LA ATLANTIDAPor Esteban Casañas Entre las grandes satisfacciones que me ha dado esta vida, sobresale por encima de todas el haber compartido siempre la compañía de mi abuelo, creo, sin temor a equivocarme, que es una de las personas más admirables que he conocido. Gracias a su gran paciencia y dedicación, hablo, leo y escribo en español, tengo dos culturas y siento en lo más profundo de mi alma, que pertenezco a dos pueblos. Mi abuelo siempre detestó a las personas que trataron y tratan de deshacerse de su identidad y raíces, dice que son falsas, que son gente plástica, débiles de mente y en muchos casos unos cobardes. Alega siempre que nada de lo que le pueda haber sucedido a una persona en el pasado, justifica en lo absoluto tratar de borrar las huellas que lo atan a su tierra. Después de estar viviendo aquí por cuatro décadas, él se encuentra intacto, casi virgen, como si lo hubieran acabado de sacar de un santuario donde le otorgaran un día su nacionalidad. Su lenguaje conserva la frescura de la tierra que lo vio nacer, cargado de refranes y dicharachos, usando palabras donde en oportunidades es muy difícil diferenciar, cuando está alegre o enojado. Sus costumbres no han variado mucho de acuerdo al criterio de mi abuela, siendo la más importante de todas; sus hábitos alimentarios, bañarse todos los días, oír la música con el volumen bastante alto, cosa que es totalmente inusual en este país, y aunque oye todo tipo de música, la de su tierra tiene un sitio especial en su preferencia, para él sigue siendo la mejor del mundo. Hablar alto en las pocas reuniones donde participa con otros paisanos de su tierra, es otro de los hábitos que no ha perdido, así como, esa maravillosa costumbre de llamar a todo con diminutivos, dando la impresión de que su país estuvo habitado por gigantes. Muchas grandes virtudes tiene ese noble abuelo que Dios me concedió, hoy algo lento por el peso de los años, con achaques de reuma y artritis provocados por el intenso frío de este país, pero un hombre al que quisiera imitar en todos mis movimientos. Una de las cosas más grandes que le sucedió a mi abuelo en su larga vida fue mi llegada a este mundo, y que me bautizaran con su nombre, yo soy el único nieto varón de la familia, y aunque nos quiere a todos por igual, él siempre se empeñó en que yo fuera su fotografía. Desde los primeros meses se produjeron batallas campales en mi hogar, ocurrió cuando trataron de alimentarme como a los niños nacidos aquí, el viejo se opuso totalmente a las decisiones tomadas por mi madre y mi abuela, influenciadas por el modo de vida americano, él alegaba que se tenía que alimentarme como lo habían hecho con nuestros antepasados, teta, esa era la orden de mi abuelo, la teta en los primeros tiempos para que hiciera estómago y adquiriera anticuerpos, luego, cuando diera muestras de estar algo fuertecito, leche de vaca, como la tomaron todos en su país, primero con un poco de agua y luego pura, él quería que su nieto fuera fuerte como un tronco. Después, nada de cereales ni papillas, a las que siempre llamó comidas artificiales, la orden era el sancocho, como le decía mi bisabuela a unas comidas con las que se alimentaron todos mis antecesores. Dice mi madre que era una especie de sopa, donde agregaban todo tipo de vegetales y viandas, carne de res y pollo, luego lo pasaban por una licuadora y daba un caldo delicioso. Hoy siendo grande le pido a cada rato a mi madre que me prepare un poco de ese sancocho. Cuando mi madre y mi abuela se iban de compras, mi abuelo les ordenaba que me dejaran, diciendo que las tiendas eran cosas de mujeres, entonces aprovechaba su ausencia y me sacaba en el coche. Me contaron que andaba por todo el barrio conmigo, todos los vecinos estaban acostumbrados a vernos pasar, a veces descansaba en algún parque, tengo la impresión de estar oyendo su voz sin parar hasta quedarme dormido, siempre fue así, hasta que un día fui ganando el uso de la razón y me acostumbré para siempre a su compañía, la sentía desde muy lejos, aquellos grandes discursos que me ofrecía los iba comprendiendo, y si antes los interpretaba como cuentos con los cuales me dormía, ahora tenían un efecto contrario, les ponía más atención y me daba cuenta de que estaba aprendiendo. Mi abuelo lo entendió así y desde ese momento nuestras salidas eran más frecuentes, las conversaciones