos diez centímetros de largo por dos de diámetros, lo hacía con la maestría de un jugador de golf tratando de llevarlo hacia la escalerilla de la guagua. Los que se encontraban cerca del lugar nos iban narrando todos los acontecimientos de aquella maniobra deportiva hasta que finalmente y frente a la puerta de la guagua, el hombre le dio el golpe final y aquel sólido mojoncito cayó en la cuneta. Los que se encontraban cerca de él le brindaron un fuerte aplauso que luego contagió a toda la guagua.

-¡Cojones! Llevo treinta años de chofer y esta es la primera vez que me sucede algo como esto.- La gente se echó a reír con ganas, mientras el pobre viejito al que habían culpado por el peo tomó las riendas del asunto.

-Y todavía me estaban echando la culpa a mí, esa fue una mujer porque los hombres no pueden cagar sin orinar al mismo tiempo.- Las risotadas continuaron y los jodedores seguían echándole leña al fuego hasta el paradero de La Víbora.


FIN


Esteban Casañas


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