Mireya, la de Ginebra

Por: Iria González-Rodiles y Carlos Wotzkow


Les adjunto una de las últimas 'parrafadas' que escribió el Gran Wotzkow junto conmigo y que me ha pedido que les pase. Sinceramente, siento mucho su retiro, espero que sea transitorio y que una vez que termine su libro sobre las localidades naturales cubanas vuelva al degüello, como acostumbra. Como apreciarán existen cubanos en el exilio que, como Mireya, son incansables e incomprables. Un abrazo a todos, Iria

Amigos y detractores –cada bando, a su manera— le atribuyen miles de anécdotas tragicómicas, cientos de disparates verbales y no pocas historias desatinadas, pero nadie se atreve a dudar que se trata de una cubanaza auténtica, con un comportamiento sin dobleces en su quehacer anticastrista, anticomunista.

Nadie se atreve, tampoco –ni siquiera sus más recalcitrantes difamadores, por lo imposible que resulta—, a cuestionar su condición de buena madre y amiga, con un corazón bondadoso, muy difícil de hallar en aquella ciudad no exenta –al decir de Zoe Valdés en La nada cotidiana— “del dimedirete cubano, que es igual aquí, allá y acullá” aun entre los verdaderos exiliados y residentes. Esa ciudad donde no falta, por demás, la hipocresía dentro de una diáspora que abarca también a ‘quedados’ de todo tipo, ‘disidentes’ infiltrados y hasta agentones castristas.

No escribimos sobre Mireya para divertirlos con sus frases elocuentes, ni con las palabras que ella ‘aporta’ a la lengua española, ni con el título de “Doctora en Trapeología” que ella se autoconcedió frente al alarde de presuntos eruditos, ni con su forma de vestir (a veces muy elegante y otras –intencionalmente— con aspecto de gitana o con un estilo estrafalario que envidiarían algunas de las más extravagantes estrellas hollywoodenses). No. Aunque, tal vez, no exista un ser humano capaz de sobrellevarlo todo con más dignidad y sentido del humor que ella. En otras palabras: Mireya tiene más ‘tabla’, más aguante, que todos sus detractores juntos.

Lo que pretendemos en precisar sus verdaderos atributos, ajenos a las apariencias y corazas externas.

Seguramente Castro no ha tenido en Suiza una enemiga más constante –por cuenta propia, independiente, espontánea— que Mireya. Desde hace años, mucho antes de establecerse el Foro Paralelo a las Sesiones de la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra, ya Mireya acudía –bandera cubana en mano— frente a la sede del evento, para reclamar el respeto en la Isla hacia la Declaración Universal.

En la Plaza de las Naciones, cierta vez, su ‘pataleo’ contra la violación de los derechos humanos en Cuba, se produjo por partida doble: primero, por la protesta en sí; segundo, para darles un poco de calor a sus pies, congelados durante el mitin. Y es que Mireya es así, ¡a la manifestación, primero, ya veremos después cómo nos las arreglamos sin el calzado apropiado!

De tal modo, durante casi tres décadas ha apoyado –apoya— todo tipo de iniciativa sincera contra la dictadura castrista. Pero su mano solidaria, también, se ha tendido siempre para aquellos emigrantes cubanos -y hasta de otras nacionalidades- necesitados de ayuda y orientación en sus primeros pasos por una tierra extraña.

Y es que ella sufrió, en pellejo propio, las peripecias iniciales del exilio...Ya es historia pasada; ahora tiene estabilidad y un magnífico nivel de vida –después de trabajar mucho y muy duramente—, pero no pierde la memoria:

Sería un fin de semana cuando la vieron entrar, junto a sus hijos, en uno de los restaurantes más visitados por la clase adinerada de Ginebra. Se iniciaba la década del 70 y, ella, en la búsqueda del asilo político en Suiza. Era joven, mulata clara y bella, delgada, como sólo puede creerse al verla en una foto –recién publicada por una compañía artística miamense— de las bailarinas de Tropicana durante los años perdidos. Se sentó a la mesa y pidió comida para sus hijos y para ella; apenas probó un bocado, pero logró que sus hijos saciaran el hambre.

Al momento del pago, Mireya se dirigió al dueño: “Dígame qué debo hacer para pagarle esa cena, pues no tengo dinero, pero a mis hijos no los podía dejar sin comer”. La respuesta del suizo no se hizo esperar: “Señora, lo único que quiero es tener una amiga como usted, tan buena madre y sincera persona. Traiga a su esposo, también, para invitarlo a cenar”. Y aquella amistad se selló para siempre, hasta la muerte del noble anfitrión.

Si la logomanía desordenada, la obsesión política, la ingenuidad en la madurez o el método en la locura (según Hamlet alude a Ofelia), debieran resumirse alguna vez en una palabra, quizás alguien escogería –con alguna justicia— el nombre de Mireya. De acuerdo, siempre y cuando no se omitieran sus mejores atributos.

Y si de paso por Ginebra usted busca, hoy por hoy, a una auténtica mujer cubana (con cubanía), a una patriota anticomunista (de las que no se han desteñido), o a una mano amiga (para cuando los momentos no pudieran ser más negros en su vida), allí encontrará a una mujer, sencilla y popular, llamada Mireya. No la pierda de vista y ruéguele, como ya hizo un suizo, su amistad.



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