de un solo lado eran interminables, sus preguntas encontraban pocas y monosílabas respuestas, pero aún así, él sabía que estaba ganando terreno. Cuando ya me podía valer de mis piernas y mi abuelo no estaba tan viejo, salíamos más lejos, él siempre cargaba una mochila con todo lo que yo pudiera necesitar. Gustaba mucho de ir hasta un lugar de esta ciudad conocida como la Montaña, también le dicen Mont Royal, el autobús nos dejaba bastante cerca de allí y siempre antes de salir en esa dirección, mi viejo compraba un gran paquete de maní, que más tarde, las ardillas y palomas que nos encontrábamos en el leve ascenso, venían a tomarlas de nuestras manos, acostumbradas a la generosidad de los visitantes. Estos animalitos se reunían a nuestro alrededor, mientras compartíamos entre todos para que tocaran a partes iguales, con palomas encimas de nuestros hombros, brazos y las más atrevidas sobre nuestra cabeza, ardillas paradas sobre sus dos patas traseras y con las manitos extendidas pidiéndonos el sabroso grano, mientras mi abuelo me hacía la historia de los maniseros en su país natal. La llegada de ellos, que casi siempre la hacían en horas de la tarde en el barrio donde él vivía, era motivo de alboroto para todos los muchachos, que rápido corrían a implorarle a sus padres para que les compraran un cucurucho de maní, los maniseros se hacían sentir con sus pregones desde una cuadra antes de llegar a la puerta de la casa, donde sabían que había muchachos, era todo un espectáculo, porque algunos de ellos tenían buena voz y sus pregones eran cantados. Luego, llegaban con una o dos latas de esas que se utilizaban para envasar aceite, con unos veinte litros de capacidad pero que habían sido preparadas con un doble forro, en la parte del fondo se podía observar que llevaban carbón encendido, para así mantener el maní contenido dentro de aquella lata bien calientico. El precio de un cucurucho fue variando con el tiempo, pero mi abuelo se acuerda de los primeros tiempos en que los compró, cada uno costaba dos centavos, entonces, se iban comiendo uno a uno los granos para que les durara una eternidad, siempre terminaba cualquier cuento diciendo; << Aquello si era maní, aquello se olía a dos cuadras, esto que hoy le damos a las ardillas y a las palomas, tiene el grano es más grande, pero ni huelen, ni tampoco saben a nada, el de mi país era el mejor>>. Luego, continuábamos subiendo lentamente, disfrutando de las bondades que ofrece la naturaleza en el verano, durante parte de ese trayecto éramos seguidos por insistentes palomas, pero en los árboles se podían observar aves que solo nos visitaban cuando llegaba la primavera, así un día, mi abuelo distinguió entre ellos a uno negro como el azabache, pero que a ambos lados de sus alas tenía una marca anaranjada, dijo que en su país era conocido como Mayito, entonces me hablaba de sus aves. << No puedo explicarme, decía, ¿cómo es que vienen desde tan lejos?, bueno, continuaba su monólogo; desde México llegan mariposas todos los años........... Si vieras las aves que allá tenemos, las nuestras y las emigrantes, los colores son bellísimos, un ejemplo de ello lo es el Tocororo, aves de canto tenemos para no envidiar a nadie, el Ruiseñor en las montañas y el Sinsonte en el llano, el día que conozcas mi país te asombrarás cuando oigas cantar un Sinsonte, este pájaro imita el canto de casi todas las aves, por imitar produce hasta el maullido de un gato. Qué te cuento de aves peleadoras, no hay nada más bravo que un Pitirre defendiendo su nido, de verdad, tenemos muchas aves hermosas>>............... Luego, al final de cada pequeña historia nos acompañaba un extraño silencio, era como si mi querido abuelo estuviera hurgando en los archivos de su memoria, hasta que sin darnos cuenta nos encontrábamos en el mirador. Su mirada cansada y un poco triste se perdía en el infinito, siempre se detenía cuando se cruzaba con el majestuoso puente Jacques Cartier, él lo adoraba, tal parecía que había trabajado en su construcción, era una de las cosas que más admiraba de Montreal. La ciudad estaba bajo nuestros pies, los altos edificios del downtown no se apreciaban tan grandes desde esta altura, nada impedía nuestra panorámica visión hasta varias millas de donde venía bajando el río San Lorenzo, ancho, largo, caudaloso, de gran majestuosidad. Yo sabía que me