De Noël a San Silvestre*: tres recuerdos de una Cuba extinta. Por Carlos Wotzkow Todos los años, incluso después que en 1970 Fidel Castro encargó a sus CDR pasar la voz de que celebrar las fiestas de fin de año no era revolucionario, nosotros lo ignoramos olímpicamente. No obstante ese particular ejemplo de despotismo, a la misma hora y en las mismas fechas, las invitaciones pululaban por mi casa. Uno, dos y hasta tres paquetes de algodón cubrían como si se tratara de nieve el mueble que enclaustraba al televisor y sobre el cual un pinito decorado renacía cada Diciembre. Esto, daba a la sala de casa una atmósfera de calor y a la vez, de ventisca invernal preñada de imaginación. Las llamas artificiales eran emitidas desde unas bombillas raras, llenas de un líquido oleoso y con burbujas que mi padre instalaba cada año en las ramas del pinito. Pero mirándolas por los cristales desde afuera, parecían como velas que a destellos querían hacer el juego y dejar a todos un mensaje: habrá regalos, habrá estrellas en el cielo y habrá dulces y turrón, y frijoles negros con cerdo asado, e incluso vino. Afuera, a veces, hacía frío y no era extraño que soñáramos con ver un día caer la nieve. Tirados sobre la yerba del cuidado jardín mirábamos a lo más alto en la noche oscura y pedíamos deseos. Los nuestros eran infantiles, los de nuestros padres, tal vez no. Ya por entonces no era tan fácil ver a los vecinos contagiarse con el mismo júbilo que lo hacíamos nosotros y cada año, faltaban en las ventanas del reparto de Altahabana más luces, más reflejos, más alegría. Desaparecían por orden del nuevo Satanás que acababa con los pálidos espíritus de antaño, y hasta con las más inofensivas esperanzas de los días venideros. Desde la media tarde corríamos a la cocina y comenzábamos a vaciar el plato repleto de tostones. Rápidos, nos concentrábamos en el de los chicharrones y luego, atacábamos al pan recién horneado, a las raras aceitunas que junto al queso nos habían llegado “desde Asturias” - decía mi abuela – con cara de sorpresa. Y mis padres, mi abuela y mis primos Carmina y Mariano, que ya eran grandes, levantaban al atardecer la primera copa de un vino criado la primavera anterior. No importa si de España, o de Bulgaria, en casa había vino tinto y ya eso nos hacía ricos, una vez, cada fin de año. Cuando el fuego hogareño de estas fiestas acabe arreglaremos los aleros, pintaremos la cerca del frente y dejaremos de fumar. El año próximo en definitiva, haremos todo lo que debiéramos haber hecho ya. En unos días, nuestra visita al Rincón quedará recompensada. Es necesario ir hasta Rincón, cada año, a pedir cosas que según mis padres los niños no deben saber. Bajo la noche invernal nos vamos a encontrar no obstante un par de peregrinos, tal vez dos, o más. Al final, la avenida de Rancho Boyeros es un verdadero río humano. Por eso hoy podemos cantar, hablar, reír, y comer estas golosinas, pues sólo se trata de pasar el tiempo junto a la familia. Se trata de abrazar a nuestros hermanos, pero también a nuestros primos, de los que en más de una ocasión nos olvidamos. En este instante, que consiste en pasar el tiempo a través de un par de horas, todos nos sentimos unidos y una maleza de copas se eleva y a los niños, hasta un poco de vino les es permitido beber. “Es bueno para la circulación” - dice mi madre. “Pésimo para la conciencia” - advierte mi abuela. Después de brindar, corremos todavía unas horas por el jardín que se ha humedecido con la bendición del rocío, que se ha llenado de luces y posee ahora una vegetación verde y cristalina improbable en las frías tierras donde habita Noël. Primero no se escucha nada y sólo esperamos a que algún loco se decida a hacer lo que ya por entonces está prohibido. A los pocos instantes escuchamos un