EL MAR DE LOS CUBANOS„On ne voit bien qu` avec le coeur. Antoine de Saint-Exupéry A la memoria de todos los cubanos muertos en el Estrecho de la Florida. Hace unos 3 años murieron 41 cubanos que anhelaban la libertad cuando escapaban del régimen opresor de Fidel Castro, y hace también ya 3 años que el dictador cubano abatió sobre las aguas del estrecho las avionetas de 4 pilotos que, mucho más preocupados que Castro por la suerte y el futuro de nuestros compatriotas, arriesgaban sus vidas con la esperanza de salvar otras. Pero el réquiem merece muchos más nombres, y requiere a su vez ser al parecer eterno, imperecedero. Y es que todo nos ha estado golpeando muy profundamente, desde el subconsciente al corazón. Mi memoria había fijado al momento de partir de Cuba una escena marinera. En ella había un faro encendido en un amanecer de púrpuras variados. En el principio, aquel mar era un ambiente calmo y apacible, pero claro está, apenas un transmisor de paz lejana. Parecía, un inductor de poesía pura, placentera, sutil, y en aquella punta de roca iluminada, en aquellas espumas marinas de sol, estaba ese recuerdo humano sobre un artilugio al que es fácil amar por años con espíritu de aventurero lleno de nostalgias. Por entonces, el mar parecía descodificar la más complicada de mis abstracciones, pues frente al mar de Cuba, todo era explicable y todo podía ser resuelto. Allí cualquiera recordaba y cualquiera se olvidaba. Cualquiera recordaba que en el fondo del mar de las Antillas murieron cientos de nuestros ancestros que quisieron alcanzar la Habana, y sin embargo, cualquiera olvidaba que ya eran miles los cubanos que, en ese mismo mar, habían muerto por abandonar la idolatrada capital. Entonces, a la imagen de aquel amanecer purpúreo le faltaba un atardecer de espanto, la más oscura de las tinieblas y un anochecer de miedo, de insomnio, de pánico. Por eso, huí de él, volé sobre él, y aterricé en otro mundo que sin mar, no me calmaba la nostalgia. Un sitio en donde apenas sentía sus olas en mi mente. Aquellas olas que tan continuamente sacudían y empujaban los recuerdos más profundos de mi íntima consciencia donde todo aún estaba oscuro, y donde la abstracción de mis ideas apenas alcanzaban el límite verbal. Y fue aquí, en mi exilio sin mar, que acabó la etapa previa a mis razonamientos. De pronto, un gran batir de olas sacudió el centro de mi esencia y comenzó a destruirlo todo en mi interior. Así, el mar se hizo falso, más sólido que líquido, nada luminoso. Una trampa. Quedé petrificado frente a la imagen televisada de una superficie coronada por el humo, y dejé de apelar a él en poesía. En realidad, yo estaba interesado en recuperar su magnífica excelencia, pero descubrí que aquel cuerpo acuoso resultaba tenebroso, pues mi mar no era otro que el mar de las Antillas, convertido por Fidel en el lote marítimo más nefasto que conozco. Un elemento divisorio de la libertad y el cautiverio. Un estafador de transeúntes. A partir de ahí empecé a renegar de ese mar que nos rodeaba, porque más que nada nos aislaba y cuando no nos encerraba, sin piedad nos destruía. Ese mar, más que un estímulo para los relatos de placer, fue a partir de entonces el causante de penosas pesadillas. Un ogro para los soñadores sin regreso. Un dragón azul tragador de vidas inocentes; un espacio con capacidad para el horror. Y hube de abrir mi libreta de apuntes para borrar amigos que desaparecían por su culpa, y desde entonces mi memoria sentimental se destrozó en el seno de su masa. La defensa a su belleza quedó paralizada entre sus suburbios de coral, o entre los peñascos submarinos donde los peses se disputaban un ojo y una boca desmesuradamente abierta. Y me vi forzado a marchar hacia el horror de la verdad entre las corrientes podridas por su macabra metafísica. Y llegué pues, para imaginar allí a los prisioneros fugitivos cuyos labios estaban sin color. Y vi padres y madres y abuelos y nietos con los brazos tensos y el cuerpo desinflado por mordiscos: eran los fantasmas de mi isla. Los ingenuos aniquilados por una idea tan aterradora como abominable: los granjeros del coral, los obreros de la hambruna, los doctores desempleados en la horrible paz, y los pilotos sin hermanos ni rescate. Al principio, como he dicho, aquel mar me parecía calmo, amigo y manso. Pero después se volvió rizado y agresivo. Cada depresión en su superficie era la consecuencia de un robo humano: un vacío. Y cada ola, un grito o un quejido. Horroroso cebadero de maléficos escualos. Testigo impersonal de atrocidades: un sitio donde la impunidad quedó sin eco por el abuso prepotente. Un mar para turistas indolentes o bañistas euro-cínicos. Un mar que me donó el pavoroso privilegio de descubrir el crimen. Un medio donde la muerte cotidiana se hizo norma impresionante. Y luego, ya no había faro, y todo estaba oscuro, y cada ola que golpeaba al ser humano era el puñetazo de un cubano putrefacto, y cada salpicadura una escupida al rostro del indecoroso violador de sepulturas. La protesta de los muertos mancillados. La venganza contra aquellos que aún nadan y estimulan para que se agrande el cementerio inmerso de cubanos: ese mar de las Antillas que desde entonces es, la fosa común más grande del Caribe. FIN Carlos Wotzkow Bienne, Agosto de 1999
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