haría mención de su mar, de ese que rodea a aquella maravillosa isla, por la cual yo sentía en cada momento de mi vida un apasionado interés. Allí me hablaba del azul tan puro que tenían esas aguas, de las fantásticas vistas que existen desde El Morro de La Habana, la cautivante armonía de bellezas que se disfruta desde el Morro de Santiago de Cuba, muy cercano a donde comienzan las elevaciones de la Sierra Maestra, de lo impresionante que se observa el Pico Turquino visto desde un barco, la belleza de la entrada a la Bahía de Cienfuegos. Me sugirió que si un día visitaba su país, tratara de ocupar una ventanilla en el avión, para que desde las alturas pudiera apreciar las distintas tonalidades que ofrece ese mar al aproximarse a las costas, dice mi abuelo, que es un espectáculo inolvidable. Un poco tarde, después de merendar en la tranquilidad que solo era rota por el viento y cargado con un poco de nostalgia emprendíamos nuestro regreso, caminábamos sobre nuestros pasos en silencio, yo sabía que mi abuelo estaba triste, pero como era tan pequeño, no encontraba explicación a esa insistencia por hablarme de cosas que lo herían. Por él me hice un gran amante de los frijoles, nos sentábamos juntos a la mesa y casi siempre, los comía a su estilo, un gran plato de ellos, de cualquier clase, acompañados por una buena rebanada de pan, de ese pan acabado de comprar en la panadería, así mientras comíamos, abuelo me hablaba del pan de su país; mencionaba uno que llamaban de agua y que llevaba prendida una tira de la hoja de un árbol, dice que ese pan era delicioso y aunque el francés es superior en calidad, él no lo podía olvidar. Mi abuela siempre protestaba cuando pedíamos frijoles para comer, antes, las peleas eran solo con mi abuelo, pero ahora él se reía porque aquellas protestas de la vieja, como él la llamaba de cariño, eran compartidas entre ambos. Siempre íbamos al Mercado Jean Talón con una listica que nos hacía la abuela, ese era el lugar más popular de Montreal para comprar todo tipo de frutas, vegetales, verduras, viandas, etc., pero en el verano era encantador acudir a esa cita con mi abuelo, aquella plaza tenía en esa época más colores que el arco iris, por la cantidad de plantas ornamentales y flores que allí se vendían, algunos momentos era casi imposible caminar, los sábados y domingos se abarrotaba de gente, gente de todas las nacionalidades que vivían en mi hermoso país. Cuando nos parábamos frente a una tarima de mangos, mi abuelo seleccionaba el que consideraba mejor y me lo daba a oler, entonces me preguntaba, ¿qué te parece?, yo le respondía ingenuamente; huele muy delicioso, entonces él se reía ante esa cándida respuesta, para luego salir al ataque.<< Eso lo dices porque no sabes lo que es un mango, esto no huele a nada, esta fruta ha sido cortada muy tierna del árbol y se maduró en la transportación hasta aquí, cuando vayas a mi país, comprenderás lo que es el olor de un mango tomado maduro del árbol, si un día te sentaras dentro de una arboleda de mangos, no necesitarás oler una fruta porque su fragancia estará en el aire que allí se respira, su dulzor es mucho mayor que el de la fruta cortada tierna, además, aquí solo has conocido dos o tres variedades de ellos, deja que estés allá, conocerás la manga amarilla, el mango de chupeta, el mango macho, el filipino, el manzano, el jobo, el huevo de toro, el mango del Caney y otros más que ahora no recuerdo, ya te digo, los mangos de mi país son los mejores>>. Si había una cosa que me sorprendía en mi abuelo, lo era su prodigiosa memoria, yo no podía comprender como era posible recordar tantos nombres, después de haber pasado tantos años sin regresar a su país. En ese mercado comprábamos malanga, yuca, ñame, boniatos, plátanos verdes, quimbombó, guanábanas, culantro, berro y muchas otras cosas de la dieta de mi abuelo, que después fue mía. Recuerdo que en ocasiones yo invitaba a mis amigos de la escuela a comer en casa, ellos mostraban asombro por el gusto de nuestras comidas, digo, la comida de mis abuelos que después fue la mía. Nunca acepté la que me ofrecían mis padres, ellos se adaptaron rápidamente al modo de vida de este país, a las comidas pre-elaboradas, yo las encontraba artificiales y sin gusto, sosas y sin color, así, con apenas pocos años de vida, me estaba convirtiendo en el retrato de mi abuelo.