disparo, luego dos y tal vez hasta algún alucinado que finalmente se decide. Y vuela el fuego artificial. Y pedimos más vino para celebrar que ya no es el mismo día y que los corazones deben estar a la altura de las copas. A esta hora, en la que tanto Dios como el Diablo escuchan a cada ser humano, es mí madre la que toma siempre la palabra. En voz alta (para ser modesto) pide mí valiente vieja para todos los hermanos, para todos los queridos primos, y para todos los sufridos cubanos, un poco de amor, de paz, y de salud. A veces es Dios el que la escucha, a veces no. Pero siempre, en la noche oscura y contra el incierto futuro que se cierne sobre la Patria cubana, mí madre añade: ¡Ah, Dios mío, y tráesela también hasta a los cobardes! ***Ya no era tan pequeño, ya podía acordarme de las cosas y sé que me he convertido, como todos los niños que por entonces conocía, en un aficionado de estas fiestas. Pero el momento más terrible de mis viejos es el de salir a conseguir algún regalo. El régimen ya ha acabado con los catálogos de “El Encanto”, con los Arboles de Navidad, con el vino extranjero, y hasta con la felicidad. Pero yo me revuelco de alegría con sólo saber que mi hermano Eduardo heredará el tractor de mi Micky, o con imaginarme que a mí mi amigo Fabito, me regalará un lindo dinosaurio. A mí prima Titi, mí hermana debe dejarle de legado una muñeca, y eso es lo triste, pues mí hermana no regala nada a nadie, mucho menos de buena voluntad. Mí hermana quiere siempre algo a cambio y desde que tengo uso de razón, y ya les digo que desde entonces podía acordarme de las cosas, hasta mí llanto era imprescindible a cambio de sus sustos. Pero estamos en Noël y no hacemos más que ilusionarnos con los traspasos de propiedades, o comprometernos (yo y mis dos hermanos varones) con darle mil besos a Titina, que esta vez, como la anterior, como siempre, no recibirá nada de mí hermana. Con el objetivo de prepararnos para la gran fiesta está previsto hacer una visita a los guajiros amigos de mí madre en Pinar del Río. Es un viaje tortuoso, casi clandestino, o para ser más justo, ilegal. Para ello mí madre coordina con un chofer, reúne el dinero, y se lanza como una suicida a una aventura que comienza de madrugada y termina casi siempre por la noche. Son las dos de la mañana y a esa hora (en la que mí hermano Micky se despierta para ir a comer a escondidas los frijoles negros del refrigerador), sorprende a mí padre en función de carnicero. Y claro, todos estos preludios exuberantes de las fiestas cercanas a San Silvestre pueden también generar inconvenientes. Un vecino que nunca nos visita lo hace de repente. “Bueno, a la velda yo no tengo nada contra Santiclos” – a dicho el inoportuno visitante, - “pero debajo del maletero de tu Chevrole hay sangre y eso quiere decir que allí hay, o hubo puerco encerrao”. Y mi padre, que sólo pronuncia mal la palabra “aroz”, le dice en un perfecto español de alemán aplatanado: “¡Oh, no compañero, eso ser líquido de freno francés, que es así de rojito y de bonito, como la bandera China! ¿O no?“ Estas experiencias me han llevado a creer que los niños y los Reyes Magos están fuera de la ley cada fin de año. Por eso, y para evitar que nadie interfiera en el dinero que gastamos en esos días, mis Navidades en Suiza transcurren en la más agradable intimidad. Parado frente a la ventana durante largos minutos en estas noches heladas del invierno, suelo ver con asombro como caen los copos de nieve que nunca tuvimos en nuestro hermoso jardín. Escucho sonar el campanario de la Iglesia que se nos prohibió, y ruego para que mis postales lleguen vírgenes a las manos de mis viejos padres. Cada día veo como mis vecinos salen a sus balcones para instalar bellas guirnaldas luminosas y dar así más placer y ensueño a sus