Otros días, en algunas de nuestras salidas, mi abuelo entraba a una cafetería para que yo me tomara un helado mientras él pedía un café expreso, siempre que le traían la tasa humeante, la olía para después criticarla. <
Cuando salíamos por la calle St. Catherine, una de las más transitada por peatones en esta ciudad, mi abuelo no podía evitar hablar de las principales calles de La Habana. << Esto, decía, no se puede comparar con Galiano, había que ver esa calle decorada por navidad, y qué decir de La calle Monte, desde la misma esquina de Tejas hasta donde termina, esa si era una calle llena de comercios, igualito que Reina, Belascoaín, Infanta, eran muchas. Entonces la gente salía por las noches para admirar aquel desfile de luces, no hacía falta dinero para eso, sin darte cuenta caminabas kilómetros enteros, cegados por todas aquellas vallas lumínicas y el brillo de los cristales de las vidrieras, esa sí era una ciudad, había que verla, con aquellas mujeres hermosas de un estilo particular al andar, moviéndolo todo, deja que veas lo hermosas que son las mujeres de mi país, vas a querer casarte con una de ellas. Lo mismo, si un día tenías mucha hambre y cargabas poco dinero, te llegabas a la Plaza de Cuatro Caminos que estaba abierta las veinticuatro horas del día, allí podías comer por una peseta, comer hasta reventarte, te lo digo yo. Cuando tenías más de un peso, te comías un sabroso y gigante sándwich cubano, te tomabas un batido de cualquier fruta, eso sí, lo preparaban delante de ti y te podías acostar tranquilo. Cuando vayas dile a nuestros parientes que te lleven al Bodegón de Toyo, allí los preparan muy buenos, de lo contrario puedes ir también al paradero de La Víbora, no tienen nada que envidiarles a estos.>>
Fueron varios años compartiendo la dulce compañía de mi abuelo, sin darme cuenta, me estaba pasando una transfusión con todos sus sentimientos, hasta que llegó a convertirse para mí en una obsesión aquel país maravilloso, donde nacieron todos mis antepasados, deseando con locura ser grande para ir a conocerlo. Llegué a amarlo tanto como al mío, me sabía desde pequeño su himno, me sentía atado a su bandera, sin embargo, mis padres no eran así, mucho menos, otra gran cantidad de cubanos que llegaron en tiempos posteriores, para esto yo era incapaz de encontrar una respuesta, me di cuenta que existía un enorme vacío en el espacio y que todos evadían llegar a ese punto. Durante mucho tiempo viví ignorando los motivos.
Cuando terminé los estudios secundarios, mis padres como premio me ofrecieron un viaje a Disney World, yo les manifesté mi interés por conocer la tierra de mis abuelos, entonces ellos aceptaron. Un día cualquiera de ese verano partí por dos semanas, siempre presté mucha atención a todas las indicaciones que me hiciera mi abuelo.
Al estar en su tierra me sentí totalmente defraudado, llegué a pensar por unos instantes que mi viejo me había mentido durante estos largos años pasados, ninguno de los jóvenes con los cuales compartí, conocía las narraciones que yo les hacía, les provocaba risa y decían que yo tenía una gran imaginación para inventar cosas. Me mantuve la mayor parte del tiempo ofendido por esa razón, y no puedo negar que estaba desesperado por marcharme. Un día, se me ocurrió la brillante idea de sentarme a conversar con uno de los hermanos de mi abuelo que aún vivía; él me confirmó todo lo que yo sabía desde niño, todo lo que con tanta ternura me contó mi abuelo había sido cierto, pero ese país tan hermoso ya no existía.
La aeromoza me zarandeó levemente por el hombro, cuando al fin abrí los ojos, le observé una sonrisa estudiada, solicitó que me pusiera el cinturón de seguridad. Yo estaba loco por llegar a la casa, pensando que mi abuelo me esperaría con uno de sus acostumbrados frijoles, eso fue lo que me vino a la mente en ese momento. Durante el trayecto hasta la casa saqué de mi mochila unas cartas, que los primos de mis padres les habían enviado, mi abuelo viajaba en silencio observando y oyendo cada palabra que yo pronunciaba.
Allí estaban los frijoles listos y como era la hora en la cual mis abuelos tenían acostumbrado comer, con mucho gusto me senté a la mesa con ellos, para alegrarlo un poco saqué un gran aguacate y se lo di para que lo cortara, en sus ojos pude ver la alegría que esto le causaba.
Pasada una media hora y cuando nos quedamos solos en la sala, mi abuelo me preguntó cómo había sido la experiencia, quería saber si me había gustado el país, en ese momento que yo nunca hubiera deseado llegara, se me hizo un nudo en la garganta y me invadió todo el dolor que sentí al conocer su país.
- Abuelo, tu país no existe, desapareció como le sucedió a la Atlántida, es mejor que lo sigas conservando así de bello en tu memoria, una vez llegué a pensar que todo había sido fruto de tu imaginación, eso es, aquel país solo existe en tus recuerdos.-
Se dirigió hasta la ventana y su mirada se perdió en el vacío, permaneció mudo por mucho rato, pude ver con dolor como brotaron de esos ojos cansados por los años unas gruesas lágrimas, yo nunca lo había visto llorando, no pude evitar llorar con él.
Mi modesto homenaje a todos esos viejitos, que lucharon contra el tiempo tenazmente para seguir siendo cubanos, en muchos casos hasta la muerte, pero que supieron trasmitir a las nuevas generaciones todo el amor que sintieron por su tierra, sirva de lección también, a esos que hacen lo imposible por borrar su identidad.
Y si tenéis por rey a un déspota, deberéis
destronarlo, pero comprobad que el trono que
erigiera en vuestro interior ha sido antes
destruido.
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