hijos. Entonces recuerdo a mi viejo, montando y acomodando las que todavía servían del viejo árbol de Navidad que compró en el Ten-Cent de los años 50. Mi viejo es un hombre increíble y a veces casi se electrocutaba con tal de regalarnos un arbolito iluminado y un poco de ilusión. Cada noche helvética, enciendo un par de velas y pido a mis hijas de no apagarlas hasta que se derritan del todo. En esas llamas veo el espíritu de mis dos queridos padres y así, con el calor que ellas generan, los siento lejos la soledad a la que les ha condenado en Cuba otro viejo, no Noël. ***Ya no sé si me gustan las fiestas de Navidad. O mejor dicho, claro que me gustan, pero sólo por mis hijas y por verlas descubrir el árbol navideño que les hemos montado de madrugada en la sala y que cada año se hace más grande y más luminoso para dejarles creer que como él, sus sueños también pueden crecer. Me da gusto verlas comer sus dulces y romper los papeles de colores que les obstruyen el paso a sus más deseados regalos. “Al más interesante de ellos” – como dice la pequeña Lucille. “¡Que bueno es Noël Papá! ¿No es verdad? Exclama y pregunta Sibylle. Pero todas estas escenas que hoy vivo son parte de otro mundo, porque en estos días grises que preceden San Silvestre, yo me voy con mi imaginación hasta Cuba. A La Habana de mí alucinante juventud, en la que yo corría a casa desde la escuela, o el trabajo, para encontrarme con mi abuela, que fue también como mí madre. Entonces recuerdo que hubo una tarde que no le deseo a nadie. De entre todas las anteriores aquella fue muy triste y especial. Por eso les digo a mis amigos que nunca deben buscar pretextos para perderse una Navidad con la familia, pues aún creo (a pesar de ser adulto), que eso nos hace diferentes. Aquel año mí padre tuvo que operarse de urgencias en febrero y mí madre cargaba con todo. Hasta con nuestros egoísmos e incomprensiones. Para mal de males, mí abuela estaba muy malita. Como de costumbre en los días previos a tal celebración, entré una tarde en casa para darle un gran beso a mí viejecita linda y escuchar sus gastados regaños. Pero ya desde la cerca, vi que mí hermano Eduardo y mí madre lloraban sentados en un rincón del patio. “Ella quiso dormirse en la cama que le construyó tu abuelo” – me dijo la vieja. Y en aquella cama, robusta y bien hecha, reposaba (como dormida) mi abuela. Parecía como si sólo estuviera cansada, como si se hubiera pasado toda la mañana preparado una cazuela entera de Arroz con Leche, mi postre favorito. ¿Se levantaría ella otra vez para conversar conmigo en la cocina mientras yo me comía el primer plato, el menos hondo, “para dejarle a los demás”? Entre en su cuarto, pero allí no había rastro de su delantal, ni olor a azúcar, o a leche, o a canela entre sus ropas. Debe ser que nadie le fue a comprar las cosas y molesta se tiró a dormir. Sobre su mesita de noche, no sé cómo ni porqué, había una vieja tarjeta de Navidad. En aquella tarjeta se leía escrito: “Felices Navidades a todos, y mis mejores deseos para el año próximo”, con la letra zigzagueante y temblorosa de mi abuela. Cuatro años más tarde dejé Cuba y desaparecí para siempre de aquella inmensa casa en la que crecimos felices durante un largo tiempo. Desde entonces, creo que mí abuela está más cerca de mí hermano Micky y con él pasa cada año su Navidad. Al menos eso es lo que yo desearía, pues él está muy solo y ha sido siempre el preferido de sus nietos. La casa en la que nacimos algún día será ocupada por alguna familia fidelista, pero esa gente, nada bueno en ella sentirán. Esa gente no sabe tan siquiera lo que es la Navidad. FIN Bienne, Diciembre 20, 2003 *Para los cubanos la noche de Noël es “Noche Buena” y “San Silvestre” es la de Fin de Año.
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